Saturday 27 de April, 2024

OPINIóN | 18-03-2024 07:37

El liberalismo frente al narcoterror

El impacto de las políticas de Seguridad de Milei y la ministra Bullrich en la crisis de Rosario. El modelo Bukele.

Haití es un Estado fallido paupérrimo dominado por bandas de delincuentes sádicos en que el hombre más poderoso se hace llamar Barbecue. No es un político sino un capo pandillero que habla como un revolucionario resuelto a defender al pueblo atacando a “los ricos” y una “elite corrupta”. El gángster y otros de la misma calaña acaban de derrocar al primer ministro Ariel Henry, que se desempeñaba como presidente, pero no se proponen remplazarlo. Parecería que lo único que quieren es que Haití quede librado al caos sin que la “comunidad internacional” se anime a intervenir para salvar a sus desgraciados habitantes.

Barbecue tiene sus equivalentes en la Argentina. Los narcos que están sembrando el terror en Rosario también juran estar luchando por los “derechos” de los detenidos por crímenes gravísimos, lo que a su entender hace legítimo el asesinato arbitrario de quienes ellos mismos califican de “inocentes”. Entre tales “derechos” está el de continuar manejando sus negocios desde la cárcel al intercambiar información con los familiares, amigos o subordinados que los visitan. Hasta hace poco, podían hacerlo con impunidad, pero últimamente han sido aislados, lo que no les gusta en absoluto.

Puesto que hoy en día todo se politiza, no extraña que los narcotraficantes estén procurando improvisar una ideología rudimentaria que a su juicio serviría para justificar sus delitos, o que el gobierno del presidente Javier Milei haya optado por tildarlos de “terroristas” y pedirles a las fuerzas armadas que ayuden a suprimirlos. Aunque sería aventurado comparar lo que podría ocurrir como consecuencia de la voluntad oficial de ubicar el conflicto en un contexto político con la “guerra sucia” de los años setenta del siglo pasado, la amenaza que plantea el “narcoterrorismo” al orden establecido es tan grave como fue el supuesto por aquellos -tanto los militares como sus enemigos mortales- que la protagonizaron.

Los jefes narcos locales, que forman parte de una inmensa red internacional que todos los años mueve montos fenomenales de dinero, se han enriquecido enormemente, lo que, entre otras cosas, les permite corromper a integrantes del Poder Judicial y policías y contratar a abogados que son duchos en el arte de aprovechar resquicios legales vinculados con el tratamiento de presos comunes. También cuentan con la ayuda de miles de “soldados” desalmados que no vacilan en matar por un celular o hasta un par de zapatillas. Si bien los estragos que están provocando tales sujetos aún son menores en comparación con los que están conmocionando a otros países latinoamericanos, nadie ignora que, si las autoridades no los frenan, podrían repetirse aquí los horrores que desde hace años son casi cotidianos en México, Ecuador y, hasta hace relativamente poco, El Salvador.

Es por tal motivo que ha resultado ser tan atractivo el método expeditivo usado por el presidente de dicho país, Nayib Bukele, para acorralar a las pandillas de “maras” que, como sus equivalentes haitianas, habían en efecto instalado un régimen de terror. La ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, no ha disimulado su deseo de emularlo y, en Rosario, los encargados del penal federal en que están detenidos narcos no vacilaron en difundir un video en que se vieron humillados al mejor estilo Bukele, si bien en escala menor, lo que, como fue de prever, no tardó en tener una respuesta feroz por parte de quienes aún están en libertad.

Para hacer frente al desafío, Bullrich, el gobernador santafesino Maximiliano Pullaro y muchos otros quisieran inundar Rosario de policías bien pertrechados, gendarmes y, si bien abundan las rémoras legales que les prohíben participar de tareas de seguridad interior, militares. Se trata de una opción que, desde luego, no es del agrado de los jefes de las Fuerzas Armadas; tienen motivos de sobra para preferir mantener un perfil bien bajo. Pueden recordarle a la ministra que efectivos del ejército no disparan balas de goma ni gases lacrimógenos contra el enemigo; lo suyo es tirar a matar.

De todos modos, el gobierno de Milei no puede sino temer que la caída brutal de los ingresos de más de la mitad de la población se vea seguida por el recrudecimiento de la delincuencia callejera que desde hace años compite con la inflación para encabezar la lista de preocupaciones ciudadanas. Muchos coinciden con el fogoso kirchnerista Juan Grabois en que sería natural que los súbitamente depauperados reaccionaran frente a lo que les ha ocurrido despojando a sus vecinos en una lucha por sobrevivir de todos contra todos.

