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EN LA MIRA DE NOTICIAS | 26-06-2022 00:26

Ante un gran ajuste internacional

Con la excepción de los kirchneristas más fervorosos y sus equivalentes de otras latitudes, todos coinciden en que, sin plata, el populismo es un desastre.

Con la eventual excepción de los kirchneristas más fervorosos y sus equivalentes de otras latitudes, todos coinciden en que, sin plata, el populismo es un desastre, pero lo mismo puede decirse de cualquier otro proyecto político en un mundo en que las expectativas se han alejado de las posibilidades reales. Es por eso que en Estados Unidos y Europa occidental, todos los oficialismos de turno, sean de inclinaciones izquierdistas o conservadoras, están en apuros, mientras que quienes esperan reemplazarlos vacilan entre proponer cambios ambiciosos pero arriesgados, para no decir suicidas, por un lado y, por el otro, comprometerse a obrar con una mezcla sabia de responsabilidad fiscal y sensibilidad social. Si bien mantienen cruzados los dedos y rezan para que vuelvan pronto los buenos tiempos, necesitan prepararse para enfrentar años, tal vez muchos años, signados por la escasez.

Lo mismo que en la Argentina, los políticos y quienes se interesan por sus actividades entienden que, tal y como están las cosas, es mucho más fácil oponerse al statu quo que mejorarlo. Muchos temen que haya llegado a su fin lo que en retrospectiva será recordado como una época bella en que se hizo normal suponer que, siempre y cuando el gobierno no cometiera demasiados errores, el nivel de vida del hombre común continuaría subiendo y que por lo tanto sería inaceptable excluir a algunos de la fiesta de consumo resultante. Por desgracia, parece muy poco probable que, luego de un breve intervalo, se reanude el crecimiento generalizado que tantos llegaron a creer garantizado.

No se trata sólo de las consecuencias previsibles de la pandemia que, en todas partes, golpeó a la economía y obligó a los gobiernos a pasar por alto las advertencias de quienes vaticinaban que los aumentos del gasto público desatarían un maremoto inflacionario, de la guerra en Ucrania que, además de levantar el espectro de hambrunas en África y el Oriente Medio, ha provocado una nueva crisis energética, y del impacto económico negativo de la voluntad de muchos gobiernos de reducir drásticamente la emisión de gases carbónicos para combatir el cambio climático. También lo es de la globalización combinada con el progreso tecnológico que ya perjudicaba a millones de habitantes de países ricos que no estaban en condiciones de aprovechar las nuevas oportunidades. Para una proporción muy significante de quienes viven en el mundo considerado desarrollado, el aumento del producto bruto de su país no ha aportado beneficios sino que, por el contrario, la ha dejado más pobre que antes en sociedades en que otros perciben ingresos envidiables que, como siempre ha sido el caso, atribuyen a sus propios méritos.

El Covid-19, la guerra, el cambio climático y la divisiva evolución socioeconómica de las sociedades más prósperas y dinámicas, son cuatro jinetes del apocalipsis que amenaza al orden occidental que, hasta hace relativamente poco, parecía destinado a difundirse por el mundo entero. Un quinto jinete es la caída catastrófica de la tasa de natalidad que es tan característica de la civilización moderna y que, en Europa, ha comenzado a hacer inviables esquemas jubilatorios que se organizaron cuando estaba de moda preocuparse por la “bomba demográfica” que algunos creían estaba por estallar.

Ahora bien: ¿Serán capaces todas las democracias de superar tales desafíos? Hay motivos para dudarlo. Si la mayoría insiste en pedir lo imposible, o se niega a reconocer que ciertos límites son bien concretos, terminarán autodestruyéndose.

Cada sociedad reacciona a su propia manera frente a problemas que no reconocen fronteras .Lo hace interpretándolos en el contexto de su experiencia particular y repudia a quienes señalan que se deben a fenómenos ajenos que ningún gobierno local hubiera podido modificar. En Estados Unidos, se ha hecho habitual atribuir todas las dificultades al racismo blanco, mientras que en Europa suele pesar más el nacionalismo e ideologías clasistas, si bien últimamente, en ambas orillas del Atlántico son cada vez más los conscientes de que la globalización está contribuyendo a la depauperación de sectores cada vez más amplios.

Por ser tan imprevisto lo que está sucediendo en el mundo, iniciativas que apenas dos años atrás eran consideradas positivas ya parecen insensatas. A comienzos de su gestión, el presidente Joe Biden fue aplaudido luego de tomar medidas que, aseguraba, servirían para borrar la “huella carbónica” norteamericana porque su país dejaría de depender de combustibles fósiles; como no pudo ser de otra manera, la decisión de maltratar a las gigantescas empresas petroleras hizo aumentar el precio de la gasolina. Aunque la invasión de Ucrania por Rusia le dio un pretexto para modificar la política energética que ensayaba, ya era demasiado tarde. En Estados Unidos, pocos creen que la suba rápida del costo de vida es culpa de Vladimir Putin; antes bien, la mayoría la atribuye a la propensión de los demócratas a despilfarrar el dinero público según criterios políticos.

