Para satisfacción de mandatarios de todos los pelajes, no sólo les resultó muy fácil obligar a medio mundo a quedarse en casa sino que muchos, entre ellos Alberto Fernández, también vieron subir hasta las nubes su propio rating popular por haberlo ordenado. En tiempos como los que corren, la gente necesita creer que su destino está en manos firmes y por lo tanto está dispuesta a dar a los gobernantes el beneficio de todas las dudas concebibles.
Puede entenderse, pues, que a algunos líderes nacionales les gustaría prolongar la cuarentena obligatoria por un par de meses más porque, nos aseguran, sirve para “salvar vidas”, pero incluso los más resueltos son conscientes de que perpetuarla tendría consecuencias nefastas, razón por la que, en un país tras otro, están comenzando a hacerla más flexible.
Así las cosas, es de prever que dentro de algunas semanas los encerrados saldrán de los lugares en que han estado confinados. ¿Qué mundo encontrarán?
De acuerdo común, será uno que sea más peligroso que el de hace tres meses porque el coronavirus se ha incorporado definitivamente a la horda de patógenos que nos acechan, pero ello no quiere decir que los riesgos sean más terribles de lo que eran apenas treinta o cuarenta años atrás, y ni hablar de los siglos anteriores cuando se daba por descontado que la viruela, la tuberculosis, el cólera, el tifus, variantes letales de la gripe estacional, la plaga bubónica y otros males acortarían la vida de una proporción notable de personas, incluyendo a muchos que, de haber sobrevivido, hubieran hecho aportes valiosísimos a nuestra civilización.
¿Es peor el coronavirus que aquellas enfermedades contagiosas con las que convivían nuestros antepasados y muchos que aún están entre nosotros? Claro que no, pero a pesar de la proximidad constante de la muerte, en épocas cuando la medicina era rudimentaria la vida siguió su curso. Aunque en ocasiones fueron puestas en cuarentena ciudades y hasta provincias, nunca hubo nada parecido al encierro casi universal al que buena parte del mundo se ha sometido.
Alberto dista de ser el único político que jura estar convencido de que sería mejor que su país experimentara una gran depresión económica que desistir de hacer cuanto a su juicio resulte necesario para impedir que el virus se propague con mayor rapidez. Con escasas excepciones, los demás líderes mundiales coinciden. Aun cuando, como Donald Trump, se niegan a ocultar la preocupación que sienten por los costos económicos que, huelga decirlo, tendrán un impacto sanitario brutal, de la cuarentena, temen que la mayoría, alentada por sus rivales políticos, no los perdonara si la relajaran antes de que el virus haya dejado de provocar estragos.
las sociedades actuales frente a Covid-19 y las de otras del pasado no muy lejano ante amenazas decididamente más terroríficas? Si bien es probable que exageren los que, como tantos han hecho a través de la historia, insisten en que sus contemporáneos han perdido lo que Miguel de Unamuno llamaba “el sentimiento trágico de la vida”, que se comportan como si creyeran que podría abolirse la muerte, es legítimo sospechar que para los formados por la cultura terapéutica del occidente moderno es mucho más difícil afrontar la adversidad que era para sus antecesores recientes.
También influye la propensión de tantos a concentrarse en buscar culpables por los desastres que sufren, aunque sólo fuera porque les brinda un pretexto para desahogarse. Desde que el coronavirus hizo su aparición, quienes reaccionan así están ensañándose con quienes ya despreciaban o con ciertas características del mundo de hace un trimestre, de ahí las diatribas dirigidas a “los chetos”, los “ricos” que viajan y regresan con microbios extranjeros, los chinos, la globalización y el capitalismo.
Todavía más llamativo, si cabe, es la inquina que algunos manifiestan hacia los ancianos que, como es notorio, constituyen el grueso de las víctimas mortales de una plaga que sí discrimina.
Aunque no faltan los dispuestos a celebrar lo que en Estados Unidos jóvenes cínicos ocurrentes llaman el “boomer remover” –el eliminador de los nacidos en el boom demográfico que siguió a la Segunda Guerra Mundial–, a quienes acusan de estar detrás de todo cuanto no les gusta del mundo actual y, lo que es peor, de acumular deudas monstruosas y sistemas previsionales inviables que sus hijos y nietos tendrán que costear, otros, que se imaginan más caritativos, se limitan a proponer medidas destinadas a marginarlos de por vida. Estos quieren condenarlos al encarcelamiento permanente, prohibiéndoles aproximarse físicamente a sus parientes más jóvenes y, es de suponer, más sanos. Aislarlos sería para su propio bien, claro, pero sucede que casi todos preferirían arriesgarse en libertad a terminar sus días en confinamiento solitario. Lo mismo que aquellos pobres que se sienten más angustiados por la cercanía del hambre que por el coronavirus, tienen sus propias prioridades y, al llegar a cierta edad, entienden muy bien que son vulnerables a muchas enfermedades que los rodean sin por eso estar dispuestos a resignarse a ser tratados como los leprosos de otros tiempos.
