Cuenta la leyenda en Hawai que el mar se enamoró de la tormenta y la sedujo arrastrándola a las profundidades. De ese romance, nacieron las olas. Tiempo después, Dios creó al hombre y, al ver que de vez en cuando se sentía vacío, ordenó a las olas que fueran en su búsqueda. Obedientes, cruzaron los mares en forma de ondas hasta llegar a la costa. El hombre se rindió ante tanta belleza y, en un gesto espontáneo, hombre y olas se fundieron en una danza sagrada, que se llamó “choree” (surf), la danza de alabanza a Dios entre el hombre, la tormenta y el océano. El relato de la mitología hawaiana se mantiene vivo en quienes se animan a enfrentarse a la marea.
El actor Marcelo Mazzarello teme sonar a libro de autoayuda al describir lo que para él es el surf. Piensa cada palabra y larga: “Yo diría que los que hacemos surf somos testigos de que hay un paraíso en la tierra, de que podemos habitarlo y ver los milagros dentro del mar: nunca hay dos olas iguales, descubrimos un animal en medio del océano, somos parte del cuadro de amaneceres y atardeceres, una cantidad de experiencias que te unen a algo más grande. Es la conexión directa con la felicidad”. Del mismo modo, Daniel Gil (71), pionero del surf en la Argentina y director de Kikiwai Surf Club de Mar del Plata, define: “Yo creo que los surfistas estamos bendecidos y que lo mejor que le puede pasar a una persona es aprender a surfear”.
Todo el año es carnaval
Cristian Giaccio (40) vivió veinticuatro veranos en continuado. Es guardavidas y cuando cierra la temporada estival en Chapadmalal, se va a trabajar cuatro meses a Alicante, España, donde, de día está en la playa y de noche es cocinero. Esa doble jornada en Europa, le permite ahorrar lo suficiente como para quedarse un mes buscando olas en Marruecos, Portugal o Francia. “El sueño es conocer distintos mares. El surfista tiene que meterse, no hay más secreto, es ganar horas adentro del mar y tener perseverancia porque es un deporte terriblemente frustrante. Yo estuve un año tratando de pararme y surfear. Conocí mi tenacidad. Y cuando cruzás esa línea, sentís un placer enorme”, dice.
En el diccionario de los “habitantes del paraíso”, “surf” es sinónimo de “search”: surfear implica viajar para explorar. Todos ansían ir al encuentro de la ola: los que viven en una ciudad sin playa se las rebuscan para pasar al menos un fin de semana en la costa con la mayor frecuencia posible, y los que nacieron cerca del mar aspiran a desembarcar en otras latitudes. Ariel “Lechu” Trajtenberg (23) estudia para actuario en la UBA y dejó su casa en Almagro con la tabla al hombro. Dedicará los primeros tres meses de 2017 a surfear: llegó a Huanchaco, Perú, el 1 de enero y tiene pasaje de regreso para el 1 de marzo. Para financiarse, atiende un bar frente al mar desde las 20 a la 1 de la mañana. Al día siguiente, madruga y va a la playa. “Hace dos años que arranqué a surfear en Máncora, Perú. No quería volver a Buenos Aires pero tuve que tomar el avión y hacer un cuatrimestre en la facultad. Me volví a ir pero esa vez con la intención de que el surf fuese mi estilo de vida y fueron ocho meses viajando por las mejores playas de Centroamérica: Costa Rica, Panamá, El Salvador”, describe. Trajtenberg volvió a cursar otro cuatrimestre y partió luego a México y Cuba. “Del mar se aprende algo nuevo cada día, es como estar bailando con la naturaleza. Arriba de la tabla, vi desde delfines hasta ballenas, es una conexión hermosa. Pero me falta un año para recibirme así que me puse el objetivo de terminar la carrera en 2017 y seguir viajando", afirma. Dice que para vivir como lo hace no necesita dinero sino “surfear” socialmente en el destino que elija para hacerse de un puesto de trabajo que le permita financiar la travesía. Antes del bar, estuvo en la recepción de un hostel. ¿Para qué quiere el título de actuario si el surf ya moldeó todos los ámbitos de su vida? “Sé que en algún momento voy a desear asentarme y lograr cierto confort y tengo que estar preparado. Planeo ejercer en algún lugar con playa y seguir aprendiendo del mar”, explica. Es que la pasión también produce mudanzas definitivas. “Muchos terminan instalando el kiosco o la oficina que tenían en la ciudad cerca de la playa, ¡se traen hasta a la suegra con tal de poder meterse todos los días al mar!”, bromea Gil. “Conozco gente que, como me pasó a mí, termina armándose una casita en la playa, se muda y adapta su trabajo y vida familiar a la tabla. Cambiás las prioridades y entonces todo se empieza a armar alrededor del surf”, reconoce Mazzarello que tiene su lugar en el mundo en Chapadmalal. “Viajar tiene que ver también con que la costa argentina no tiene las mejores condiciones de olas, es muy inestable”, opina Giaccio. Al mismo tiempo calendario, alguien que hace surf en Necochea, por ejemplo, no va a tener la misma posibilidad de práctica que uno que esté en Hawai. “Mar del Plata tiene buenas olas a veces pero ahora llevamos diez días sin olas y te querés matar. Además, el surfista siempre tiene el pensamiento de viajar, yo voy bastante a Chile, por ejemplo”, dice el marplatense Santiago “Aguja” Di Pace, bicampeón argentino y coach de la Selección Argentina de Surf. Recuerda que la primera tabla que le regalaron a los diez años, decía “Hawai” y que la meca del surf se le hizo un destino natural. Acaba de llegar por séptima vez de allí.
