Mayo, doscientos cinco años atrás. El Imperio Español está en ruinas y sus colonias libradas a su suerte. En el Río de la Plata, cientos de personas inundan las inmediaciones del Cabildo. Afuera, French, Beruti y sus Infernales reparten escarapelas blancas y celestes y, en su condición de jefes de seguridad del operativo, discriminan a los empujones entre quienes tienen permitida la entrada y los que no. Adentro es un griterío: se debate a voz alzada el futuro del Virreinato. Entre idas y venidas, la resolución se demora y el pueblo empieza a inquietarse. Quieren saber, dicen que dice. Finalmente, se escucha el triunfo: los cabildantes anuncian la creación de la Primera Junta y el inicio del período revolucionario que daría nacimiento a nuestra gloriosa Nación.
Así entiende a la Revolución de Mayo la llamada historia oficial, esa que empezaría a repetirse en las aulas y en los actos patrios desde que Bartolomé Mitre esbozara un relato articulado del pasado local y convirtiera su difusión en una política de Estado. A pesar del paso del tiempo y de los ríos de tinta que corrieron, parecería que la explicación del fundador del diario La Nación es todavía aceptada por la mayoría de los argentinos. De esta manera, la intención verdadera de los patriotas sería construir una nueva Nación, Mayo daría comienzo a la Argentina moderna, la declaración de la independencia en 1816 aparecería como una continuación lineal de 1810, y se minimizarían las pugnas entre los distintos proyectos políticos y económicos. Pero al embarrarse en el lodo de la Historia se descubren interrogantes de larga data que generan hasta el día de hoy polémicas entre historiadores e intelectuales, que todavía no lograron agrietar el relato predominante.
El primero en poner en duda la profundidad de los hechos de Mayo fue el mismísimo autor intelectual de la primera Constitución, Juan Bautista Alberdi: “¿Revolución? –se pregunta el autor de “Las Bases”– ¿Revolución contra quién? ¿Contra el Rey? Estaba prisionero y cautivo. ¿Contra las juntas españolas que lo representaban? Ellas mismas habían invitado a Sudamérica a crear juntas…”. Según él, si hubo una Revolución, fue política: “Ha cambiado el gobierno y no la sociedad”.
A partir de entonces se abriría una serie de preguntas nunca resueltas y siempre silenciadas en los eventos escolares y en los relatos políticos de los distintos oficialismos de turno: ¿fue aquello realmente una revolución, en el sentido de una transformación profunda de la sociedad? ¿Ocurrió de la forma en la que la pintan los manuales escolares, como si el pueblo unido se hubiera levantado con el único fin de construir una nueva Nación?
Casi todos los historiadores consultados (que reflejan distintas tendencias
historiográficas) coinciden en poner en duda la existencia de una Revolución como un hecho cerrado y absoluto. “Fallida” para unos, “inconclusa” para otros o directamente “inexistente”, son las opiniones de los especialistas que no responden a la visión predominante.
A horas del último 25 de mayo celebrado por el kirchnerismo, es necesaria la discusión: si no fue una Revolución, ¿qué fue? ¿Un golpe de Estado de un grupo poderoso contra otro? ¿Una reestructuración de los sectores dominantes para seguir ejerciendo el control? ¿Qué cambió verdaderamente? Y en todo caso, ¿qué celebramos cuando celebramos?
LO QUE FUE HERMOSO… “Lo que ocurrió a partir de 1810 no llega a ser una revolución. En todo caso, es una revolución inconclusa”, afirma el historiador revisionista Mario “Pacho” O’Donnell, y reaviva el debate. “El bando que se impone, encarnado en Alvear y en Pueyrredón, no se proponía un cambio profundo que atendiera a los sectores populares. Fue más un push político que una innovación real”, sostiene el ex presidente del Instituto Nacional Manuel Dorrego. Para O’Donnell, la auténtica transformación por la cual lucharon, entre otros, Saavedra y Artigas fue derrotada y sometida al poderío de Buenos Aires, que en esta reconstrucción del pasado aparece como la encarnación del conservadurismo y de la alianza con los ingleses.
