Mientras festejaba su derrota, el kirchnerismo tuitero le cayó encima a Facundo Manes por hacer “la gran Nelson Castro”, al diagnosticar al Presidente de anosognosia, el trastorno mental que nos impide mirar para adentro para reconocer nuestros males y sus correspondientes errores. Pero más allá de la chicana neuropolítica del diputado electo de Juntos por el Cambio, se puede aprovechar esa metáfora para caracterizar el momento que viven los argentinos a partir de su reciente comportamiento ante las urnas.
En ambos turnos electorales, se registró alto voto en blanco, baja participación comicial y voto antisistema por derecha e izquierda, justo en un momento en el que el país debe tomar decisiones delicadas y acaso dolorosas para encontrar una salida, o al menos un camino, en su laberinto social y financiero. No obstante el voto castigo al Gobierno en particular, y al establishment en general, el clima político de esta semana fue de fiesta estridente. Tal nivel de negación de una clase política que cada día se aleja más de aquella promesa alfonsinista de que con la democracia se come, se educa y se cura, calza bastante con el diagnóstico de anosognosia histórica. Y lo peor es que no hay tratamientos eficaces a la vista.
Al menos para moderar los síntomas de nuestra dolencia colectiva, podríamos empezar rebautizando provisoriamente a nuestro país como República de Anosognosia, donde habita una sociedad que cree ser lo que no es, condenada a un éxito que tarda demasiado en asomarse al horizonte. Mientras llega la goleada que tarde o temprano nos coronará campeones del mundo para siempre, nos damos ánimo festejando córners.
En la República de Anosognosia, tenemos la rara capacidad de conjugar altísimos niveles de inflación, riesgo país y pobreza estructural con un flujo inmigratorio sostenido desde países vecinos para trabajar en tareas que los locales no se sienten destinados a ejercer. Sin fe en el valor del trabajo, del ahorro ni de la inversión productiva, nos consolamos con los espasmos de consumo inmediato y/o de rentabilidad precoz habilitados por los cíclicos “planes platita” que nos regalan los sucesivos gobiernos, hipotecando nuestro futuro. Y los festejamos, a uno y otro lado de la grieta. Así es como, apenas se vislumbran los primeros resultados de cada elección, el único relato que importa es el que sostenga la premisa, falsa o verdadera, de que ganamos nosotros. En esa lógica líquida del pacto comicial, el Gobierno primero implosionó en modo patético por el resultado de unas PASO a las que formalmente no se había sometido, y luego se mostró unido y eufórico frente a una derrota contundente que sí lo afecta institucionalmente.
Por eso el voto ya no expresa mandatos fuertes, ni representaciones vinculantes que impidan a los funcionarios elegidos hacer lo que se les canta. En un mecanismo de incentivos lúdicos que se conoce como “gamification”, votar se ha reducido a participar de hinchadas circunstanciales que se sienten ilusoriamente incluidas en un partido que, a la hora del reparto real de premios y empoderamientos concretos, no las incluye. Lo que en el fútbol sirve como catarsis colectiva en torno a una puja entre camisetas rivales, en la dinámica electoral funciona como una válvula de escape para administrar la impaciencia social por las demandas que la democracia no estaría atendiendo en tiempo y forma.
Anclados crónicamente en el París gardeliano de los deseos imaginarios del populismo y del elitismo, los argentinos nos despertamos cada mañana de un sueño aspiracional que rápidamente nos desmiente el espejo frente al que nos cepillamos los dientes. No: parece que no somos noruegos. Y tampoco podemos importarlos, como aclaró con picardía el mismo Facundo Manes al principio de la temporada electoral para justificar en la interna posmacrista los nombres impronunciables de su boleta. Y los resultados finales le dieron la razón: ganar y perder al mismo tiempo no es razonamiento de noruegos, apenas de argentinos anosognósicos.
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