Por ser los peronistas adherentes a un movimiento que es orgullosamente verticalista, es lógico que prefieran dejar que el jefe de turno designe a las cabezas de las listas electorales. Para quienes se ufanan de su compromiso con las tradiciones democráticas, no hay ninguna alternativa a las internas en que los aspirantes principales a ocupar escaños en el Congreso procuren superar a sus rivales y, en cuanto puedan, colocar a sus amigos en las listas sábana.
Es por lo tanto natural que, al acercarse las elecciones legislativas, los partidarios de Juntos por el Cambio parezcan obsesionados por la lucha que se ha desatado entre las diversas facciones que lo conforman. También lo es que kirchneristas como Axel Kiciloff aprovechen las divisiones que agrietan la coalición opositora comparándola con una “bolsa de gatos”.
En otros países democráticos, casi todos entienden que las internas políticas, que hasta en las sociedades más pacíficas pueden ser brutales, son perfectamente normales. A los alemanes, británicos y norteamericanos no les preocupa ver a los dirigentes de una agrupación consolidada compitiendo entre sí. Lejos de encontrar bochornoso el espectáculo, les gusta que los que quieren aplicar medidas determinadas se esfuercen por defenderlas con pasión contra quienes las creen inapropiadas para los tiempos que corren. Se trata de un modo de obligar a los demás integrantes del partido a someter las alternativas disponibles a un examen exhaustivo.
Parecería que en este ámbito, como en tantos otros, la Argentina es diferente. Aquí las internas suelen ser mal vistas, lo que, como no pudo ser de otra manera, perjudica principalmente a Juntos por el Cambio que, para hacer aún más complicada la situación en que se halla, no es un partido coherente, con una jerarquía bien definida, sino una coalición en vías de expansión en que el Pro y la Unión Cívica Radical, además de la pata peronista, cuentan con idearios, para no decir culturas políticas, que son difícilmente compatibles.
Lo que todos tienen en común es la voluntad de defender la democracia republicana contra los dispuestos a pisotearla si a su juicio les impide alcanzar sus objetivos, de los que uno, para muchos kirchneristas el más importante, es el futuro de aquellos, entre ellos Cristina, que están en la mira de la Justicia por lo que hicieron en el pasado reciente.
Pueden que exageren los que dicen que la Argentina está por transformarse en una versión subtropical de Venezuela, pero no cabe duda alguna de que el futuro inmediato luce funesto y es mejor no pensar en lo que podría aguardarle en los años siguientes a menos que sus gobernantes reaccionen a tiempo. Así las cosas, es un tanto irracional permitir que la política nacional siga girando en torno a los problemas judiciales de una sola persona, pero sucede que muchos individuos que cumplen cargos estratégicos en el sistema gubernamental están resueltos a subordinar absolutamente todo a los intereses de Cristina. ¿Por qué lo hacen? Acaso porque les es más sencillo de lo que sería intentar pensar en cómo solucionar los problemas más urgentes del país.
Mientras tanto, la oposición está tratando de minimizar la importancia de los conflictos internos que, como siempre sucede, brindan oportunidades a los participantes para hacer gala de su egoísmo, su malicia y su escaso respeto por la dignidad ajena. Incluso en los países más avanzados, es poco frecuente que se limiten a discutir ideas que, desde luego, interesan menos al grueso del electorado que los a menudo escandalosos detalles personales. He aquí un motivo por el que los dirigentes de Juntos por el Cambio son reacios a pedir que todos se alineen detrás de un programa de gobierno explícito; temen que no sólo sea prematuro sino que también resulte aburrido para una franja del electorado que está más interesada en el “lado humano” de los candidatos que en sus ideas.
Otro motivo es que todos comprenden que, por ser tan terrible la situación de un país que ha sido condenado por las agencias de calificación de riesgo a vivir con lo suyo, o sea, a “stand alone”, un programa de gobierno relativamente realista sería a buen seguro antipático para muchos millones de hombres y mujeres, en especial para los ya hundidos en la miseria, porque hasta nuevo aviso el Estado carecerá de los recursos que precisaría para darles la ayuda que necesitan. Asimismo, para muchos pobres, la “modernidad” predicada por la gente de Pro, y también, con mayor énfasis, por la nueva esperanza radical Facundo Manes que habla de instalar “un clima de época basado en el paradigma del conocimiento, la educación, la ciencia y la tecnología como impulsores del desarrollo social de la Argentina”, es una amenaza.