La protección de la industria interior local, la mayor participación popular en el gobierno patriótico y la inclusión política de las provincias del interior, son algunos de los proyectos “verdaderamente” revolucionarios, impulsados por el bando saavedrista, que fracasaron por el accionar de lo que O’Donnell llama la “oligarquía porteña”.
Por otro lado, el historiador y ex director del Museo del Cabildo y de la Revolución de Mayo, Gabriel Di Meglio, afirma que en 1810 no se dio una modificación brutal de la sociedad, aunque sí se generaron importantes reformas sociales. ¿Fue una revolución o no? “Depende de dónde se la mire. La clase dominante, formada por comerciantes, se vuelve estanciera luego de Mayo. También desaparece el sistema de castas y muta el ordenamiento político. Los que eran súbditos de un rey pasan a ser ciudadanos de una República. A pesar de que el proceso es lento, significa un cambio radical sentirse parte de una configuración que pone a las personas, a nivel formal, como iguales”. De todos modos, el investigador del Conicet advierte: “Si lo pensás desde términos marxistas de relaciones de producción, no se ve una variación enorme”.
Entre las voces que retoman a Marx como guía, se abrieron camino las interpretaciones de Andrés Roldán y Christian Rath, autores del reciente libro “La Revolución Clausurada”. Ellos son contundentes a la hora de analizar el legado del relato mitrista: “La historia argentina está floja de papeles –explica Roldán–. Por eso los hitos constitutivos de la Nación, lejos de ser un progreso, son un paso atrás”. Rath y Roldán son dueños de lo que llaman la “cuarta postura” acerca de Mayo. Según esta mirada, el carácter disruptivo de la Revolución es denigrado por la historia liberal, que termina aplaudiendo a aquellos que fueron protagonistas de la clausura del proceso. “Triunfa la fracción contraria a todo cambio social. Hubo un intento de transformación, pero fue eliminado por el accionar del Directorio, aliado con los portugueses y los británicos”, asegura Rath.
Varios fueron los proyectos que, para ellos, expresaban la revolución que no fue: los intentos de Castelli para liberar al indio en el Alto Perú; el Plan de Operaciones de Moreno, que pugnaba por la estatización de las minas en el Río de La Plata y la protección de una incipiente burguesía local o el federalismo “más avanzado de la época” de Artigas, que postulaba una reforma agraria y un principio de democracia directa. Sin embargo, estos fueron derrotados por las fuerzas porteñas que se robustecían por el apoyo de Inglaterra y de la alianza con el imperio portugués.
PERO SI INSISTO. Lo cierto es que 205 años después no hay consenso acerca del verdadero significado de Mayo. Historiadores de toda índole se cruzan en un duelo de plumas. Pero mientras que se fundan y desaparecen corrientes enteras del pensamiento, hay una institución que resiste imbatible el avance del tiempo y las críticas de sus colegas: la Academia Nacional de la Historia, creada en 1893 por el entonces senador Mitre y responsable de la lectura del pasado que se enseña, hasta hoy, en las aulas de todo el país.
“Es una gran revolución”, responde la historiadora María Sáenz Quesada, secretaria de esa institución. Para ella, el 25 de mayo, con Belgrano como su máximo exponente, es la fecha que da comienzo al proceso de autonomía que llevó a la independencia y a la formación de la República Argentina. “No se puede decir que fue algo fallado o clausurado, salvo que consideremos que nuestra Nación sea un fracaso”, dice la historiadora.
A pesar de que la historiografía clásica es altamente aceptada por la mayoría de la sociedad, en el mundillo académico produce un fenómeno difícil de encontrar: consentimiento universal a la hora de criticarla. Sáenz Quesada no comparte las acusaciones que lanzan sus colegas: “Hay una necesidad de las otras escuelas de decir algo original y postular que fuimos engañados. Arman un show en torno a la Historia”.