Además de aplicar medidas “verdes” con la esperanza de que “la ciencia” pronto suministrara sustitutos no contaminantes por los combustibles tradicionales, el gobierno demócrata se puso a gastar mucho dinero en un intento de ayudar a minorías étnicas que a su juicio seguían siendo víctimas de la “supremacía blanca”. De estar en lo cierto las encuestas de opinión, los preocupados tanto por la inflación como por la propaganda supuestamente progresista del gobierno de Biden están preparándose para castigar con dureza a los demócratas en las elecciones legislativas de noviembre. También ha incidido la impresión de que los demócratas se hayan hecho demasiado izquierdistas debido a la presencia en sus filas de personajes que no titubean en afirmarse marxistas aun cuando su versión del credo tenga muy poco en común con la de otros tiempos.

Atrapado entre el progresismo elitista que han adoptado los sectores más locuaces el Partido Demócrata y el populismo rudimentario y a veces truculento de Donald Trump, que sigue contando con el respaldo de muchos republicanos, a Estados Unidos no le será del todo fácil salir ileso de la guerra civil cultural que obsesiona a sus dirigentes. Así y todo, la situación en que Biden se encuentra es menos alarmante que la enfrentada por su homólogo francés, Emmanuel Macron, que, poco después de haber derrotado a Marine Le Pen en las elecciones presidenciales, en las legislativas que se celebraron el domingo pasado sufrió un revés tan penoso que los hay que cuestionan su capacidad para hacer mucho más que tratar de aferrarse al poder hasta mediados de 2027, ya que sus adversarios estarán en condiciones de frustrar todas sus iniciativas.

Para desconcierto de los demás europeos, en términos políticos Francia se ve dividida en tres grandes bloques irreconciliables: el centro difuso de Macron, la alianza de izquierda encabezada por el ultra Jean-Luc Mélenchon que ya ha empezado a agrietarse, y la derecha chovinista de Le Pen que, para alarma de muchos, más que decuplicó el número de escaños que tiene en la asamblea nacional, pasando de 8 a 89. Mélenchon y Le Pen deben su éxito electoral a la sensación casi universal de que Macron es un elitista cosmopolita que desprecia a la mayoría de sus compatriotas. Aunque ambos dan a entender que son contrarios a la Unión Europea, las recetas que se proponen para remediar el mal francés son muy distintas; a Mélenchon le gustaría redistribuir los recursos económicos, mientras que Le Pen quisiera expulsar a aquellos integrantes de la muy numerosa minoría musulmana que en su opinión plantean un peligro a la sacrosanta unidad nacional.

Sea como fuere, el que Macron haya perdido muchos votos merced a su voluntad de aumentar la edad de jubilación de 62 a 65 años, nos dice mucho sobre lo que está sucediendo en su país y otros. Después de todo, la reforma que tiene en mente dista de ser radical; tanto ha cambiado desde 1889, cuando el alemán Otto von Bismark creó el primer sistema previsional público para los mayores de 65 años y la expectativa de vida promedia era de apenas 40, que uno supondría que convendría actualizarla, pero por ser cuestión de una “conquista social”, todos los cambios propuestos se ven resistidos. Algo similar ocurre en los demás ámbitos. Para sindicalistas, militantes izquierdistas y muchos otros, procurar eliminar un “derecho adquirido”, de los que uno es el de tener un ingreso suficiente como para sostener el tren de vida al que se ha acostumbrado, es inadmisible aun cuando la economía, es decir, la comunidad, no cuente con el dinero necesario.

Todos los países desarrollados se ven ante un período de estrechez sin que nadie sepa cuánto tiempo durará o lo que podría hacerse para que emerjan con sus sistemas políticos intactos. Por ahora cuando menos, poseen más recursos materiales e incluso humanos que la Argentina, donde la caída precipitada del nivel educativo no podrá sino ocasionar graves dificultades en los años próximos, pero los obstáculos que tendrán que superar, entre ellas la brecha creciente entre las expectativas mínimas y lo que la economía estará en condiciones de proveer, no son tan diferentes. Aquí la democracia, a pesar de décadas de fracaso económico, ha logrado sobrevivir. ¿Tendrá tanta suerte la democracia en el mundo aún rico? Se trata de una pregunta que muchos están planteándose.

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James Neilson

James Neilson

Former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986).

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