Si bien es claramente falso suponer que siempre hay un vínculo directo entre la pobreza extrema y el crimen violento -si lo hubiera, países como la India serían un infierno inmanejable-, quienes piensan así están en efecto exhortando a los perjudicados por el desastre económico a salir a robar al insinuar que tienen el derecho moral a hacerlo. Se trata de un problema cultural que es propio de sociedades que se han acostumbrado a buscar explicaciones económicas para virtualmente todo cuanto sucede.

Entre los más beneficiados por la propensión casi universal a atribuir la conducta de los individuos a las presiones económicas están los narcotraficantes y sus colaboradores. Con la ayuda, es de esperar inconsciente, de quienes insisten en que los delincuentes son víctimas de la injusticia social, les es fácil adoctrinar a jóvenes que se sienten abandonados a su suerte por una sociedad que los desprecia, para que sean leales a los jefes de las bandas criminales que son activas en los distritos en que viven. Además de facilitarles drogas y dinero, les dan la sensación de pertenecer a un grupo humano con sus propias reglas éticas que tendrán que obedecer.

Para romper los lazos emotivos así supuestos, sería necesario ofrecerles alternativas que sean claramente mejores, pero hasta ahora los esfuerzos en tal sentido no han prosperado. Al propagarse la sensación de que la Argentina es un país irremediablemente corrupto en que las personas honestas son “giles” que siempre se dejan engañar por los ladrones de guante blanco que, se supone, pululan en las asambleas legislativas, las reparticiones estatales, los tribunales y las comisarías, escasean quienes tienen la autoridad moral necesaria para convencer a los jóvenes de adherir a valores que les parecen anticuados, propios de épocas pasadas y lugares lejanos. Incluso los políticos que nunca se han apropiado ilícitamente de un sólo centavo pueden ser acusados de hipocresía por no haber denunciado como corresponde a socios que sí lo han hecho. He aquí una razón por la que la campaña contra “la casta” en su conjunto, sin discriminar entre auténticos malhechores y quienes han mantenido limpias las manos, corre peligro de resultar contraproducente. Total, si todos son corruptos, los habrá que tomen la delincuencia por una opción más.

Sea como fuere, luego de décadas de permisividad que se ha imputado a las teorías de Raúl Zaffaroni que han contribuido a difundir la noción de que en última instancia una sociedad estructuralmente injusta sería culpable de todo lo malo, estamos entrando en una etapa de mano dura. Según las encuestas, la ministra Bullrich es el personaje político más popular del país porque se ha manifestado decidida a restaurar el orden sin preocuparse demasiado por las protestas de quienes la acusan de pisotear derechos supuestamente inherentes al sistema democrático como el de impedir el tránsito en las calles de Buenos Aires.

Se puede decir que es un tanto paradójico que un gobierno que es tan orgullosamente libertario como el que asumió en diciembre se haya comprometido a poner fin a la a veces sanguinaria anarquía callejera por los medios que fueran, pero para que el proyecto de Milei alcance sus objetivos el país tendría que disciplinarse mucho tanto económica como socialmente. Aunque los que hablan en nombre del oficialismo actual dirán que no hay ninguna contradicción porque será cuestión de la disciplina interna de individuos que se respeten a sí mismos, no de algo impuesto por un gobierno autoritario, se trata de lo que debería ser una faceta muy importante de la “revolución cultural” que está impulsando.

De todas formas, al comprometerse a matar a inocentes para que el Estado deje de interferir en sus negocios, el “movimiento” narco ha declarado la guerra a la sociedad argentina que, para defenderse, no tiene más opción que la de reaccionar con contundencia. A diferencia del gobierno kirchnerista, el de Milei defiende automáticamente a policías y gendarmes acusados de “gatillo fácil”; entiende que en circunstancias confusas, en que la vida está en juego, siempre hay que dar a los miembros de las fuerzas del orden el beneficio de la duda.

También será necesario equiparlos mejor, lo que será difícil hasta que haya más plata para gastar en armas, sean estas letales o no, chalecos antibalas, vehículos que funcionen y, desde luego, salarios dignos. El que en Rosario los gendarmes no hayan tenido los autos, camionetas y helicópteros precisos para trasladarse con rapidez de un lugar a otro y que por tal motivo hayan tenido que suplicarles a las Fuerzas Armadas para que les cedan algunos, puede tomarse por un síntoma típico de las deficiencias del “Estado presente” en un ámbito que debería considerarse absolutamente fundamental.

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James Neilson

James Neilson

Former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986).

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