Wednesday 4 de December, 2024

SALUD | Hoy 09:03

Discapacidad en primera persona

El libro que relata la vida de una luchadora por los derechos. Poliomielitis y cómo construir independencia.

Seguramente la discapacidad te toca desde algún lugar: un niño cerca- no neurodivergente (con algún trastorno del espectro autista u alguna otra situación), un pariente mayor con alguna dificultad para caminar o entrando en una enfermedad degenerativa, un conocido con alguna cuestión de salud mental, una persona que siempre ves en la calle, quizás en silla de ruedas o con bastón blanco, un amigo que no oye bien. Aunque la discapacidad está invisibilizada, es parte de nuestra sociedad y se presenta de alguna forma u otra entre todos nosotros. Además de contar una historia apasionante, este libro habla de ello, y de cómo aceptar las diferencias.

Muchas veces lo distinto da miedo o incomodidad porque no nos sentimos preparados para abordarlo y porque ponemos la mirada en lo que nos diferencia, en lugar de en lo que nos une. La protagonista de este libro se pregunta: “¿Por qué cuando hablamos de plantas y de animales celebramos la biodiversidad, nos maravillamos con aquello extraño o distinto, como un árbol retorcido o una especie nueva de mamífero o pez, pero entre los seres humanos nos produce miedo o incomodidad?”.

Este libro cuenta la vida de Jacqueline Caminos de las Carreras, una mujer que, luego de sufrir poliomielitis en 1951 a sus 14 años, vivió su vida en una silla de ruedas y se transformó en una de las principales activistas de los derechos de las personas con discapacidad en Argentina y en el mundo. La poliomielitis es una enfermedad que ataca el sistema nervioso en el cerebro y en la médula espinal. En los años 50 dejó a millones de personas con distintos tipos de discapacidades (y causó un enorme número de muertes). Fue una de las peores epidemias en la historia de la humanidad. Se crearon dos vacunas y con el tiempo se volvió controlable, pero aún persiste en algunos países donde las dosis no son tan accesibles.

Jackie tuvo los medios para hacer una rehabilitación de excelencia. Esto le permitió vivir una vida plena y ver que otras personas con discapacidad también deben tener la posibilidad de desplegar los dones o capacidades que tienen más allá de su imposibilidad puntual. Y se puso en acción.

Jacqueline Caminos de las Carreras nació el 14 de febrero de 1937 en un mundo en el que la discapacidad era vista como una desventaja que teñía a toda la persona. Las llamaban pobrecitas, minusválidas, tullidas; Franklin Roosevelt era presidente de Estados Unidos en su silla de ruedas y, sin embargo, a la mayoría de las personas con discapacidad se las colocaba en el santuario de la lástima. Catorce años después de su nacimiento a ella le tocaría empezar a cambiar la historia en Argentina, y hacer su aporte en el mundo.

Discapacidad

El último partido de tenis. Se había despertado sintiéndose rara. Le dolía la cabeza. Tenía fiebre. Con un malestar intenso difícil de describir. Sentía flojo cada ángulo de sus huesos. Pero como la cancha era a pasos de su cama y el partido ya había sido acordado, se esforzó por jugar. Además, como es competitiva, estaba entusiasmada por ganarles a sus primos Enrique y Maggie. Jugaba en duplas con su primo Mauricio, un año más grande, y lo quería impresionar.
Se puso sus zapatillas, su pollera y su remera, toda de blanco, dispuesta a lucirse ese día. Estaba acostumbrada a ganar. Tomó un breve desayuno y cruzaron junto a sus primos el amplio jardín de su casa hacia la cancha de polvo de ladrillo.

Empezaron el match del torneo familiar que había organizado Jack. Ignoró su malestar. Respiró hondo. Arrancó con buen tino pegando un drive cruzado, pero la mano empezó a aflojársele. Se le cayó la raqueta. La levantó. Le dio dos tiros de revés y volvió a caérsele. Fue a la red, que era lo que le gustaba, pero cuando bloqueaba, la pelota moría en su cancha, no tenía fuerzas para sostener la raqueta firme y hacerla rebotar. Con los minutos sus piernas y su mano eran gelatina. Iban ganando el game, cuando empezó a tropezarse.

Terminó como pudo, exhausta, y ganaron el match. Tenía treinta y ocho y medio de fiebre. Almorzaron y esa tarde Jackie durmió siesta. Cuando intentó levantarse de la cama puso un pie, después otro y se cayó al piso. No pudo sostener sus cincuenta y cuatro kilos. La polio había empezado a roer su cuerpo. Jacqueline recuerda: “No se decía polio en ese momento, se decía parálisis infantil. Las primeras horas cuando me enfermé me caía, me levantaba y me caía, una cosa espantosa”.

