Si hay un indicador que persistió en el tiempo como un fijo en el tablero de control de la economía argentina es el que mide la pobreza. Especialmente desde que, a raíz de la explosión de la convertibilidad elevó los niveles de desempleo y caída de la actividad, la UCA dio inicio al Observatorio de la Deuda Social Argentina (ODSA) que desde entonces va monitoreando los índices de pobreza e indigencia. Esta semana presentó su medición del segundo cuatrimestre (julio-octubre) que arrojó un pico de 44,2%, el nivel más alto en una década y solo superado por los del fatídico 2002.
Sin embargo, pese a su magnitud, no sorprendió a quienes siguen de cerca estas mediciones. Por un lado, era previsible que los malos números de fin de 2019 fueran agravándose durante el año pandémico. Que la cifra haya sido más alta que la que el INDEC dio a conocer hace unas semanas (40,4% para el primer semestre del año) no es extraño: primero porque no coinciden justo los períodos de medición en un año con mucha disparidad en cada mes: se calcula que lo peor ocurrió en el segundo trimestre, a partir del cual empezó una paulatina recuperación. Pero, sobre todo, por una diferencia en la metodología que utilizan: mientras que el organismo oficial mide la pobreza por ingresos, la del ODSA lo hace con otros indicadores adicionales, por lo que siempre estará por encima de aquel valor.
La otra consideración es que, aun contando con una reactivación firme de la economía, las cifras no variarán tan pronto como sería deseable. Y acá la explicación corre por cuenta de las variables que más indicen en la conformación del nivel de bienestar. Queda claro que la principal es la calidad del empleo. Tanto que, considerando la calidad de la persona que ocupa el rol de jefe de familia, el 80% de los desempleados son pobres, pero 49% si tiene empleo precario y casi la mitad, 26% si tienen trabajo completo. Mirando cómo evolucionó la pobreza en la medición del ODSA se nota un claro deterioro desde 2017, cuando en plena primavera electoral, bajó a 28,2%. O sea, su deterioro en 50% en 36 meses se explicaría por la caída del empleo total, el aumento del desempleo y, sobre todo, por la creación negativa de puestos de trabajo: cada semestre se fue reduciendo y el balance dio neutro alguna vez, se debió a la precarización del trabajo o al aumento de las plantillas estatales.
La descapitalización global de la economía argentina, al menos durante la última década, es lo que más gravita a la hora de aumentar la productividad del trabajo y por lo tanto mejorar los salarios en forma sostenible, ejercer un tirón de la demanda laboral para que se baje la precarización y aumente el empleo formal y empiece a funcionar el círculo virtuoso de la producción y el consumo. Alentar la inversión productiva debería ser, con la rica historia estadística que ya hay sobre la materia, el camino más “sostenible” para ir bajando la pobreza en forma permanente. Llegar a la “pobreza cero” como decía el expresidente Macri en sus promesas de campaña de 2015 en su peor blooper electoral, no sólo sería utópico, sino que requeriría de un colchón de capital, financiamiento y armonización de las instituciones que pusieran este anhelo como política de Estado. Sin embargo, si es posible bajar drásticamente la cantidad de gente bajo la línea de indigencia mediante herramientas focalizadas que atiendan la emergencia. No se explica de otra manera que, pese al cierre mandatorio de actividades por las cuarentenas y que afectó sobre todo al sector informal, no haya aumentado de la misma manera la indigencia: subió “sólo” de 8,9% a 10,1% de 2019 a 2020. Un gran logro que debería marcar una luz de alerta en el tablero de control del Palacio de Hacienda: mientras no haya crecimiento económico genuino, no será sostenible seguir atendiendo a una pobreza e indigencia creciente en forma permanente. El consenso de priorizar la lucha contra la pobreza, implicaría inevitablemente, además del trabajo de contención, poner el mismo énfasis en la promoción de inversiones.
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