Esta semana, la carcaza institucional que sostiene las tripas de la democracia argentina volvió a crujir. Y con un ruido feo.
Aunque la emergencia que preocupa a toda la población es la escalada imparable del Coronavirus, en el Congreso de la Nación, el oficialismo fuerza consensos para apurar una parte de la gran reforma judicial que exige la vicepresidenta desde antes de asumir su cargo. Las nuevas reglas que impulsa el kirchnerismo para sacar o poner al jefe de los fiscales indican en qué medida el plan más claro que tiene la coalición de Gobierno tiene que ver con ganar la pulseada judicial de Cristina Kirchner. Más que el modelo económico y que la estrategia para sobrevivir a la pandemia, el llamado Lawfare se recorta como el eje de la gestión del Frente de Todos.
Como era de esperar, la oposición criticó duramente este desajuste de prioridades del oficialismo. Mauricio Macri denunció la renovada ola K de presión judicial con argumentos similares a los que usan los denominados “presos políticos” kirchneristas, asegurando que las causas en su contra son una mentira. Dice Macri: “Los que practican el Lawfare son ellos persiguiéndome a mí y a mi familia”. Atrincherado en Córdoba -donde amaga mudarse, como exiliado interno del populismo nacional-, el ex presidente se mostró sorprendido y en desacuerdo con la llamativa decisión de Fabián “Pepín” Rodríguez Simón, quien pidió asilo político en Uruguay. También tomó distancia de la “escapada” del operador judicial macrista, el auditor general de la Nación y ex candidato a vicepresidente de Juntos por el Cambio, Miguel Pichetto. El dato de que la fórmula presidencial completa de la boleta PRO en 2019 censuró la opción de “Pepín”, que tuvo la insólita ocurrencia de esquivar el asedio judicial con su intento de convertirse en refugiado, marca el grado de desborde de la situación institucional del país.
De un relato K pícaro e irresponsable basado en la teoría del Lawfare, pasamos al uso del mismo concepto de Lawfare, pero del otro lado de la grieta, en una convergencia que asusta.
Una cosa es que una facción política (encabezada por Cristina Kirchner) se agarre de un concepto muy de moda en la teoría política regional. Otra cosa es que ese concepto -el tristemente célebre Lawfare- domine la plataforma de campaña electoral de esa facción de vivos. La cosa se agrava cuando el Lawfare es la bandera más visible del plan de un gobierno recién asumido, mientras algunos de sus militantes menos humildes y más procesados se autoproclaman “presos políticos”. Pero las alarmas se activan cuando incluso la oposición que criticaba esa martingala argumentativa ahora también se sube al carro del Lawfare como estrategia de defensa judicial en sus propias causas.
Es cierto que la Argentina, infectada y pauperizada al máximo, necesita algunos consensos de manera urgente, pero justo en la desautorización y la desobediencia de la Justicia, como uno de los poderes legítimos de la República, tanta convergencia abre una caja de Pandora social e institucional de consecuencias incalculables.
Más allá de las razones procesales que puedan tener algunos de los denunciantes de Lawfare, la cultura naturalizada del desacato judicial por parte de la clase política pone en crisis la existencia misma del Poder Judicial como uno de los tres pilares del artefacto institucional que al menos por ahora nos ordena como sociedad.
Podríamos echarle la culpa a la prédica y las acciones de la vicepresidenta, y quedarnos con la conciencia tranquila, mientras los cimientos del sistema se resquebrajan. Pero la referencia que alguna vez hizo Cristina a la decrepitud histórica del esquema de la división de poderes de Montesquieu no es chiste.
No solo en la Argentina se habla de Lawfare y del “gobierno de los jueces”, como un forúnculo insoportable que frena la democratización verdadera del sistema democrático. Constitucionalistas influyentes como el académico anglosajón Jeremy Waldron señalan la incoherencia de que un puñado de jueces -no elegidos por el pueblo- le pongan límites al accionar de parlamentos y gobiernos resultantes del voto popular. ¿Les suena familiar esta argumentación? El debate es largo, tan global como urgente. Pero a cada país le toca darlo con honestidad y sensatez.
Comentarios