Aun cuando no se hayan familiarizado con lo que ya ha sucedido en los países ricos donde viven muchos millones de personas de lo que queda de la clase obrera y de una proporción creciente de la clase media baja que no han podido adaptarse a las exigencias de la sociedad tecnocrática y forzosamente elitista que está surgiendo con rapidez, saben muy bien que no habrá lugar para ellos en el mundo feliz previsto por el neurólogo. Aunque los kirchneristas se enfrentan con los mismos problemas, siguen confiando en que su capacidad para movilizar el rencor de quienes se sienten abandonados a su suerte les permitan aferrarse al poder. Total, tal y como están las cosas, no tienen más opción que la de insistir en que, desde una perspectiva supuestamente progresista, la depauperación masiva es buena.
Sea como fuere, alarmados por el impacto negativo que estaba teniendo la interna confusa de la coalición opositora de la que es el jefe virtual, con la ayuda de sus colaboradores Horacio Rodríguez Larreta logró simplificar el asunto al persuadir a Patricia Bullrich a borrarse de la lista de candidatos porteños a diputados nacionales para que pudiera tomar su lugar María Eugenia Vidal que, era evidente, no quería arriesgarse nuevamente en la provincia de Buenos Aires que había administrado antes de que Kiciloff le propinara una derrota muy dolorosa en octubre de 2019.
Para alivio de muchos, Bullrich se dio cuenta de que un eventual triunfo suyo en la interna porteña heriría gravemente a Rodríguez Larreta, que ya se ve como el próximo presidente de la República. Habrá coincidido Mauricio Macri, el que para extrañeza de algunos eligió exiliarse por un rato en el Mediterráneo. Es que en una sociedad sin partidos políticos fuertes equiparables con los anglosajones, la imagen de los políticos pe - sa mucho más que las ideas que representan, razón por la que ningún presidenciable puede arriesgarse brindando una impresión de debilidad.
Hasta hace muy poco, el problema principal del mandamás porteño se llamaba Macri; le molestaba que el fundador de Pro soñara en voz alta de un segundo tiempo. En la actualidad, es qué hacer con la UCR. Los radicales están claramente hartos de figurar como socios menores de una coalición a la que en muchos sentidos aportan más que los macristas de Pro que, para más señas, nunca han mostrado mucho interés en las doctrinas cuasi religiosas de sus socios. Entusiasmados por la candidatura de Manes, éstos creen que ha llegado la hora de sacar provecho de su superioridad territorial, ya que han conservado un sinfín de comités a lo ancho y lo largo del país, mientras que el Pro sigue siendo en esencia un partido porteño.
Un lustro atrás, dicha característica podía considerarse una ventaja; en opinión de muchísimos, era obviamente mejor que el país en su conjunto se asemejara más a la Capital Federal de lo que sería que la ciudad en que, según Cristina, hasta los helechos disfrutaban de privilegios negados a los habitantes de carne y hueso de La Matanza y otras partes del conurbano, se parecería más a las paupérri - mas zonas que la rodean, pero los estrategas kirchneristas se las han arreglado para con - vencer a la militancia de que es terriblemente injusto que los porteños se hayan acostumbrado a tener gobiernos locales más honestos y eficaces que los del resto de aquella jurisdicción imaginaria que les encantaría institucionalizar, el AMBA. Han hecho suyo el lema atribuido a Catón el Viejo cuando aludía a la necesidad imperiosa de destruir a Cartago: la Capital Federal delenda est.
El atractivo principal de Manes es que, a pesar de haber sido un radical desde la más tierna in - fancia, no figura como un integrante vitalicio de la clase política. Si bien a partir de la Segunda Guerra Mundial el desempeño colectivo de dicha clase ha sido lamentable, no han prosperado los intentos de mejorar - la incorporando a personas exitosas del empresariado, del mundo deportivo o la farándula. No resultaron ser peores que los demás Carlos Reutemann y Palito Ortega, pero tampoco eran llamativamente superiores. Luego de mudarse a la Casa Rosada, Macri, él mismo un outsider cuando se postuló por primera vez como intendente de Buenos Aires, probó suerte con varios CEO, pero muchos atribuyen la incapacidad del gobierno que formó para solucionar los problemas del país a su falta de talento político. Algo similar está sucediendo con el “gobierno de científicos” de Alberto: para no sufrir el triste destino de tantos antecesores, el ministro de Economía Martín Guz - mán, que procede del mundillo académico, necesitaría construir una base política muy firme, pero la posibilidad de que logre hacerlo antes de que sea demasiado tarde es virtualmente nula.
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