Lo que en otras latitudes un ministro de Economía analiza como un resultado amarrete de su gestión, en la Argentina es visto como un logro sin precedentes. La tasa de inflación de los últimos 70 años sólo estuvo un 15% de los períodos en un dígito anual, que incluyó 9 años de la vigencia de la convertibilidad, que terminó resultando insostenible con la política fiscal y dos años posteriores a la gran debacle de la salida del corsé del uno a uno, antes que la intervención en el INDEC rompiera el termómetro y las estadísticas se tiñeran de desconfianza.
Acostumbrados a convivir con la inflación como parte de nuestro paisaje, es más notorio el desacople de la economía argentina con el resto de la región. Por décadas, América Latina fue sinónimo de inestabilidad institucional, pobreza e inflación. Pero Argentina pudo reconstruir su sistema democrático esperando que las otras dos asignaturas pendientes, entre tantas otras, se dieran por añadidura. Y no fue así: la pobreza estructural que presenta serias dificultades a la hora de perforar un piso cada vez más alto y una constante volatilidad en los precios que fue generando en toda la sociedad diversos mecanismos de cobertura a veces convertidos en rigideces que impiden ajustes automáticos en procesos de estabilización. El economista Juan J. Llach denomina al conjunto de actitudes y comportamientos que resisten las políticas de estabilización como militancia inflacionaria. En esto se basa la convicción de que para que un plan antiinflacionario tenga éxito debe atacar varios frentes simultáneamente, no agotarse en el tablero de control monetario o fiscal y debe recostarse en el más amplio consenso político y social posible. Si algún ingrediente fuera un eslabón débil de esta cadena, cualquier éxito en este campo será efímero o insostenible.
Radiografía. La inflación de octubre había arrojado 3,8%, que anualizado arrojaría 56%, casi la misma inflación que el fatídico 2019 (54%). Una derrota con sabor a empate en el marco de una pandemia, caída de la actividad y presión sobre el dólar. Pero basta acercar el foco sobre lo que ocurrió este año para advertir que hay otros problemas que los promedios, una vez más, ocultan. El aumento interanual de octubre 2020 con respecto al mismo mes de 2019 arrojó 37%, por lo que se puede deducir que la inflación, de mantenerse esta tendencia, está acelerando. Basta comparar con el rarísimo segundo trimestre en el que el IPC subió 1,7% promedio cada mes.
Lo primero que se puede observar en estos valores es la gran dispersión entre los distintos rubros en el último mes medido al cierre de esta edición, pero también del resto del año. Mientras los bienes del “IPC núcleo” se movían como el promedio (+3,5%), los servicios sólo subían 1,5% y los bienes “estacionales” 9%. La causa de esta amplia diversidad está en el peso que la provisión de los servicios públicos tiene en el cálculo final. No es una casualidad ni el fruto de un mismo mes. Desde principios de año hubo ciertas “anclas” que pusieron un techo a los precios de ciertos rubros y por eso su comportamiento quedó muy por debajo del promedio. Desde el congelamiento liso y llano, como los servicios públicos, hasta la aparición de los listados de precios sugeridos o controlados sin más. Por ejemplo, desde enero el IPC fue de 27% pero en el mismo lapso de tiempo las prendas de vestir subieron 49% y los alimentos, 33%. La contracara para ese plazo fue la de los gastos de vivienda (11%) y de comunicaciones (8%).
Control. Estas diferencias podrían indicar el éxito de ciertos controles o también el efecto no deseado al canalizarse una mayor demanda sobre aquellos bienes que están liberados. Por ejemplo, los precios de frutas y verduras, típica provisión atomizada y que canaliza su producción por mercados con menor grado de formalización, están al tope de los aumentos.
Un caso particular y que grafica las dificultades de mantener en el tiempo las distorsiones de precios relativos, es el de bienes intermedios vinculados con la importación. Al crecer la demanda por anticiparse a una eventual devaluación y no haber un fluido abastecimiento de insumos importados, se puede romper el abastecimiento o, aún peor, desaparece el precio como un elemento ordenador. “No hay precios todavía”, decía esta semana un constructor de instalaciones metálicas industriales, pateando los pedidos o perdiéndose algunos. En la medida que estos comportamientos se generalicen en algunos mercados creando cuellos de botella, presionarán también sobre el precio de estos insumos o del bien final.
Los efectos de las prolongadas cuarentenas obligaron al Gobierno a acudir al auxilio de los que se cayeron del sistema y la única arma fue la emisión monetaria. Camilo Tiscornia, socio del Estudio C&T, explica que no puede eludirse el impacto monetario de la cuestión. En los últimos 12 meses, la base monetaria creció 38% pero el indicador M2 (dinero en efectivo más depósitos bancarios a la vista y activos financieros de gran liquidez) subió 95%. Si la tasa inflación tiende a converger en el largo plazo con la creación de dinero, a los precios le queda un largo trecho por recorrer. La correlación funcionó hasta 2018, justo cuando la crisis cambiaria hizo disparar al dólar y se acudió a controles engrosando la bola de nieve de las letras (Lebac, Leliq) que, en definitiva, hipotecan las reservas futuras. Y este es el gran temor de la política económica, más todavía que el “faltante” de dólares: sobran pesos.
Futuro. Tiscornia no ve argumentos para que la inflación baje en el corto plazo, además, porque hay reacomodamientos de precios controlados durante la pandemia que empiezan a actualizarse. En diciembre será el turno de la prepagas, los cigarrillos, y los combustibles que están cerrando la brecha de su retraso desde agosto del año pasado. También se suman las expectativas por el descongelamiento de tarifas de otros servicios públicos o una mayor presión impositiva que va encarecer algunos precios. La gran dispersión de precios relativos también pondrá presión sobre el piso de inflación proyectado para el año próximo y pone especial énfasis en la brecha cambiaria: mientras se mantenga o se amplíe habrá una demanda excedente sobre los bienes dolarizados en prevención a una súbita devaluación y también una caída en la demanda de dinero que retroalimenta el diferencial entre los tipos de cambio.
Fernando Marengo, del Estudio Arriazu Macroanalistas, cree que la inflación hasta enero estará cercana al 4% mensual y que para 2021 rondará un 45%. “Pero esto, en un escenario que el Gobierno logra estabilizar los aspectos financieros, realizar algún ajuste fiscal y, sobre todo, que haya una recomposición de la demanda de pesos”, explica. Porque dicha proyección es una meta a alcanzar la inflación necesaria para poder financiar un déficit proyectado en 3,5% del PBI para 2021. Si el Gobierno no logra conseguir ese déficit el escenario será diferente con mayor inflación.
En síntesis, muchas de los desafíos que le esperan a la economía argentina cruzan por lograr hacer, al menos, un control de daños sobre el flagelo con el que convive desde hace casi medio siglo: la inflación. A un año del cambio de asunción de la administración de Alberto Fernández, las expectativas pasaron de lograr un acuerdo beneficioso con los acreedores a poder replicarlo con los organismos internacionales, encabezados por el FMI para este verano. Es probable que también en esta asignatura se consiga una victoria de corto plazo: no pagar nada por los próximos dos años al menos. Pero no será suficiente para evacuar los demás términos de una ecuación que nunca termina de resolverse.
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