A pesar de que tanto haya cambiado en nuestro mundo desde mediados del siglo pasado, los interesados en las vicisitudes políticas de las diversas sociedades que lo conforman se resisten a abandonar los criterios maniqueos que en aquel entonces empleaban los propagandistas de la Unión Soviética estalinista, de ahí las alusiones frecuentes que se hacen al conflicto que están librando una “ultraderecha” internacional supuestamente afín al fascismo, cuando no al nazismo, y “la izquierda progresista” globalizada que, según sus simpatizantes, privilegia a los más vulnerables. Si bien tal esquema casi geométrico nunca reflejó la realidad, sobrevive merced a la falta de alternativas que sean igualmente sencillas.
¿Y el centro? Parecería que hoy en día “el espacio” así denominado que, en teoría, se ve ocupado por quienes se esfuerzan por combinar el dinamismo que es propio del capitalismo de mercado con los beneficios proporcionados por el Estado de Bienestar socialista, no está de moda en ninguna parte. En Europa, predomina la sensación de que la “tercera vía”, que adquirió popularidad en círculos políticos hace aproximadamente treinta años, se ha hecho intransitable, razón por la que en el bien llamado “viejo continente” y las islas británicas los gobiernos mayormente centristas se han hecho sumamente impopulares. Todos se ven amenazados por movimientos que (des)califican como derechistas pero que así y todo están incidiendo en su conducta al suministrarles ideas que, después de rechazarlas por reaccionarias, terminan adoptando.
En Estados Unidos, ya gobierna “la derecha” liderada por Donald Trump y en Europa los representantes de la modalidad así calificada están cobrando cada vez más apoyo. Gobiernan la Italia de Giorgia Meloni y los partidos que han formado lideran las encuestas en el Reino Unido, Francia y partes de Alemania.
También está avanzando en América del Sur. Hace poco, Bolivia, que durante años había sido bastión de una versión agresiva de la izquierda bolivariana de Evo Morales, cayó en manos del derechista Rodrigo Paz y todo hace prever que el próximo presidente de Chile será el aún más derechista José Antonio Kast, aunque nuestro “ultraderechista” Javier Milei hubiera preferido que ganara otro político de origen teutón, Johannes Kaiser, un hombre de ideas que son mucho más libertarias que las del conservador que, si bien en la primera vuelta de las elecciones presidenciales, llegó segundo detrás de la comunista Jeannette Jara, parece destinada a superarla por un margen amplio en el balotaje del 14 de diciembre ya que lo apoyan otros candidatos que, con matices, comparten sus puntos de vista.
Si bien es evidente que el mapa político tradicional ha quedado anticuado y que convendría remplazarlo por otro que tome en cuenta las mutaciones que han experimentado las distintas corrientes en el transcurso de las décadas últimas, no han prosperado los intentos de confeccionar uno, acaso porque para hacerlo sería necesario reconocer que, en los países aún relativamente ricos por lo menos, el “progresismo” de izquierda se ha convertido en un fenómeno elitista y cosmopolita, mientras que la nueva derecha cuenta con el respaldo de sectores crecientes de la clase obrera. Así las cosas, la derecha actual se parece bastante a la izquierda de antaño que, al aburguesarse, se transformó en un simulacro de la vieja clase dirigente conservadora.
Con cierto retraso, algo similar está sucediendo en América latina. En Chile, Kast es el abanderado de los valores patrióticos y familiares que, lo mismo que en Europa y América del Norte, suelen verse compartidos por quienes se sienten perjudicados por lo que está sucediendo en sus sociedades respectivas en que el sistema económico favorece más a quienes ya poseen más recursos financieros y culturales. A su manera, quienes los carecen son conservadores natos que no quieren saber nada de las novedades “woke” que han adoptado muchos personajes vinculados con la intelectualidad progre metropolitana que, a pesar de sus sentimientos anti-norteamericanos, se han dejado colonizar mentalmente por una de las facciones más influyentes del imperio que dicen odiar.
De todos modos, el avance de “la derecha”, que tanto alarma a las elites establecidas que en Europa están procurando frenarlo por medios poco democráticos, erigiendo “cordones sanitarios” e incluso impulsando medidas legales (“lawfare”) con el propósito de mantenerla fuera del poder, se debe principalmente a la incapacidad de gobiernos izquierdistas y centristas de defender los intereses tanto materiales como culturales de la mayoría en una época signada por cambios desconcertantes. La situación en que se encuentran tales gobiernos se ve agravada por la arrogancia de sus integrantes; pocos logran disimular el desprecio que sienten por quienes se niegan a reconocer la superioridad moral que se atribuyen.
