La Argentina atraviesa un ciclo político marcado por la sustitución simbólica del liderazgo. Las figuras visibles de los espacios de poder —en el gobierno, los sindicatos y la oposición— parecen actuar más como delegados que como decisores. En esta “era de los suplentes”, los verdaderos protagonistas se mueven en las sombras, mientras los rostros públicos ejercen una autoridad condicionada y reversible.
La reciente renovación de la CGT expone con nitidez esa lógica. El nuevo triunvirato conformado por Octavio Argüello (Camioneros), Jorge Sola (Seguros) y Cristian Jerónimo (Vidrio) simboliza el recambio generacional que el sindicalismo proclama desde hace años, pero que nunca se concreta del todo. El poder real sigue concentrado en la vieja guardia: Héctor Daer, Armando Cavalieri, Hugo Moyano, Gerardo Martínez, José Luis Lingeri y Sergio Sasia. Los jóvenes secretarios generales no conducen, administran. Cada decisión estratégica pasa por la consulta con sus padrinos. La reforma laboral que se negocia con el Gobierno los encontrará actuando como emisarios de un consenso que se define fuera de sus oficinas.
El mismo fenómeno se repite en el Ejecutivo nacional. Javier Milei delega autoridad formal en funcionarios cuya autonomía es más aparente que real. La figura de Manuel Adorni como ministro coordinador plantea la duda sobre si es un articulador del gabinete o un mensajero entre los ministerios y Karina Milei, la verdadera depositaria del poder presidencial. En paralelo, Diego Santilli enfrenta el dilema de negociar con los gobernadores mientras cada paso requiere el visto bueno de la Casa Rosada. La fragilidad institucional del mileísmo se explica, en buena medida, por esa estructura invertida: quienes detentan la autoridad política rehúyen la exposición, y quienes dan la cara carecen de margen para decidir.
El peronismo, por su parte, transita su propia crisis de suplencias. Los dirigentes que ocupan los primeros lugares en las listas o en las discusiones internas hablan en nombre de otros, con la promesa de una unidad que sólo existe como estrategia electoral. La noche de la derrota de medio término dejó al descubierto la fractura: los liderazgos de Cristina Kirchner, Sergio Massa, Axel Kicillof y Juan Grabois se neutralizan entre sí. Cada uno representa una parte del pasado y un proyecto aún difuso de futuro. La repetición de la táctica de 2019 —designar un delegado que mida bien y cuente con la bendición del poder real— ya no produce cohesión, sino parálisis.
Así, el sistema político argentino parece condenado a la intermediación perpetua. En esta era de los suplentes, nadie gobierna del todo y todos obedecen a alguien.














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