En algunos países afortunados, los partidos principales se asemejan tanto que los resultados electorales sólo importan a los protagonistas. Sus compatriotas saben que todo seguirá más o menos igual. En otros, las diferencias entre los contendientes son tan grandes que marcan un antes y un después, un punto de no retorno, como sucedió en 1933 cuando los alemanes dieron a los nazis el poder que necesitaban para formar un gobierno, y aquí en 1946, cuando el triunfo de Juan Domingo Perón inauguró un prolongado período de hegemonía justicialista que aún no ha terminado por completo.
Pues bien, a juicio de muchos, lo que haga el electorado argentino en agosto, octubre y, es de suponer, noviembre, resultará ser tan decisivo como fue lo que hicieron sus abuelos y bisabuelos 73 años atrás. Creen que ha llegado la hora de elegir entre democracia y autoritarismo, racionalidad y delirio voluntarista, decencia y corrupción rampante, que la Argentina sea un “país normal” o que degenere en una versión sureña de Venezuela.
Puede que quienes temen por el futuro del país más desconcertante del mundo occidental en el caso de que ganen los Fernández exageren al especular acerca de las consecuencias a su juicio terribles que tendría el regreso del kirchnerismo, pero no les faltan buenos motivos para preocuparse. El mero hecho de que sea perfectamente concebible que la mayoría vote a favor de una persona que se ha visto acusada, de manera casi cómicamente convincente, de apropiarse de más de mil millones de dólares de dinero público, es de por sí una advertencia de que la Argentina no ha dejado de ser un país muy pero muy raro en que cualquier cosa podría suceder.
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En efecto, es tan mala la reputación internacional que se granjeó Cristina cuando ocupaba la Casa Rosada que aun cuando un eventual presidente Alberto Fernández optara por aplicar una política económica más rigurosa que la propuesta por el halcón “neoliberal” José Luis Espert, la reacción inicial de los malditos mercados frente a lo que tomarían por un nueva manifestación de excentricidad argentina sería tan negativa que a los chavistas locales les sobrarían oportunidades para provocar desastres descomunales equiparables con los que han hecho del país hermano una inmensa villa miseria famélica.
En el exterior, muchos dan por descontado que los esfuerzos en tal sentido de los kirchneristas tendrían repercusiones nada agradables para el cada vez más precario sistema financiero internacional. El FMI y los gobernantes de los países más prósperos del mundo respaldan a Mauricio Macri no sólo por creerlo uno de los suyos sino también por entender que un nuevo colapso argentino pondría en apuros a virtualmente todos los demás emergentes.
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Hasta hace apenas un mes parecía posible la visión tétrica de quienes temían que la Argentina intentaría suicidarse para vengarse del un mundo irrespetuoso y, para más señas, reanudar el combate contra el capital hasta que no quedara un solo centavo en el país, pero para alivio de muchos, desde entonces el clima ha cambiado.
Luego de la incorporación al equipo gubernamental del peronista Miguel Ángel Pichetto que, entre otras cosas, sirvió para hacer prever que, de conseguir la reelección, un gobierno diversificado contaría con una base de sustentación mucho más amplia que la del primer cuatrienio, las acciones macristas empezaron a subir, mientras que las de la fórmula Fernández-Fernández se estancaban al fortalecerse el peso, amainar levemente la tormenta inflacionaria y producirse señales de que, por fin, la economía nacional está comenzando a recuperarse de las heridas ocasionadas por la caída estrepitosa del año pasado.
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Pero no se trata sólo de los efectos balsámicos en el estado de ánimo de sectores clave de la ciudadanía de una etapa de relativa tranquilidad cambiaria. También lo es de la incoherencia patente de la oferta kirchnerista. No es del todo claro lo que la dupla Alberto-Cristina representa aparte del deseo de castigar a Macri por no haber sabido garantizar la prosperidad y, lo que le parece peor todavía, por permitir que la Justicia persiga a los acusados de corrupción en escala industrial como si fueran hombres y mujeres comunes y corrientes.
Es en buena medida merced al rencor que tantos sienten que Cristina ha logrado conservar más apoyo personal que cualquier otro político del país. Sin embargo, entre los tentados a aprovechar las elecciones para repudiar un statu quo que aborrecen, hay algunos que quisieran saber más sobre lo que harían los kirchneristas para mejorarlo. Comprenden que, además de poner fin a una etapa, las elecciones marcarán el comienzo de otra. Mientras que lo que los macristas se han propuesto hacer si los votantes los reeligen no es ningún secreto, nadie sabe muy bien cómo sería una eventual gestión de Alberto Fernández.
