Así como existe un semáforo epidemiológico de tres fases, y así como las vacunas pasan por tres fases antes de su aprobación definitiva, también la coalición de Gobierno tiene que superar tres fases para alcanzar su destino histórico final.
La primera fue la fase electoral, que Cristina Fernández implementó con genialidad y audacia temeraria. Cumplida la misión de ganar la elección presidencial, el raro experimento institucional ideado por la vicepresidenta tuvo que enfrentarse con obstáculos previsibles y otros inimaginables, como lo es el desafío pandémico. Entre los escollos que obviamente estaban destinados a complicar la performance del frente oficialista se destaca la difícil coordinación de la maquinaria de gobierno, en base a un retorcido esquema de liderazgos simbólicos y de los otros, los del poder puro y duro.
Unir al peronismo multicolor resultó mucho más simple en la víspera electoral que en la posterior gestión del mandato obtenido de las urnas. Mucho más, cuando a la cabeza de esa coalición estaba una figura que tenía por delante -y necesitaba imponérsela al resto de sus socios- una agenda de conflicto de poderes, con la aspereza que implica un choque entre la Corte Suprema y la Casa Rosada. Pero Cristina, que es y se asume una Kirchner, está curtida en el choque de trenes, como cuando se bancó la llamada “guerra del campo” o cuando aguantó que un presidente del Banco Central se le atrincherara en el palacio de las finanzas nacionales.
La segunda fase del Proyecto CFK consistió, entonces, en clarificar la opaca distribución del poder real que el peronismo kirchnerizado le ofreció a la opinión pública. A golpe de tuits y gestos de honestidad brutal, Cristina fue ordenando los hilos enredados del Gabinete, dejando cada vez menos dudas de quién manda en la coalición de Gobierno, que de tanto jugar al teléfono descompuesto se estaba volviendo más bien una “colisión” de gobiernos.
La bochornosa renuncia de la ministra Marcela Losardo por no garantizarle el operativo judicial a la vicepresidenta fue el antecedente de esta otra crisis embarazosa de Gabinete, que de un plumazo kirchnerista convirtió a Martín Guzmán de joven maravilla de la heterodoxia antiliberal a colaboracionista abducido por el lobby de las finanzas imperialistas. Así de cruel y absurdo puede volverse el relato K.
La firmeza de pulso de la vicepresidenta contrasta ya lastimosamente con la flojera gelatinosa del Presidente, quien sigue tropezando en la cornisa de la mera nominalidad de su cargo, poniendo en riesgo, incluso, hasta su propia investidura. Cristina parece estar domando los corcoveos de esta segunda fase de su experimento, la etapa puramente política, de rosca, alta conducción, subordinación (de los otros) y valor. El “affaire Guzmán” la puso a prueba y ella respondió con el cóctel de sangre fría y sangre caliente que la caracteriza, no con la mezcla tibia que corre por las venas de Alberto Fernández, sino con la hemodinamia efervescente de una criatura tan atípica como inasible.
Pero con la resolución letal de los problemas de la fase 2, Cristina ya se topó con la fase 3 que, como diría Borges, vuelve a enfrentarla con su destino sudamericano.
“Es la economía, estúpido”, le avisaron una vez al candidato Bill Clinton. Cristina no necesita ningún gurú que le advierta sobre los efectos electorales de la inflación y el estancamiento “come-salarios”: muy por el contrario, ella hace de gurú del Presidente y del ministro de la Deuda, a través de su lenguaraz en Economía Política, el fiel Axel Kicillof.
Ella sabe bien -por experiencia- cómo acaban los ciclos del modelo K, cuando pasan de la abundancia a la escasez: terminan con un hastío generalizado que se traduce en derrota del candidato presidencial cristinista de turno. Para eso puso la cara Scioli, y en 2023 le podría tocar a Alberto o a algún eventual reemplazo. También sabe Cristina que los que vienen después de cada agotamiento del modelo monetario peronista clásico -al que podríamos llamar “imprime tu propia aventura”-, tampoco logran zafar del llamado ciclo de la ilusión y el desencanto.
En ese empate pendular de modelos fracasados, aunque reincidentes, se ha empantanado la Argentina. De esa certeza acuciante está hecha la interna impúdica entre el albertismo pro Guzmán y el cristinismo pro Basualdo: en verdad, no se trata de dos políticas económicas en pugna en el Frente de Todos, sino de dos maneras de frustrarse porque no hay plan que funcione. Y, para alarma de Cristina, esta vez la fase 3 llegó antes de tiempo.
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