Para la directora de la revista “Todo Es Historia”, la interpretación del ayer que hace la Academia sigue estando vigente por su credibilidad. A la mayoría de los argentinos le parecería una barbaridad plantearse dudas sobre el 25 de mayo. Y se horrorizarían ante los escritos de pensadores de distintas tendencias que niegan la versión escolar, desde los más reconocidos como Alberdi hasta los que son solo mencionados entre especialistas.
Entre estos últimos está Milcíades Peña, un intelectual de origen trotskista que en los últimos años empezó a ser revalorizado por una parte del mundo académico que lo incorporó a los textos obligatorios de la UBA. “En 1810 no hubo revolución ni su objetivo fue la independencia ya que el movimiento patriótico no trajo un nuevo régimen de producción ni modificó la sociedad del Virreinato”, asegura el historiador. Y agrega: “Los grupos dominantes continuaron siendo los terratenientes y los comerciantes, igual que en la Colonia. Solo la burocracia española fue expropiada de su control del Estado”. Según Peña, lo que la historiografía clásica dio a conocer como la Revolución, sería un copamiento del Gobierno por los sectores dominantes locales y por los grupos letrados, como los abogados, que no encontraban una ocupación dentro de la estrecha estructura colonial. Por esto, sostiene, el objetivo de Mayo fue puramente político: “Una revolución democrático burguesa hecha por latifundistas y comerciantes enemigos de toda industria nacional es un disparate tan redondo como un triángulo de cuatro ángulos”.
Para el historiador Felipe Pigna, en cambio, “decir que no hubo revolución en ningún sentido es tan absurdo como afirmar que todo cambió”. Según el director de la revista “Caras y Caretas”, Mayo es el comienzo de un proyecto verdaderamente transformador que no termina de prosperar debido a su derrota frente al bando conservador. A diferencia de O’Donnell, Pigna destaca el esfuerzo de los patriotas como Moreno y Castelli, y entiende que la platea opuesta, liderada por Saavedra, tuerce el contenido disruptivo del 25. “Aunque instala temas a largo plazo, como la incorporación del indio y la idea de la independencia, se la puede considerar como una revolución fallida”, explica. Sin embargo, para Pigna sería muy injusto decir que nada cambió. “No todo es blanco o negro”, dice.
¿UNA NUEVA Y GLORIOSA NACIÓN? Uno de los mitos atados a la Revolución y que sentenció durante décadas la imposibilidad de discutirla abiertamente, es el entendimiento del 25 de mayo como el día del nacimiento de la Argentina. El trauma del parto histórico es algo que se repite en las formaciones de los países modernos alrededor del mundo: todos necesitan tener una fecha a la cual remontarse para marcar un antes de sometimiento, al cual no hay que volver, y un después lleno de gloria.
“Desde un primer momento se empieza a gestar la nueva Nación. A partir del 25 va a surgir algo distinto”, asegura Sáenz Quesada. Para ella, el comienzo del país se puede apreciar durante la guerra independentista en el surgimiento de símbolos y actos patrios, y en la masiva movilización de masas comprometidas con la causa. Di Meglio tiene una versión totalmente opuesta: “Pensar en la argentinidad en 1810 es un error histórico a rajatabla. No hay un solo documento que permita avalar la idea”. Aunque admite que el país es una consecuencia a largo plazo de Mayo, aclara que el proceso es muy lento y que es un error “leer el resultado y de ahí intentar encontrar en el pasado las respuestas que justifiquen ese final”. En ese sentido va el planteo de Roldán y de Rath, que sostienen que el tipo de Estado que se forma luego de 1810 es producto de las luchas entre las distintas facciones. “Hablar de una preexistencia de la Argentina, con todos los proyectos enfrentados que había, no es posible”.
