Por más absurda que suene la idea de que Estados Unidos compre Groenlandia, no es una ocurrencia aislada ni una ocurrencia provocadora al estilo Trump. Desde que en 2019 el entonces presidente estadounidense planteó públicamente la posibilidad de adquirir la isla más grande del mundo, despertando rechazo inmediato en Copenhague y burlas en la prensa europea, la administración republicana ha mantenido ese interés con una mezcla de insistencia estratégica y retórica agresiva.
Hoy, con Donald Trump nuevamente en la Casa Blanca y su vicepresidente, JD Vance, realizando visitas simbólicamente cargadas a la base espacial de Pituffik (ex Thule), el mensaje es claro: la voluntad de anexar Groenlandia sigue en pie. Y si los daneses no están dispuestos a negociar, el plan podría escalar. “El pueblo de Groenlandia ha sido descuidado”, dijo Vance durante su visita al norte de la isla, en una rueda de prensa que Copenhague y Nuuk consideraron directamente provocadora. “Dinamarca no ha invertido lo suficiente en su gente ni en la seguridad de esta tierra increíble y estratégica”.
El tono, más que diplomático, fue abiertamente acusatorio, y el canciller danés, Lars Løkke Rasmussen, respondió con una frase que define el espíritu del choque: “Este no es el lenguaje con el que se habla a aliados cercanos”. La primera ministra, Mette Frederiksen, fue más contundente: “La presión de Estados Unidos sobre Groenlandia es inaceptable y la resistiremos”.
Antecedentes
El interés de Washington no es nuevo. Ya en 1946, el presidente Harry Truman ofreció 100 millones de dólares por Groenlandia. Dinamarca rechazó la oferta, pero accedió a permitir la instalación de una base aérea estadounidense en Thule, hoy renombrada Pituffik. Esa base, clave durante la Guerra Fría sigue siendo esencial en el esquema de defensa antimisiles del Pentágono, no sólo por su posición geográfica entre América y Eurasia, sino por su proximidad al Ártico, una región cada vez más codiciada por su potencial energético, sus rutas de navegación emergentes y su valor militar.
Lo que antes era una zona remota cubierta de hielo eterno, hoy es un tablero geopolítico en disputa. El deshielo progresivo del Ártico ha abierto una carrera silenciosa entre potencias. Rusia ha militarizado partes de su frontera polar, China se ha declarado una "nación casi ártica" y ha invertido en infraestructura en Groenlandia y Canadá, y Estados Unidos —retrasado pero alerta— busca reequilibrar su presencia. La anexión de Groenlandia, bajo este prisma, deja de parecer una excentricidad trumpista para convertirse en una jugada estratégica: recursos naturales (minerales raros, gas, petróleo), vigilancia aérea y marítima, control sobre nuevas rutas comerciales y blindaje frente a rivales.
En venta
JD Vance no oculta esa lógica. En su visita, afirmó que "la seguridad internacional exige que Groenlandia esté bajo control estadounidense". Agregó, sin mucha sutileza, que si Dinamarca o la Unión Europea no comprenden esta necesidad, “tendremos que explicárselo”. Aunque matizó más tarde que el uso de la fuerza "no será necesario", la amenaza velada quedó flotando. Incluso aludió a una posible negociación "al estilo Trump" para cerrar un “trato beneficioso” con los groenlandeses, sugiriendo que bastaría con apelar al “racionalismo” de su población.
Pero esa lectura ignora un hecho clave: Groenlandia no está en venta. La isla, aunque forma parte del Reino de Dinamarca, tiene un alto grado de autonomía desde 2009. Su Parlamento (Inatsisartut) gestiona casi todos los asuntos internos, salvo política exterior y defensa, que siguen en manos de Copenhague. Aun así, el rechazo al proyecto estadounidense es unánime entre los cinco principales partidos groenlandeses, que defienden con firmeza la vía hacia una independencia progresiva. Ninguno de ellos, ni siquiera los más pragmáticos, está dispuesto a intercambiar la tutela danesa —basada en vínculos históricos, lingüísticos y administrativos— por una relación de subordinación con Washington.
La visita de Vance, además, unificó a un sistema político que suele estar fragmentado. Horas antes de su llegada, los líderes groenlandeses anunciaron una inédita coalición de unidad nacional entre cuatro de los cinco partidos, con un mensaje inequívoco: “Groenlandia nos pertenece”.
Rechazo
El nuevo primer ministro, Jens-Frederik Nielsen, lo resumió así: “Solo si dejamos de lado nuestras diferencias seremos capaces de resistir la enorme presión externa a la que estamos sometidos”. Dinamarca, por su parte, ha comenzado a reforzar su presencia militar y tecnológica en la región. En enero, anunció una inversión de 1.500 millones de libras para reforzar su infraestructura en el Ártico y el Atlántico Norte, con nuevos buques, radares y sistemas de vigilancia.
El mensaje es doble: no sólo se trata de proteger a Groenlandia, sino de marcar territorio frente a las ambiciones estadounidenses, rusas y chinas. En este nuevo tablero polar, Copenhague entiende que su rol como potencia regional pasa por asumir una defensa activa de su reino en todas sus dimensiones, incluida la simbólica.
El caso Groenlandia pone en evidencia una tendencia más amplia: la política exterior de la administración Trump (y su posible retorno) está cada vez más marcada por un unilateralismo agresivo, que busca redefinir las relaciones internacionales bajo el prisma de la conveniencia estratégica. La idea de que una nación puede apropiarse de otra en nombre de su “seguridad” resucita viejos fantasmas imperiales, revestidos de discursos modernos sobre estabilidad global y liderazgo. El hecho de que se insinúe la posibilidad de usar la fuerza contra un aliado, dentro del marco de la OTAN, es una señal de alarma para Europa.
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