Cuando la comitiva de médicos chinos llegó a Roma, no podían creer lo que estaban viendo: “Todavía hay muchas personas en las calles”, expresaron atónitos. La Cruz Roja china había despegado de Shanghai con 31 toneladas de material sanitario para ayudar a Italia en el momento más álgido de su lucha contra el Covid-19. Ese 13 de marzo, Italia llevaba dos días de bloqueo total, 17.600 personas contagiadas y 1.266 muertos. Era el nuevo foco de la pandemia y Lombardía, el epicentro.
Pero el éxito de China no era atribuible solamente a cuarentena e insumos médicos. Un informe conjunto emitido por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y el gobierno de Pekín, tras la visita de expertos a los principales hospitales de Wuhan expresaba que “las medidas extremas adoptadas por China para contener la difusión del virus han cambiado el curso de la pandemia”. Las medidas extremas en cuestión eran, además de la cuarentena obligatoria, la vigilancia biométrica de los ciudadanos.
En el inicio de la crisis, Pekín dispuso de 1.800 equipos dedicados a individualizar contagiados, aislarlos y vigilarlos. Las aplicaciones de pago electrónico WeChat y AliPay (del gigante asiático Alibaba), ayudaron al gobierno de Xi Jinping con el seguimiento de los usuarios, y hasta el bloqueo de sus cuentas bancarias.
El sistema del “crédito social” chino, basado en una clasificación de buenos y malos ciudadanos, sirvió para la implementación de un sistema de “semáforo”, por el cual cada quien recibía un código de un color dependiendo de su condición de salud, su cercanía con infectados y sus movimientos.
Cámaras infrarrojas detectan aún hoy si una persona tiene fiebre a la salida del Metro, y el sistema es capaz de enviar un mensaje a todos los que estuvieron cerca del enfermo. Loschinos también pueden ver en tiempo real la localización de los infectados y donde estuvieron. China logró con estas imposiciones que la transmisión del virus más allá del ámbito familiar fuera casi nula, y la cadena de transmisión fue interrumpida.
El después. Wenzhou fue la ciudad después de Wuhan con más contagios de Coronavirus. Cuando el encierro terminó, el gobierno estableció el programa Jiankangma (¿Estás sano?), desarrollado junto a Alibaba para reactivar la circulación de las personas.
Los ciudadanos deben tomarse permanentemente la fiebre a través de la app DingTalk, donde también reciben un código con un color. Si por casualidad se cruzan en un semáforo con alguna persona sospechosa, su código puede pasar del verde al amarillo inmediatamente. Si uno tiene código amarillo puede salir de casa, pero no puede entrar a los negocios. Si uno tiene un código rojo, mejor no salir.
El uso de las apps en China cambia de ciudad en ciudad: en Wenzhou o Hangzhou son obligatorias; en Pekín o Shanghai, son todavía optativas, aunque la presión social es alta porque todo el mundo las use.
Empresas privadas y gobierno comparten la responsabilidad del control social, y los chinos no dudan en poner los intereses de la entera sociedad por arriba de los individuales. En cambio, en los países occidentales la utilización de las nuevas tecnologías de la información por parte del Estado es aún un tema discutido.
¿Vigilancia totalitaria o responsabilidad ciudadana? Se pregunta Yuval Noah Harari, el prestigioso historiador israelí, en un reciente artículo en el Financial Times. “Pedir a la gente que elija entre la privacidad o la salud es la raíz del problema, porque es una elección falsa. Podemos elegir proteger nuestra salud y parar la epidemia del Coronavirus sin instituir regímenes de vigilancia tecnológicos, pero responsabilizando al ciudadano”, dice el intelectual.
En ese sentido, los modelos aplicados por Corea del Sur, Singapur y Taiwán en su lucha contra el Covid-19 se presentan como una opción intermedia. Se han usado las tecnologías de vigilancia pero hasta cierto punto, y se ha complementado la medida con la implementación de tests masivos y una campaña de información y concientización de la opinión pública.
“Cuando son informados de los hechos científicos y confían en las autoridades públicas que les hablan, los ciudadanos pueden hacer las cosas bien sin que un Gran Hermano los espíe”, marca Harari.
Pero para muchos estados, la herramienta es una tentación: en Taiwán, las autoridades también erigieron un muro electrónico alrededor de personas en cuarentena obligatoria. Los que salen o apagan el teléfono son rastreados en menos de 15 minutos.
Recomenzar. Italia viene corriendo al virus de atrás desde fines de febrero. El concurso público lanzado por el Ministerio de Innovación para la selección de una App recibió más de 800 propuestas. La idea es desarrollar un modelo al estilo coreano, donde se puede dibujar un mapa de contagios y zonas críticas usando big data además de los tests masivos a la población.
En este momento de la pandemia, con todas las personas en sus casas, esta aplicación no sería de tanta utilidad: Italia piensa en la reactivación. El alcalde de Milán ya anunció que las primeras pruebas comenzarán en la gran metrópoli del Norte.
Jens Spahn, el ministro de la salud de Alemania, anunció que su país va en la misma dirección. En España, la app Asistencia COVID-19, desarrollada por Telefónica y Google, ayudó con el autodiagnóstico de los ciudadanos de Madrid con buenos resultados: ahora buscan extenderla a toda la península. En Polonia, el gobierno lanzó Kwarantanna Domowa (Cuarentena en casa) y es obligatoria para todos aquellos que dieron positivos, o los llegados del extranjero: la policía controla que las personas respeten la reclusión a través del envío de selfies diarias en horarios random. Israel, Gran Bretaña, Irlanda y Noruega, también recurren a la vigilancia virtual para mitigar los contagios.
Cuando la cuarentena se termine y se abra nuevamente la circulación social, este tipo de aplicaciones serían de suma utilidad para evitar nuevos picos de contagios. Pero la defensa de la privacidad es uno de los pilares fundamentales de las democracias modernas, por lo que implantar este tipo de medidas no es tan inocuo. El riesgo es naturalizar el control.
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por Carla Oller
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