Alberto Fernández es, como todas las personas, muchas cosas. Pero, aún con la banda presidencial puesta, si él tuviera que definirse a sí mismo lo haría empezando por su condición de hombre del Derecho. Hijo de un juez y hermano menor de una abogada, desde bien pequeño sabía que el estudio de las leyes era su destino. De la mano de Esteban Righi, prócer entre los suyos, escaló peldaños en la Facultad y ahora lleva casi veinte años ininterrumpidos dando clases en la casa de estudios más célebre del país. Todos los que lo conocen al mandatario saben que es prácticamente imposible mantener una conversación con él sin que en algún momento recurra a una metáfora o analogía del Derecho. Es por eso que lo de Martín Soria es mucho más grave que una interna palaciega o un debate de poder dentro de la coalición: la designación del nuevo ministro de Justicia es, ante todo, la peor traición de Alberto Fernández a Alberto Fernández.
Durante los meses calientes del 2019, cuando se debatía el rompecabezas del armado del Gabinete, el que iba a ser el próximo presidente del país se mostraba enfático en algunas cuestiones, e insistía que en ministerios como Medios, la Jefatura, y Justicia quería poner personas de su extrema confianza. Aunque la razón más evidente era la de tener ahí interlocutores en los que pudiera confiar con los ojos cerrados, había otra explicación más profunda, que con el correr de los meses de gestión se hizo evidente: Fernández quería ser, además de Presidente, su propio secretario de Prensa, su propio jefe de Gabinete y, tal vez por su propia historia, sobre todo quería ser su propio ministro de Justicia. En aquellos días donde el futuro parecía más que prometedor, Alberto convencía a la cúpula del Frente de Todos de que era el indicado para encaminar la relación con ese complejo mundo judicial, porque él era, antes que político, antes que el ex jefe de Gabinete de Néstor, antes que el próximo presidente, un hombre del Derecho y conocía a la perfección las mentes de los hombres y mujeres de ese gremio.
Desde esta óptica hay que entender la decisión de nombrar a Marcela Losardo, su íntima aliada desde hace casi medio siglo: ella era él. Y también desde esa idea es que hay que empezar a aproximarse a la designación del nuevo ministro, la antítesis casi perfecta de lo que fue su ¿ex? amiga. Es que, si Losardo era Alberto y Soria, que entra al ministerio con el casco puesto, es lo contrario a Losardo: ¿quién es hoy el Presidente? ¿Por qué dejó de ser el Fernández de toda la vida, el que pensaba como Losardo, para ser este nuevo y desconocido Fernández? ¿En qué momento se traicionó a sí mismo? Aunque suena a problema matemático, es esta una pregunta que se hacen, cada vez con menos discreción, muchos funcionarios.
Recapitulemos. Hasta hace no tanto Fernández era de esos que insistían en la división de poderes, alguien que no podía evitar una risa sarcástica cuando le mencionaban que en casos como el de Amado Boudou el lawfare había metido la cola, o de los que no compartía la tesis de que la relación con jueces o fiscales díscolos tuviera que ser a partir de bravuconadas públicas. De hecho, eran ideas como estas, posturas diametralmente distintas a las que tiene Soria, sobre las que se había parado para defender a Losardo para Justicia: Alberto estaba convencido de que este era el camino para mejorar la calidad de ese Poder, una lógica bien distinta a la que había tenido el cristinismo en su momento.
Sorpresas da la vida: hasta hace no tanto muchos kirchneristas compartían la postura de Alberto, en el sentido de que creían que para lograr objetivos como desanudar las causas de CFK había que plantarle a la Justicia un hombre de la Justicia, la misma lógica con la que entendían que para sumar como aliado a Clarín había que poner a un hombre que se entendiera con Clarín. Y de nuevo vuelve la duda: si Alberto ya no es la “otra mejilla” del FDT que iba a arriar a la Justicia o a Clarín –por citar dos casos-, ¿quién es? O, mejor dicho: si Alberto es poco más que una extensión o una adaptación de las ideas del kirchnerismo, ¿para qué está? ¿por qué no poner en un futuro a uno que sea, ya sin medias tintas, un soldado del proyecto? Es, de nuevo, una pregunta que se hacen, cada vez con menos discreción, muchos funcionarios.
En el último bastión de la resistencia albertista aflora una tesis: más allá del cambio de nombres seguirá siendo el Presidente quien tenga la última palabra sobre la cartera. Es decir, Alberto habría recurrido a la vieja táctica de cambiar para que nada cambie, mientras –como hizo en el discurso del primero de mayo- se muestra más combativo con la Justicia y por lo tanto más conciliador con la mayoría del FDT. De ser cierto es de mínima una apuesta arriesgada –todo ese importante ministerio queda en manos de La Cámpora- pero quizás por estar tan cerca del sol los últimos albertistas quieran tapar esa lacerante duda con la mano: ¿quién es, al final del día, Alberto Fernández?
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