Se ríe cuando lo cuenta, y la risa contrasta con lo espantoso. Espantoso, da miedo. No poder levantarse da miedo. Pero ella se ríe y lo cuenta así:
“Sentía mucho dolor en los músculos de los brazos, de las piernas, la espalda. Me ahogaba, me ahogaba, quería hacer pipí, no podía. Después vino un médico y vi una especie de manguera. Me dio tanto miedo que me hice pipí encima. ¡Según mamá me asusté tanto! Esa noche ya no me levanté nunca más. Y según el médico hice muy mal en hacer tanto ejercicio, hubiera tenido la polio mucho más liviana si no lo hubiera hecho. Después ya no me acuerdo nada más, hasta que aparecí en un pulmotor, aliviadísima. No sabía qué me estaba pasando, pero al menos podía respirar.”

Primero le dijeron que tenía gripe. Después llamaron a su pediatra de cabecera, Juan Pedro Garrahan (el laureado médico argentino), un hombre serio, un “viejito” (de 58 años) que no le hablaba mucho, pero que lagrimeó cuando les dio el diagnóstico: era poliomielitis. En el enorme caserón del barrio porteño de Belgrano, aquellos días de principio de 1951, se respiraba muerte. Jacqueline fue llevada al ala de sus padres, como sucedía cada vez que alguno de los chicos se enfermaba. Lo que allí pasaba era un misterio para sus hermanos. Pero intuían que cada día la moneda podía caer del lado de la vida, o del otro. Lo sentían. El ambiente era lúgubre. Su madre los saludaba demudada desde la ventana de la otra ala. Como pasaba con la mayoría de las personas ricas, salvo que fuera imprescindible, todo se resolvía en casa, no se las internaba en el hospital.

Discapacidad

Aquella había sido hasta esa mañana una casa muy alegre; en el contraste resaltaba la tristeza. Para la época en la que Jacqueline se enfermó (1951) había un brote masivo mundial de poliomielitis, que fue llegando lentamente a Latinoamérica. La polio paralizaba a casi mil niños cada día en ciento veinticinco países alrededor del mundo. Se multiplicaron las imágenes de niños con sillas de ruedas, prótesis, valvas (una especie de dispositivos rectos) de acero en sus piernas, muletas o encerrados en pulmotores. En uno de esos pulmotores, para abril de 1951, yacía Jacqueline.

Encerrada hasta el cuello, con su cabeza delicadamente apoyada en la almohadilla del artefacto y un espejito retrovisor enganchado que le ampliaba la visión. Mientras sus hermanos fabricaban con las institutrices muñequitos para regalarle, el “pulmón de acero” guiaba su respiración. Inhalaba y exhalaba, inhalaba y exhalaba con ritmo regular. El armatoste, un cilindro de unos cien kilos de metal de dos metros por uno, se parecía a un sarcófago, pero hasta el cuello. Allí adentro vivió Jacqueline, un mes.

Cambio de paradigma

El tiempo pasó. Jacqueline hizo su vida, se casó, viajó, tuvo hijos, pero nunca se alejó del tema de la discapacidad en su dimensión social, más allá de llevarla puesta. Además de visitar a personas internadas que habían tenido polio, a comienzos de los 70, mientras criaba a sus pequeños dos hijos, formó parte de la Comisión Directiva de la Fundación VITRA, siglas de Vivienda, Trabajo y Capacitación para las Personas con Discapacidad.  Jugaba, charlaba, les leía cuentos, les daba de comer o los ayudaba a vestirse a algunos de los veinte jóvenes y niños que vivían o estudiaban allí durante el día; todos con secuelas de poliomielitis, la mayoría atados parcial o totalmente a un pulmotor. 

Ya desde una década antes, cuando decaía la epidemia, la inquietud era qué hacer en el después de la enfermedad, cómo sacarlos del ambiente hospitalario y darles algunas herramientas para la vida, para que tuvieran la mejor calidad posible. Con ese mandato en 1959 se había organizado el primer Congreso de rehabilitación en Mar del Plata, al que se invitó al mismísimo Howard Rusk y que Jacqueline ayudó a organizar. 

Discapacidad

El evento le dio un enorme empuje a la medicina físicaG y a la rehabilitación, o sea, a la fisiatría, y se multiplicaron los institutos de atención fisiátrica que aplicaban las nuevas técnicas. Se trataba de emular el trabajo que venían haciendo los países que habían estado en guerra, lo que había dejado millones de hombres y mujeres con discapacidad. Estados Unidos, Canadá, Dinamarca y más países de Europa llevaban la delantera. Aunque todavía muchos médicos las consideraran “irrecuperables”, con los años la mirada sobre las personas con discapacidad empezó a ir cada vez más hacia su futuro. Se empezó a pensar en su rehabilitación socio-económica y vocacional.

Los niños y jóvenes que eran dados de alta se iban a sus casas con un pulmotor, una cama ortopédica o alguna que otra ayuda si la parálisis era grave; muchas veces se trataba de dos ambientes en donde la vida familiar giraba en torno a ese aparato instalado en el medio del living y no había mucha idea ni recursos de cómo impedir que esa nena o ese joven se transformara en un mueble más. En ocasiones, incluso, algunos volvían al borde de la muerte. Había que ayudarlos -pensaba Jacqueline, a ellos y a las familias, a que no retrocedieran, a que avanzaran para seguir estudiando, consiguieran trabajo y tuvieran una vida social plena con la mayor indepen

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por Luciana Mantero

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