En las cifras oficiales presentadas hoy no deberían confundirse con una foto sino con una película que vio acelerar en los últimos meses la tasa de inflación que arrancó con un engañoso 1% al comienzo de la pandemia. No era ilógico: con buena parte de la actividad comercial paralizada, con una lista generosa de precios máximos, controlados y sugeridos y tarifas se servicios públicos congelados, se presentó como un éxito de la política económica heterodoxa el que pudieran coexistir una emisión monetaria necesaria para mitigar los efectos de las extensas cuarentenas (cierres, desempleo informal y ralentización de la actividad productiva) y una bajísima, para los estándares argentinos, tasa de inflación. Era la hora de resucitar eslóganes como vivir con lo nuestro, el Estado presente y las fallas del mercado que la oportuna intervención de un Gobierno al servicio de los ciudadanos podía y sabía ofrecer. Fue un espejismo.
El anticipo que la curva volvería a su tendencia habitual lo dio el mercado cambiario. Anticipando la tradicional conexión emisión monetaria-tipo de cambio real, el público se volcó a comprar dólares, entonces sólo permitido con un cupo de US$ 200 mensuales por CUIT. Casi 5 millones de personas físicas se lanzaron al asalto del “dólar ahorro” ni bien el almanaque autorizaba una nueva adquisición. Fue el momento de las restricciones discrecionales y arbitrarias para evitar que se erosionaran aún más las escasas reservas del Banco Central. Al final, sólo un impuesto extra del 35% y la clásica jugada de venta de bonos dolarizados logró domar al billete norteamericano que cerró el año, de todos modos, 110% más caro en el mercado “blue” que cuando arrancó.
El 36,1% de inflación minorista arrastra, entonces dos comparaciones diferentes y preocupantes. La primera es que el ritmo inflacionario siguiendo lo ocurrido en el último trimestre (3,7% promedio) y lo que se avizora para enero, la lleva al 60% anual, el doble que lo proyectado en el Presupuesto 2021 para que las cuentas cierren con un déficit fiscal inferior al 5% del PBI. Sin embargo, esta cifra es aún inferior a la devaluación del segmento informal. Es que además de los reacomodamientos de precios que muchos sectores piden al regulador de turno, el IPC todavía tiene mucho por recorrer para alcanzar al valor del dólar ponderando los tipos de cambio oficial (cada vez más restringido) y el “financiero”.
La otra preocupación es más simple de visualizar: según las cifras de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) de la ONU, Argentina es el segundo país en inflación luego de la inalcanzable Venezuela (1.800 %) y muy lejos del lote mayoritario que muestra valores entre 2% y 5% anual. Países vecinos, con desigualdades, alto índice de corrupción, gobernantes de todas las tendencias, en algunos casos, salidos de la caricatura de Costa Pobre, que supo inmortalizar Alberto Olmedo.
Incluso, los tres países dolarizados de la región (Panamá, Ecuador y El Salvador) terminaron el año con una leve deflación, que muestra sin duda la debilidad de la moneda norteamericana en casi todo el mundo. La excepción, siguen siendo los países que aún no pueden, no saben o no quieren controlar su inflación. Para el resto, quizás por haberla padecido o bien por haber aprendido la dura lección de las economías que cargaron con el flagelo inflacionario durante décadas, volvieron a un aspecto de la normalidad que la región había olvidado.
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