En los años 80 y 90, la delgadez extrema se convirtió en símbolo de éxito y belleza. De allí surge lo que llamo la generación de la dieta: mujeres de entre 40 y 50 años que han pasado gran parte de su vida restringiendo su alimentación, incluso sin presentar obesidad ni problemas de salud. Muchas de ellas, cuando se les pregunta por qué desean ser más delgadas, ya no encuentran una razón concreta; simplemente responden al mandato social de “tener que serlo”.
La belleza nunca fue una elección individual: es cultural e histórica. Las Venus paleolíticas celebraban la abundancia de grasa como sinónimo de fertilidad; en el Renacimiento, las curvas voluptuosas eran deseadas; en la era victoriana, lo era la cintura mínima lograda con corsés. En el siglo XX, los estándares cambiaron nuevamente hasta consolidar en los 80 y 90 un culto a la delgadez tan extremo que llegó a normalizar la desnutrición en las pasarelas. América Latina, lejos de ser ajena, mostró algunos de los mayores índices de trastornos de la conducta alimentaria. En nuestro país, series televisivas adolescentes reforzaban el estigma: la delgadez equivalía a belleza, mientras que el sobrepeso era asociado con tristeza y soledad.
Las consecuencias de décadas de restricciones alimentarias son múltiples. Una dieta permanente puede generar tres efectos principales: déficit de micronutrientes, exacerbación de los mecanismos del hambre y enlentecimiento del metabolismo. Quien repite dietas a lo largo de su vida vive con hambre constante, lo que activa procesos de supervivencia que llevan a comer compulsivamente. Al mismo tiempo, el metabolismo se ralentiza, haciendo cada vez más difícil perder peso y favoreciendo la recuperación rápida de kilos.

A esto se suma la llamada desnutrición oculta, producto de una alimentación pobre en variedad que provoca carencias de vitaminas y minerales. Aunque pueda compensarse con suplementos, lo ideal sería prevenirla mediante una dieta equilibrada.
El problema no es la dieta en sí, que resulta necesaria en casos de obesidad o cuando hay riesgo real para la salud. El punto crítico es la normalización de vivir a dieta, transformando a muchas mujeres en dietantes crónicas. En ese esquema, los alimentos pasan a dividirse en “buenos” y “malos”, generando más culpa que bienestar.
La reflexión final es clara: no se trata de estar en contra de las dietas, sino de preguntarnos por qué seguimos estándares de belleza tan rígidos. El verdadero desafío es comprender que ningún modelo estético debería imponerse a cualquier costo.
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