Ser Uno
En este deporte no se necesita armar equipo, encontrar un rival o alquilar una canchita. Es suficiente con tener la tabla, un traje e ir a una playa. Pero tanta libertad y autonomía tiene límites: los caprichos del mar que deja entrar o no, que ofrece olas o las retacea. El mar acuna, eleva, revuelca y pega.
La mayor inversión, al menos para los amateur, parece no ser tanto en dinero (ver recuadro) sino en tiempo dedicado. Lo que en la ecuación suele ser lo mismo: “Podría trabajar más, ganar más y acumular más. Prefiero ganar menos y disfrutar más porque lo que te va a quedar son los buenos momentos”, resume Mazzarello.
Desde Kikiwai Surf Club, Daniel Gil se dedica a enseñar surf y el arte de estabilizar “los cuatro cuerpos”: el físico, el mental, el emocional y el espiritual. Para explicarlo, utiliza una imagen contundente: las cuatro patas de una mesa tienen que tener la misma altura, si no no podrían sostener ni a un lápiz. “Esta es la ciencia de la paciencia, de la perseverancia y de la seguridad en uno mismo. Eso te transforma”, asegura. A su escuela llegan turistas que ocasionalmente van a probar y los que están decididos a convertirse en surfistas. “Es uno de los deportes más difíciles, este es un planeta líquido, inestable, con una superficie que cambia segundo a segundo y tenés que aprender todo de nuevo”, dice.
De profesión
Para Santiago Muñiz (24), el surf es todo, incluso su vida profesional. Es el primer argentino campeón del torneo International Surfing Association. Aunque es marplatense, cuando tenía tres meses, sus padres se radicaron en Bombinhas, Brasil. Su papá surfeaba y ansiaba que sus hijos se criaran en aguas más cálidas. Así fue. Tras ganar sus primeros campeonatos y con apenas 14 años, se lo disputaron Argentina y Brasil para que representara a sus banderas en el circuito mundial. Su hermano Alejo, tres años mayor, decidió hacerlo por el país en el que se crió y vive; él, optó por el lugar en el que nació. “Me ayudó mucho estar en Brasil porque puedo practicar surf los 365 días del año, tres veces al día. En cambio, en Mar del Plata, es más difícil lograr esa frecuencia y ritmo de entrenamiento”.
Di Pace señala una contradicción: mientras el deporte se hace cada vez más masivo y popular, los surfistas profesionales son cada vez menos. “En Argentina, las marcas ganan mucho dinero pero no invierten lo necesario para apoyar a los profesionales y ayudarlos a que recorran el circuito mundial. En Brasil, en cambio, los empiezan a apoyar desde chicos y a los 16, ya fueron cuatro veces a Hawai. Hacer surf en forma profesional es caro porque tenés que viajar para practicar y para competir. El ENARD apoya a algunos pocos pero no alcanza para que el deporte crezca a nivel competitivo”, sostiene. Por su parte, Muñiz reconoce que hay muy pocos compatriotas en el circuito mundial. Más allá de los resultados, para él, el surf sigue siendo la felicidad que sentía cuando su padre le enseñaba, él se caía de la tabla y ambos se reían como locos. “Nunca escuché que alguien se haya parado en la tabla y no le haya gustado. No tenés más que ver la expresión en el rostro de quienes están aprendiendo”. Su teoría es que el agua es una energía muy positiva, que siente el estado en el que entra a ella la persona. “Si no entrás feliz, el agua te limpia y salís en completo bienestar”, asegura.
La tabla se ve fría, rígida y resbaladiza. Sin embargo, es un secreto a voces: dentro de ella palpita un poderoso instrumento que convierte en fieles devotos a aquellos que las montan.
por Valeria García Testa
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