Pigna y O’Donnell se sitúan en un punto medio: para ambos hay un gen del país detrás de la Revolución, pero ese no fue el primer motor de la lucha ni sería la principal bandera de la contienda. “Fue un elemento motivador de la argentinidad, pero no significa que establezca un camino lineal”, dice Pigna. Para O’Donnell, es Saavedra quien encarna el proyecto de Nación, en su intento de incorporar al interior. “Al menos, se ve ahí una idea territorial de lo que sería luego Argentina”.
SOLO UNA CUESTIÓN DE ELECCIONES. Como les ocurre a muchos sucesos del pasado, Mayo va a ser comprendido según el lente histórico que lo
analice. De esta manera, si se entiende por Revolución un cambio espectacular de la economía y de la política, no se la puede encontrar en 1810 (Peña y Alberdi), o por lo menos no es posible hallarla en su sentido absoluto (Rath y Roldán, O’Donnell y Pigna). En cambio, se puede afirmar la existencia de una transformación importante si se piensa suficiente el acto de desprenderse del dominio español (Sáenz Quesada), o los cambios sociales ocurridos dentro del “bajo pueblo” (Di Meglio).
Lo cierto es que es imposible encontrar algo similar a la Cuba de 1959 o a la Rusia de 1917 en lo que ocurrió el 25 de mayo, y se podría afirmar que eso sería un anacronismo. La Revolución significó el autogobierno del Río de La Plata por un grupo que ya era poderoso en la Colonia, y acarreó, a largo plazo, una serie de mutaciones sociales y políticas que culminarían en la formación del Estado argentino. Sin embargo, como el mito de las escarapelas de French y Beruti, que difícilmente sean del mismo color que cuenta el relato escolar, ensalzar a Mayo como un plan premeditado de los patriotas para crear una nueva Nación independiente parece una teoría difícil de defender. Se puede afirmar, entonces, que los argentinos viven junto a una Revolución que no fue: esa que el Estado les enseña a repetir sin miramientos desde la cuna.
Y SI MAÑANA ES COMO AYER OTRA VEZ. La Revolución de Mayo, como todo hecho histórico, tiene dos caras que más de una vez se contraponen: lo que efectivamente ocurrió, algo que cualquier estudioso del pasado sabe que es inabarcable en su totalidad, y lo que se dice que ocurrió. A pesar de la paradoja, muchas veces tiene más importancia lo segundo que lo primero.
Como asegura el historiador Alejandro Cattaruzza, la lucha por la Historia –ya sea mediante nuevos feriados, por la creación de institutos y academias especializadas o a través de las simples palabras de un político, se justifica por la “certeza extendida de que esas representaciones tienen el poder de tornar legítimas las posiciones presentes y de influir en las batallas de la hora”.
Por eso cuando se habla de Historia, de Saavedra o de Moreno, de Artigas o de Pueyrredón, no se está discutiendo solo de un pasado raquítico ajeno a la coyuntura. Por el contrario, suele ser más una pelea por el hoy que por el ayer. Y dentro de esa refriega, la Revolución de Mayo, madre de todas las guerras, ocupa un palco de honor. Todos los gobiernos del siglo XX festejaron su aniversario con fuste, rescatando a unos próceres y relegando a varios, ocultando hechos y aplaudiendo otros, pero siempre proclamándose como los continuadores de esa lucha por la independencia y por el progreso de la Nación. A días de una nueva conmemoración y a meses de un fin de ciclo, es de importancia vital entender qué quieren contar los cuentos y qué misterios se ocultan tras sus tapas.
Ernesto Sábato aseguraba que la Historia no es mecánica y que los hombres son libres para transformarla. A eso se le podría agregar que los historiadores y los políticos tienen el permiso inconsciente de la sociedad para modificar lo que ya fue modificado. Para moldear el pasado, como la arcilla, como a la Revolución de Mayo, para hacer el presente más cómodo y con menos preguntas.
*Esta nota fue tapa de la revista NOTICIAS en mayo de 2015.
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