Por supuesto que a Alberto, un político veterano que domina todos los trucos de su oficio, le encantaría concentrarse lo que haría para solucionar los problemas de la gente, pero desgraciadamente para él, sus interlocutores suelen mortificarlo pidiéndole que aclare más su relación con Cristina. No le ha sido dado romper con el pasado en que, antes de reconciliarse con la señora, la criticó con brutalidad llamativa en tantas ocasiones que los encargados de la campaña proselitista gubernamental podrían ahorrarse dinero al limitarse a difundir los muchos spots televisivos que han coleccionado en que se ensañaba con quien sería a un tiempo su compañera de fórmula y jefa espiritual.
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Hasta hace un par de décadas, los políticos confiaban en que el electorado, que propende a sufrir de amnesia crónica, olvidaría lo que decían cuando las circunstancias eran distintas, pero tales días ya se han ido. Flotan en el ciberespacio grabaciones de todo cuanto los personajes públicos han hecho y dicho en los años últimos. Es por lo tanto mucho más fácil de lo que era hurgar en los prontuarios de políticos rivales y encontrar materia más útil que los párrafos encontrados en las páginas de diarios viejos que se usaban para las campañas de prensa de otros tiempos.
Mal que le pese, el Alberto Fernández que los medios de diverso tipo mantienen vivo y opinando con su soltura habitual ha resultado ser un aliado sumamente valioso de Macri, uno que le aporta aún más que aquellos kirchneristas fogosos que se dedican a asustar prematuramente a la buena gente hablando bien de la delincuencia y de lo beneficioso que sería reemplazar a jueces y fiscales que a su parecer son demasiado burgueses por militantes K.
Asimismo, la mera presencia de integrantes de La Cámpora en muchas listas está motivando escozor en las intendencias de distritos largamente dominados por peronistas de mentalidad tradicional. Y la decisión de Cristina de dosificar sus apariciones públicas por entender que a Alberto le convendría más que jugara a las escondidas, está sembrando dudas entre sus partidarios menos comprometidos. No saben lo que se propone hacer. ¿En el caso de que triunfara el Frente de Todos, sería Cristina el poder tras el trono, con Alberto en el papel ingrato de un títere supino que reciba órdenes, o, libre hasta nuevo aviso de problemas judiciales, se conformaría con tocar la campana en el Senado? Nadie sabe las repuestas a tales interrogantes.
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También ayuda al gobierno el patoterismo sindical. Cada tiroteo entre bandas rivales le significa más votos. Igualmente provechosas desde el punto de vista oficialista son las huelgas salvajes politizadas. Por razones comprensibles, la mayoría está harta del matonismo de sujetos que están más interesados en defender sus propios intereses que en proteger a los obreros de los golpes asestados por la economía. Conscientes de que la decisión de los Moyano y otros sindicalistas de respaldar a Alberto y Cristina se debió a motivos difícilmente confesables, varios líderes de la CGT hubieran preferido asumir una postura neutral ante las elecciones; de más está decir que sus vacilaciones en tal sentido motivó sonrisas de satisfacción en las filas oficialistas.
Aunque hay encuestas para todos los gustos, los consideradas más serias coinciden en que la polarización propende a intensificarse, lo que es lógico ya que, con la excepción de los izquierdistas y, tal vez, Espert, el economista duro que cumple el rol profético que durante muchos años desempeñaba Álvaro Alsogaray, los candidatos que están perdiendo terreno sólo aspiran a aprovechar, sin aportar nada nuevo, la decepción que sienten muchos que apoyaron a Macri en 2015.
La situación sería distinta si, además de hablar pestes de “la grieta”, Roberto Lavagna y Juan Manuel Urtubey hubieran logrado presentar un programa de gobierno claramente superior al macrista, pero no han podido hacerlo, acaso porque, después de décadas de tomar en serio a los vendedores de recetas facilistas, una proporción creciente de los votantes ha llegado a la conclusión de que sería mejor procurar no salir nuevamente de la ruta por la que los países del mundo desarrollado alcanzaron la prosperidad que hoy en día disfrutan. La ortodoxia, por llamarlo así, no motiva entusiasmo, pero en otras latitudes ha resultado ser incomparablemente más eficaz que el aventurerismo populista de quienes sobreestiman el poder de las palabras.
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