Friday 26 de April, 2024

EN LA MIRA DE NOTICIAS | 30-07-2022 00:32

¿Dónde hay un mango, viejo Joe?

El nuevo pedido de ayuda de la argentina a EEUU habla de la debilidad de los Fernández. Qué piensa el mundo de nosotros.

A Cristina, Máximo y sus seguidores les encanta hablar pestes del imperio norteamericano pero, como tantos otros, no vacilan en suplicarle ayuda, es decir, dinero, cuando los recursos financieros que necesitan para subsidiar a su clientela electoral están por agotarse. Acostumbrados como están a vivir en un mundo que gira en torno a Estados Unidos y a participar de cierta manera en sus conflictos internos, además de importar iniciativas de origen norteamericano como las del “matrimonio igualitario” y el “lenguaje inclusivo” que les parecen progresistas, dan a entender que en su opinión le corresponde a la superpotencia opulenta sostener a los países que se encuentran en su esfera de influencia.

Aunque, a diferencia de Donald Trump, el presidente Joe Biden y los funcionarios de su administración coinciden en que el poder y riqueza que Estados Unidos ha sabido acumular sí entrañan grandes responsabilidades, también creen que todos aquellos países que de un modo u otro dependen de ellos, incluyendo a los indigentes como Haití y los caóticos estados centroamericanos que semana tras semana envían “caravanas” con miles de migrantes a través de México hacía la frontera de Estados Unidos, deben valerse por sí mismos. Se trata de una versión a escala internacional del tradicional credo norteamericano, de raíces protestantes, según el cual es deber de cada uno depender de sus propios esfuerzos individuales. Por instinto, son partidarios de la autoayuda.

He aquí un motivo por el que es tan difícil para los norteamericanos entender lo que está ocurriendo en la Argentina. Aunque sus políticos son tan propensos como cualquier otro a sentirse atraídos por planteos extravagantes, hasta ahora ningún grupo significante ha probado suerte con algo parecido al kirchnerismo. También influye lo difícil que les es comprender cómo un país con tantos privilegios naturales como la Argentina, con una población de cultura netamente europea y que, para colmo, hace menos de un siglo estaba entre los más ricos del planeta, se las ha arreglado para empobrecerse sin la intervención de ninguna fuerza externa. Puede que la sensación de invulnerabilidad que fue brindada por el aislamiento geográfico que lo mantenía alejado de potencias totalitarias rapaces esté en la raíz de la decadencia que hace más de un siglo comenzaba a motivar preocupación, pero durante mucho tiempo Estados Unidos estuvo en una situación muy similar sin por eso entregarse a la autocompasión rencorosa que ha sido tan típica de los movimientos populistas argentinos.

Sea como fuere, es comprensible que, frente a un país cuyos problemas se deben exclusivamente a la insensatez de buena parte de su clase política, sea ambigua la actitud de los norteamericanos que se consideran solidarios. Quieren ayudar, eso sí, pero no saben cómo. Puesto que son conscientes de que no les convendría del todo presionar demasiado al gobierno de los Fernández para que tome las medidas políticamente costosas que a juicio de casi todos serían necesarias para impedir que la economía termine desintegrándose por completo, una catástrofe que, además de tener consecuencias trágicas para millones de familias, podría dar lugar a problemas geopolíticos mayúsculos, esperan que los encargados del país aprendan de sus errores y reaccionen a tiempo para que no suceda el desastre que parece inminente, pero no pueden sino comprender que es muy poco probable que lo hagan.

Mal que les pese a Silvina Batakis, Alberto Fernández y otros peregrinos que viajan a Washington en busca de fondos frescos y palabras de apoyo, sus interlocutores norteamericanos comparten con sus equivalentes del resto del mundo la convicción de que, cuando de la Argentina se trata, la generosidad suele ser contraproducente. Tienen razón; a través de los años, la clase dirigente nacional se ha mostrado más que capaz de absorber cantidades enormes de plata sin usarlas para impulsar mejoras sociales y económicas perceptibles. Al obrar así, ha convertido el país en una suerte de hoyo negro en el firmamento financiero internacional que se apropia de todo cuanto se ponga a su alcance. Puede suponerse, pues, que aun cuando el gobierno actual consiguiera del Fondo Monetario Internacional o del Tesoro norteamericano un préstamo sin interés de un trillón de dólares, lo despilfarraría en tiempo récord sin hacer esfuerzo alguno por llevar a cabo las “reformas estructurales” que a juicio de casi todos los interesados en el destino del país servirían para que, por fin, contara con una economía viable. Antes bien, repartiría la plata entre sus simpatizantes que, claro está, no tardarían en invertirla en lugares como Miami y Las Vegas.

Es por tal motivo que el convenio llamativamente laxo con el FMI que, para indignación de Máximo y sus seguidores, Martín Guzmán tuvo la temeridad de firmar ha sido criticado con dureza por los persuadidos de que Argentina merece ser expulsada de la comunidad financiera mundial. Desde el punto de visa de tales halcones, sería peor que inútil tratar de demorar el choque con la realidad que ven aproximándose y, puesto que los kirchneristas no prestan atención ni a los números ni a quienes procuran darles consejos, sería mejor dejarlos solos. En cuanto al hipotético riesgo estratégico que supondría permitir que China ocupe el lugar abandonado por Estados Unidos, Europa y el Japón, les parece poco importante ya que, cuando del manejo de la economía se trata, los chinos propenden a ser mucho más severos que los occidentales. Pueden señalar que saben muy bien lo que es la pobreza extrema y que, a diferencia de los argentinos, han logrado reducirla en un lapso muy breve aplicando políticas que aquí se denunciarían por “neoliberales”.

Todo hace pensar que, si bien no lo dicen en público, tanto los norteamericanos contactados por miembros del gobierno kirchnerista como la gente del FMI se han resignado a que la larga crisis argentina siga hasta que el grueso de los habitantes del país haya repudiado todo cuanto sabe al populismo facilista que lo ha llevado al borde de la ruina. A juzgar por lo que dicen las encuestas, algo así está ocurriendo en el país, pero no hay garantía alguna que el nuevo fracaso colectivo que muchos creen inminente produzca cambios positivos. Por el contrario, es posible que la mayoría reaccione ante un colapso sistémico que depaupere a otro segmento de la clase media reclamando más populismo cortoplacista, no menos, porque en tal caso la prioridad para muchos sería sobrevivir algunas semanas más. De más está decir que los kirchneristas más fanatizados y algunos líderes piqueteros apuestan a que sea así y están preparándose para una etapa anárquica en que les sea dado aprovechar su capacidad para movilizar a turbas de desesperados resueltos a saquear los comercios.

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James Neilson

James Neilson

Former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986).

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