Hace ya varios años que entrevisté a Beatriz Sarlo para el Suplemento Cultura de Perfil. Nota extensa de la que recuerdo con gracia la resistencia de su parte a la entrevista: “no veo que tenga algo que decir”. No era falsa modestia, pero sí hastío, un cansancio intelectual que tal vez hoy también acosa a todos en este encierro interminable. Tironeos argumentales de aquí y allá, y como si se tratara de una tesis doctoral en juego, tuve el aprobado final y Beatriz accedió a darle al botón rojo del grabador digital. El resultado fue apenas una muestra de todo lo que hablamos, la transcripción completa excedía en cinco veces el espacio asignado a una nota de esas características. Quedó entonces mucho en el tintero, está a resguardo. Pero de ello recuerdo algo vívido, algo que fue una especie de predicción o vaticinio triste. Sarlo (o como la suelo llamar: Sarlox, especie de medicamento contra la chatura irreversible de no ejercer el pensamiento), señalaba que la lectura profunda, que tiene sus raíces en la lectura de las escrituras religiosas, es un ejercicio que desaparece en contra de la lectura literaria. Y que esta última entraña un goce en la ejecución de ese mecanismo que nos arrastra a un universo donde se juega el valor de los significados. En sí, Sarlox refiere al maravilloso acto de la lectura que, como la muerte, es un acto íntimo. Acto que se encuentra acorralado por la falta: de voluntad, de entusiasmo… De una falta absoluta de recursos intelectuales para su ejecución.
Leer hace al lector, el lector hace a las lecturas, y en el palimpsesto de la memoria se fijan los caminos de otras, un camino del sinfín. Este efecto multiplicador produce resultados diversos, a veces exponenciales, dando por fruto a un escritor, que también lee, que es leído en su ecosistema de lecturas, escribiendo sobre lo escrito y leído, una, otra, y otra vez. En esta lengua en movimiento perpetuo acaece la publicación de otros efectos, como es la falta de comprensión lectora más elemental. Pero en el día de ayer se produjo un fenómeno insólito, casi una paradoja diletante del enigma por el futuro del lector literario. En el blog de la librería Eterna Cadencia se publicó un “ensayo” (las comillas son una forma de resguardar el género), o especie de diatriba de dudoso tono intelectual, titulado: “Bienvenida a Saer”. Allí, una tal Marina Closs -oriunda de Misiones, y cuyo apellido resuena a pariente del ex gobernador de dicha provincia y actual senador por ella, Maurice Closs-, despotrica con firmeza contra la obra de Juan José Saer. Pero lo hace a partir de esto: “Después, vino el hecho concreto de que leí la primera página de 'Glosa' y me sentí completamente perturbada por el aburrimiento. Quiero defenderme: yo leo sin ningún problema cosas retorcidas, condensadas, cosas absolutamente serias, cosas planas, sin sucesos, cosas vagas. Cualquier tipo de cosas. Pero Saer. ¡Saer! Realmente me siento y me pregunto ¿qué es lo que tiene para desinteresarme tanto? ¿Cómo es que logra que yo no pueda leer al hilo ni siquiera dos páginas?”
Sí, leyeron bien, no hay problema de comprensión alguna. Leyó una página y su juicio de “escritora” (las comillas prefiguran un intento de salvaguardar el oficio), también de “lectora súbita y breve”, justifican su intenso aburrimiento. No sin antes (pueden releer la cita anterior con más detenimiento), defenderse porque ella lee sin ningún problema “cosas” (aquí las comillas quieren destacar el término: cosas). Si lee cosas ya estamos en problemas graves. Porque a manera de ejercicio podemos tratar de leer un ladrillo, pero en el ladrillo no vamos a encontrar más que la experiencia óptica de su presencia, no así una sucesión de palabras construyendo una variedad de oraciones, etcétera. Lo mismo con una heladera, o una madera. Pero lo más asombroso, por darle un tono de descubrimiento, es que esta “escritora”, también lee cosas retorcidas, serias, planas, incluso vagas. Una cosa a la que no le gusta hacer nada, qué impresionante, qué sensibilidad. ¡Y en ellas, en esas cosas, encuentra palabras que hilan oraciones y a su vez, se supone, allá a lo lejos, como consecuencia, también ideas! Vale decir, ha llegado el cosódromo a la literatura argentina.
Luego, esta “ágrafa” (las comillas son para resaltar que lo es y lo demuestra, veamos cómo), menciona que le molestan los “ripios” en la prosa de Saer. Y aclara: “Ripio en el sentido de que no aporta, solo ocupa un espacio rítmico: pero un exceso de espacio.” Cuando la definición de ripio refiere a la poesía y no a la prosa: palabra superflua o frase hecha que se usa con el objeto de completar un verso o de lograr la rima fácilmente y que degrada la calidad del poema. El ripio al que refiere, podemos inferir, es una piedra, una dificultad, en este caso, materializada en su incapacidad para percibir la musicalidad de una continuidad de palabras al ser leídas (tal vez necesite leer en voz alta, ¿será eso?). Puede el lector seguir sufriendo con sus quejas sobre el uso de comas, y otras expresiones olvidables, en el blog de Eterna Cadencia.
Como Saer no necesita defensor alguno, procedo a citar una extensa y maravillosa oración de “Glosa” (que, aclaremos de manera definitiva, no es una “cosa”, sino una de sus obras). La misma refiere a un suceso que se avecina, como gema de tiempo a la espera de nuestro descubrimiento: “Es, como ya sabemos, la mañana: aunque no tenga sentido decirlo, ya que es siempre la misma vez, una vez más el sol, como la tierra, al parecer, gira, ha dado la ilusión de ir subiendo, desde esa dirección a la que se le dice el Este, en la extensión azul que llamamos cielo, y, poco a poco, después del alba, de la aurora, ha llegado a estar lo suficientemente alto, en la mitad de su ascenso pongamos, como para que, por la intensidad de eso que llamamos luz, llamemos, al estado que resulta, la mañana –una mañana de primavera en la que, otra vez, aunque, como decíamos, es siempre la misma vez, la temperatura ha ido subiendo, las nubes se han ido disipando, y los árboles que, por alguna razón, habían perdido poco a poco sus hojas, se han puesto a reverdecer, a dar flores otra vez, aunque, como decíamos, es siempre la misma, ¿no?, como decía, la llamamos “una”, porque nos parece que ha habido muchas, a causa de los cambios que nos parece, a los que damos nombres, percibir–, una mañana de primavera, luminosa, que ha venido formándose desde tres o cuatro días atrás, a partir de las últimas lluvias de septiembre y octubre que han limpiado, en un cielo cada vez más tibio y transparente, los últimos rastros del invierno.”
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