En Estados Unidos, el triunfo de Trump se debió en buena medida a la negativa de una mayoría, que está conformada no sólo por “blancos” que se sienten perseguidos por el color de su piel sino también por muchos negros y latinos, a dejarse adoctrinar por los predicadores woke. En las elecciones presidenciales del año pasado, fue contraproducente el intento de los propagandistas demócratas de la candidata Kamala Harris de convencer al electorado de que los partidarios de Trump eran racistas y sexistas despreciables.
En otras partes del mundo, los estrategas izquierdistas, conscientes de que habían fracasado de manera espectacular las viejas recetas económicas de origen marxista a las que, de un modo u otro, de habían aferrado antes de la implosión de la Unión Soviética, importaron innovaciones norteamericanas que repudiadas por quienes las juzgarían disparatadas. Como decía George Orwell; hay ideas tan estrafalarias que sólo un intelectual podría tomarlas en serio. Ocurrió algo parecido aquí cuando, con el propósito de figurar como miembros plenos de la internacional izquierdista, algunos kirchneristas procuraron aliarse con los guerreros culturales de Estados Unidos. Sus esfuerzos en tal sentido convencieron a muy pocos, pero brindaron a Milei y los comunicadores de los medios sociales que lo acompañan, un pretexto para tratarlos como militantes woke.
Aunque Milei, como Trump y quienes lo rodean, se ha acostumbrado a festejar los triunfos electorales de integrantes del improvisado equipo derechista, no puede sino entender que no tiene mucho en común con aquellos que, lejos de aspirar a desmantelar el Estado local, quisieran fortalecerlo. Ser de derecha no equivale a ser anarco-capitalista por ser cuestión de una postura que es muy distinta de las históricamente asumidas por quienes suelen privilegiar el orden por encima de todo lo demás. Por tal motivo, y también porque todos sus hipotéticos correligionarios son nacionalistas, es poco probable que opten por emular al impulsivo mandatario argentino o por tratarlo como un líder continental.
De todas maneras, para Milei, la forma en que Chile ha evolucionado a partir del golpe de Estado pinochetista del 11 de septiembre de 1973 entraña una advertencia. Si bien, a diferencia de lo que sucedió aquí, la dictadura resultante logró reordenar la economía chilena para que en los años siguientes creciera tan vigorosamente que a juicio de las principales instituciones mundiales pudo considerarse “desarrollada”, andando el tiempo las tensiones internas se intensificaron hasta tal punto que, en 2019, provocaron un estallido social en contra de las elites adineradas que habían aprovechado en beneficio propio el impresionante progreso macroeconómico que fue iniciado por el régimen de Pinochet.
Además de mucha confusión, aquella rebelión contra el statu quo, que fue desatada por la suba del costo del transporte público en Santiago, hizo posible la elección en diciembre de 2021, con una mayoría aplastante, del izquierdista moderado Gabriel Boric, pero su estrella no tardaría en apagarse, lo que perjudicó a Jara, que había sido ministra de Trabajo en su gobierno, en las elecciones del domingo pasado.
Así pues, aun cuando Milei logre iniciar un período prolongado de crecimiento económico que sea comparable con el disfrutado por Chile o que, como espera, sea decididamente superior, en cualquier momento podría producirse una rebelión masiva de los que, con razón o sin ella, se crean víctimas de un sistema radicalmente injusto. Los éxitos macroeconómicos siempre generan expectativas que, por exageradas que parezcan a los conformes con la evolución de la sociedad en que viven, los gobiernos tienen que tomar en cuenta.
Hace apenas un par de años, el mundo entró de pleno en una fase caracterizada por la imprevisibilidad, una en que ningún país puede considerarse “estable” y la “normalidad” es algo que añoran los nostálgicos. Tal y como están las cosas, parece que la izquierda progresista continuará cediendo terreno a un variopinto aglomerado de movimientos que denuncian por derechistas, pero es más que probable que los gobiernos que éstos formen resulten ser tan incapaces de satisfacer a la mayoría de quienes dependerán de ellos como han sido los de idearios izquierdistas o centristas que están luchando por seguir en el poder.















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