Hace 25 años que pienso el tema de la violencia contra las mujeres como parte del último tramo de una reflexión más antigua sobre la estructura de género o patriarcado, que inicia con el trabajo de campo entre miembros de una religión afrobrasilera para mi tesis doctoral defendida en 1984 con un largo capítulo sobre el tema. La cuestión racial y el mundo de la afrodescendencia se han cruzado desde el primer día, por lo tanto, con mi abordaje del tema que nos ocupa. Sin embargo, las audiencias son en nuestro continente mucho más propensas al interés por la violencia contra las mujeres y mucho menos interesadas en el tema de la discriminación racial y del racismo. (...)
Es en mi libro “Las estructuras elementales de la violencia” donde propongo entender la violencia contra las mujeres como el resultado del cruce de dos ejes y de una economía simbólica que fluye a lo largo del cruce de los mismos. Esa economía simbólica vincula, por un lado, un eje que es la relación entre el agresor y la agredida, donde el agresor encarna el polo moral del circuito. Su moral es una condición muy arcaica en la imaginación colectiva que reedita una estructura mítica presente en todos los continentes: el mito adánico. ¿De qué habla el mito adánico, que tiene réplicas en el África, en Nueva Guinea, en el mundo Oceánico, en el mundo Amerindio? Habla de una indisciplina, una desobediencia, un desacato, un delito o pecado de la mujer fundadora, y de su disciplinamiento como momento inicial de la historia de un pueblo.
Se narra así la toma del poder por los hombres mediante el disciplinamiento de las mujeres, y la construcción, a partir de ahí, de las dos posiciones: la femenina y la masculina. Existe hoy un debate dentro de los feminismos decoloniales: una de sus posiciones afirma la inexistencia de un patriarcado en el período precolonial, o sea, antes de la conquista y la colonización. Sin embargo, la extraordinaria dispersión planetaria de este motivo mítico de origen habla del carácter arcaico y fundacional de la subordinación femenina a la ley del padre como paso inicial que conduce a la historia humana, en la versión de diversos pueblos. Esa estructura mítica del error femenino y su disciplinamiento se recrea, se replica, se reedita en cada violación. El violador es ese sujeto patriarcal que va a castigar y poner en su lugar a la mujer, y la violación es un acto que atrapa a la mujer en su cuerpo como signo de una posición inescapable, de un destino sometido.
Ese es el acto moralizador, disciplinante del violador hacia la mujer violada que, al ser reducida a su cuerpo, pierde la condición de persona en su plenitud ontológica –será una persona parcial, disminuida en su humanidad e incapaz de encarnar la posición de representante de la ley–. La violación no es el efecto de una cultura particular. La violación es la evidencia de la continuidad y exacerbación de un orden político arcaico: el patriarcado. Este mito en sus variantes viene a decirnos que es el orden político más arcaico de todos, el que funda la primera forma de opresión y expropiación de valor: la opresión y expropiación de la posición femenina por la masculina.
Durante un largo período de la humanidad hasta los tiempos coloniales, en el orden comunal, esas eran y continúan siendo dos posiciones, pero no dos cuerpos necesariamente: las posiciones emanadas de la división sexual del trabajo, de roles y de afectos, y de las dos historias entrelazadas como son la masculina y la femenina, no necesariamente enyesadas y determinadas por un tipo de cuerpo. Ese atrapamiento por el cuerpo es definitivamente conquistual-colonial. Se puede decir entonces que, como la raza, la conquista y la colonización le atribuyen una “naturaleza” y, más tarde, una biología a la posición dominada. No hay raza antes del momento histórico de la conquista porque la raza es la atribución de una naturaleza –más tarde una biología– diferenciada e inferior a la posición del derrotado.
Ocurre, por lo tanto, del atrapamiento de una anatomía, de un fenotipo, en la cualidad de signo de una posición en la historia. De la misma manera, en el proceso de conquista y colonización también la posición femenina es atrapada por el significante-cuerpo, para ser engañosamente percibida más como una naturaleza que como una posición en la historia. Estos dos procesos, el de “sexualización” de la posición de género y el de racialización, se revelan así estructuralmente análogos y contemporáneos. El proceso de la colonización entraña la imposición de los monoteísmos a los cosmos no monoteístas del mundo indígena y el camino hacia la colonial-modernidad, con su transición a la estructura binaria de anomalización, minorización y marginalización de las diferencias a partir de un centro que expulsa a sus otros a la condición de minorías residuales con relación al Sujeto Universal. Como he dicho, dual y binario representan dos estructuras dramáticamente diferentes.
La estructura binaria se desdobla en una gran variedad de binarismos en los cuales el segundo término pasa a ser una función –y también una invención– del primero: desarrollados/subdesarrollados, blanco/no-blanco, moderno/primitivo, civilizado/bárbaro, blanco/no-blanco, sujeto universal (el Hombre)/minorías. Mientras el mundo pre-colonial es dual, el mundo colonial/moderno es binario, y el binarismo es el mundo del Uno con sus Otros – la mujer muta así en el otro del hombre, el negro en el otro del blanco, la sexualidad homoerótica en el otro de la heterosexualidad, etc–. En este orden, solo un término es ontológicamente completo, y sus otros son defectivos. El hombre con minúscula, uno entre otros, parcialidad, del mundo comunal se transforma en el Hombre con mayúscula del humanismo moderno y pasa a encarnar, a englobar, a secuestrar todo discurso y acción que se pretendan políticos, pasa a iconizar, con su cuerpo, el universo entero de la politicidad. Estamos frente a la invención de las minorías. Frente a la invención de la minorización.
La racialización y la generización dejan de ser diferencias en un orden jerárquico para ser restos, márgenes del uno. La ley generará paliativos y remedios para esa residualización de todas aquellas anomalías del sujeto universal. Y ese es un efecto de la modernidad, del humanismo moderno. Decimos humanismo, pero en realidad posiblemente no existió etapa más inhumana en la historia de la humanidad. Es una etapa donde se produce un sujeto universal, pero que en realidad en la imaginación colectiva tiene un rostro, tiene un cuerpo.
Un hombre con minúscula se transforma en un Hombre con mayúscula, como sinónimo de humanidad, y aparecerán sus otros y todas las diferencias pasarán a ser anomalías de ese sujeto universal pleno. Entramos así en el período aciago, que marcha en una dirección aciaga, que es la colonial-modernidad. No podemos percibir con claridad su naturaleza aciaga porque nuestra visión está empañada por prejuicios negativos con relación a la vida comunal, así como prejuicios positivos con relación a la ciudadanía. Ambas son miradas prejuiciosas, informadas por falsas creencias. La ficción institucional, el mito ciudadano, se ha mostrado como una construcción inalcanzable para las mayorías en América Latina.
Este texto es un fragmento del artículo “Refundar el feminismo para refundar la política”, del libro "Escenas de un pensamiento incómodo" (Prometeo).
por Rita Segato
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