Existe una extraña indulgencia cultural que insiste en separar a la astrología del psicoanálisis, relegando a la primera al rincón del pensamiento mágico y elevando al segundo al estatus de profundidad intelectual. Sin embargo, si retiramos la escenografía de cada uno, descubrimos que ambos sistemas operan vendiendo exactamente la misma mercancía: una sofisticada coartada existencial.
En el mercado de la angustia moderna, ambos ofrecen el alivio seductor de convertir al sujeto en un mero vehículo de fuerzas que, convenientemente, siempre anteceden a su voluntad.
El ser humano padece un tipo de sufrimiento muy específico que no es físico, sino moral: es el peso de la responsabilidad. Asumir que somos los únicos autores de nuestras desgracias o de nuestra inacción genera un dolor insoportable en la conciencia.
Es aquí donde la astrología y el psicoanálisis entran, no como ciencias que buscan una verdad refutable, sino como maquinarias mitológicas diseñadas para atacar ese sufrimiento. Su función no es explicar la realidad, sino ofrecer una mentira lo suficientemente estructurada y autoritaria para que nos la podamos creer y, así, dejar de sufrir.
Para lograr este efecto anestésico, ambas disciplinas construyen un determinismo férreo. La astrología nos dice que nuestro temperamento y nuestras reacciones están fijados por la posición de los astros al nacer; el psicoanálisis nos dice que estamos gobernados por pulsiones inconscientes y traumas infantiles que operan desde “atrás de la escena”. El resultado es idéntico: el “Yo” deja de ser el culpable.
Si soy agresivo, no es que haya decidido no controlar mi ira; es que “tengo un Marte mal aspectado” o “estoy actuando una pulsión de muerte”. Si no logro mantener una pareja, no es una falta de compromiso actual; es mi “Venus en caída” o una “compulsión a la repetición” derivada de la figura materna. En ambos casos, la causa se externaliza. Se ubica en un pasado remoto o en un cielo distante, lugares a los que nuestra voluntad no llega y sobre los que no tenemos control.
Esta es la trampa maestra, porque ambos sistemas generan diagnósticos circulares e irrefutables. Al igual que una religión, no pueden fallar porque cualquier objeción se interpreta como parte del problema, ya sea una “disonancia con tu carta natal” o una “resistencia al análisis”. Pero esta falta de rigor científico no es un error del sistema; es su mayor virtud comercial. Necesitamos que sean sistemas cerrados y misteriosos, dependientes de un intérprete con autoridad, para que la absolución sea creíble.
Lo que compramos en el consultorio o en la carta astral es la disolución de la culpa. Es la tranquilidad de pensar que somos pasajeros en nuestro propio cuerpo, víctimas de un guion escrito por fuerzas invisibles.
Al final, la popularidad de estas disciplinas no se sostiene por sus nulos resultados empíricos, sino por su eficacia analgésica. Nos permiten mirarnos al espejo y decir: “no fui yo, fue mi destino”. Y esa mentira, vestida de jerga técnica o mística, es el narcótico más potente que existe para acallar el insoportable ruido de nuestra propia libertad.
Las cosas como son
Mookie Tenembaum aborda temas internacionales como este todas las semanas junto a Horacio Cabak en su podcast El Observador Internacional, disponible en Spotify, Apple, YouTube y todas las plataformas.


















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