La prisión domiciliaria generalizada recomendada por Tedros Adhanom, el etíope que encabeza la Organización Mundial de Salud, hará más lenta la difusión del coronavirus para que los médicos puedan tratar como corresponde a quienes lo contraigan, pero es probable que Angela Merkel se quedara corta cuando a mediados de marzo vaticinó que afectaría entre el sesenta y el setenta por ciento de la población de Alemania, lo que, se espera, le permitiría aprovechar los beneficios de “la inmunidad del rebaño”, puesto que los ya infectados habrán desarrollado defensas naturales que les permitirían bloquear la transmisión. Algo similar sucederá en todos los demás países.
Por desgracia, no hay motivos para creer que sea factible aniquilar por completo el virus, o inactivarlo como sucedió a aquel que causaba la viruela, un asesino serial que, hasta que lo erradicaron en 1980, era mucho más feroz que el Covid-19 que ahora tiene al mundo en jaque. Si estuviera por elaborarse una vacuna eficaz y barata, la situación sería bien distinta, pero hasta los más optimistas dicen que es virtualmente imposible que se confeccione una en los meses próximos o que, si los científicos logran hacerlo, se produzcan pronto los miles de millones de dosis que el mundo ya precisa.
Sea como fuere, aunque es sin duda valioso demorar por algunos meses el contagio de quienes no estarán en condiciones de soportarlo, es previsible que tarde o temprano ellos también caigan víctimas de este mal o de otros que ya padecen. Para los gobiernos, esta realidad desagradable plantea un dilema. Si, como es el caso en la Argentina, la cuarentena es considerada exitosa porque en comparación con otros países sigue siendo baja la cantidad de infectados confirmados y muertes, tendría que pasar mucho más tiempo antes de que se haya alcanzado la deseada inmunidad “de rebaño” o “colectiva”, lo que, desde luego, haría mucho más problemática la eventual salida.
A juzgar por lo que está ocurriendo en otras latitudes, la crisis desatada por el coronavirus tiene su propia dinámica; luego de comenzar de manera relativamente suave, de repente cobra fuerza hasta que, después de algunas semanas tétricas, se haya “aplanado la curva” y, poco a poco, el número de víctimas mortales empiece a reducirse. Se trata de un proceso que en Italia y España parece durar dos o tres meses, aunque continuarán produciéndose nuevas “olas” presuntamente menores al estallar brotes en comunidades que por un motivo u otro habían logrado mantenerse ajenas a las primeras. Esto hace temer que, a menos que la Argentina se haya visto privilegiada por mutaciones benignas del virus, apenas haya entrado en la fase inicial de una “guerra” que, merced a las medidas contundentes tomadas por el gobierno de Alberto para ralentizar el contagio, podría ser más larga que en Europa o Estados Unidos, lo que dista de ser una buena noticia porque, como es notorio, la economía de que todos dependemos es muchísimo más frágil que en los países que, hasta ahora, han sido los más perjudicados.
A muchos políticos locales les encanta aludir a la economía con desprecio, tratándola como un tema que sólo interesa a plutócratas materialistas, comerciantes mezquinos y, siempre y cuando no sean marxistas, sujetos de ideas foráneas. Tal propensión, compartida por peronistas, radicales y, últimamente, izquierdistas, ha contribuido enormemente al empobrecimiento de un país que, a comienzos del siglo pasado, pareció destinado a ser uno de los más ricos del planeta. Gracias a ellos, carece de los recursos que necesitaría para minimizar los daños que ocasionará la pandemia universal y para ponerse de pie una vez que haya sido dominada.
¿Lo comprende Alberto Fernández? Parecería que no, que, al igual que tantos congéneres de la clase política, presta más atención a las lucubraciones papales que a las palabras de quienes le advierten que aquí las consecuencias sociales, es decir, humanas y, por supuesto, sanitarias, del desplome económico, serán peores que en otros países que poseen las estructuras y, lo que es más importante aún, el capital intelectual suficiente como para recuperarse con cierta rapidez.
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