Ahora que los argentinos solo podemos debatir la cosa pública usando metáforas deportivas, ensayemos una más. Ni fútbol, ni rugby: el boxeo es la mejor comparación disponible para imaginar el tortuoso camino institucional que le toca atravesar a la política local hasta llegar a la campanada final (aunque nunca lo es) de las presidenciales de 2023. En esa línea de pensamiento boxístico, la figura que ayuda a entender la realidad estratégica de Horacio Rodríguez Larreta es el inolvidable Nicolino Locche.
Mago de las fintas y el esquive, a Nicolino lo llamaban “el Intocable”. Aunque era campeón en el deporte de los puños, él peleaba con la cintura. Era muy difícil agarrarlo, incluso -o especialmente- cuando estaba arrinconado contra las cuerdas, posición de apoyo en la que él mismo se acomodaba para enloquecer más y mejor al rival. En lugar del golpe por golpe brutal, Locche prefería la pasividad de recibir la ráfaga del rival, tratando de que la mayoría de esos golpes enemigos se disolvieran en el aire: en el boxeo, se dice que las piñas erradas son las que más cansan. Y cuando el contrincante perdía la energía y el foco de tanto lanzar trompadas en vano, Nicolino salía de su paciencia receptiva y propinaba un escarmiento relámpago, que muchas veces terminaba lacerando la carne enemiga con más saña que la de un pegador al por mayor.
Lo suyo era zen y quirúrgico. Es cierto que, tanto a la platea como a la popular, les costó un tiempo comprender la eficacia de ese estilo parádojico, que tenía algo de circo y algo de filosofía tiempista. Para algunos críticos, Nicolino era el antiboxeo, un heterodoxo que los irritaba tanto como Astor Piazzolla enfurecía a los tangueros puristas. ¿Podía Nicolino, si hubiera querido, pelear más de frente, a puñetazo limpio, y que gane el más fuerte? Nunca quedó claro: algún conocido de su entorno, opinó que Locche inventó esa manera de pelear sin pelear, simplemente porque era vago. Acaso lo suyo fue hacer de necesidad, virtud. Y mal no le fue.
No sabemos si la varita que le dio magia a Nicolino llegó a tocar la otra pelada, la del jefe de gobierno porteño, para darle la destreza de escaparle a los zarpazos del kirchnerismo. Ahora que se terminó aquella amistosa escena de tregua pandémica que le montó Alberto Fernández a Larreta en las conferencias sobre el Covid19, lo que parecía una simple antipatía de la familia K hacia el heredero del posmacrismo, se está blanqueando como una guerra de exterminio -o al menos rendición incondicional- cuyo gladiador principal es el heredero de Néstor y Cristina. Ansioso por mostrarse de una vez por todas como un púgil con pasta de noqueador, Máximo Kirchner ya se largó a tirar guantazos a repetición contra el aspirante opositor a la corona presidencial 2023.
La maniobra de Máximo no es nada original para el manual K de gobernar, por lo cual, si de algo carece es de sorpresa. Sí tiene a favor el hecho de que es muy difícil gobernar tantos años cualquier provincia con la enemistad manifiesta del Gobierno nacional en contra. Para peor, a Larreta le suelen llegar escupitajos desde su propio rincón, lo cual puede sacar de quicio a cualquier boxeador, por más cerebral que sea. Es cierto, a favor de las chances del alcalde porteño, que tanto Mauricio Macri como Cristina Fernández crecieron en la oposición gracias al bombardeo escandaloso de golpes lanzados desde la Casa Rosada. Siempre se trata de pensar, en estos casos, al revés del sentido común: aquel que te cachetea tan seguido, aunque sea tu enemigo formal, conviene considerarlo tu principal aliado estratégico. Y viceversa: Máximo se apoya en su “odio” a Larreta para sumar puntos en La Cámpora, frente al peronismo y ante su mamá. Sobre el cuadrilátero, esos dos que sudan y sangran juntos no solo combaten: también bailan un tango feroz, buscando la fama y, si aguantan el miedo mutuo, incluso la gloria.
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