Para entender mejor los resultados electorales de medio término, conviene tener claro cómo se llegó al día de la votación. En un sugestivo ataque de cautela precomicial, el oficialismo transitó la cuenta regresiva de la última semana privilegiando los pronósticos pesimistas y relativizando los sondeos que arrojaban buenos augurios. Algunos aspirantes a estrategas del Frente de Todos explicaron que esta humilde cautela ante las urnas era en realidad una estrategia pícara para no asustar al votante antiperonista y así movilizarlo hacia el cuarto más masivamente que en las PASO. Otros teóricos oficialistas optaron más sinceramente por la resignación, pasando a pérdida en el balance de gestión estos dos primeros años contaminados por la pandemia. En cualquier caso, una elección que hasta hace poco era etiquetada como decisiva por todo el espectro partidario, hoy fue superada por otro escenario de mucho mayor voltaje: el tortuoso camino al 2023.
Mientras Alberto Fernández perdía una vez más la paciencia, la energía y el tiempo mostrando su enojo contra distritos electorales adversos como el cordobés, Cristina Kirchner aprovechó su obligado reposo posoperatorio para resguardarse en el bajo perfil preelectoral. En línea con ese gesto tiempista de la Jefa, sus formadores de opinión más obedientes se anticiparon a bajarle el precio al resultado de los comicios e incluso a su impacto concreto en las relaciones de fuerza en el Parlamento.
En línea con aquella diatriba de la vicepresidenta contra la añeja división de poderes característica del sistema democrático de gobierno, sus comunicadores relativizaron la importancia decisiva para el oficialismo de ejercer la mayoría en el Congreso. También soslayaron la urgencia de la postergada reforma judicial. Haciendo de la necesidad virtud, el cristinismo de paladar negro insiste en que, ahora o nunca, es hora de que el Poder Ejecutivo ajuste las riendas de la gestión y la encamine, a todo galope, hacia una redistribución del ingreso de proporciones disruptivas. Esto implicaría, calculan, un golpe de timón a la altura de los grandes hitos del kirchnerismo clásico e incluso, por qué no, del primer peronismo.
Esta corriente de opinión no aclara de dónde saldría el empuje político necesario para realinear a una pseudocoalición de gobierno que acaba de mostrar todas sus costuras deshilachadas a cielo abierto. Tampoco conoce -o al menos confiesa- si hay un plan para resolver, por acuerdo o por default, la manoseada deuda pendiente con el Fondo Monetario Internacional. No obstante, al menos hay una chicana política a mano para intentar compartir los costos ante la opinión pública del ajuste inevitable que se vislumbra para 2022, sea por las metas fiscales que implicaría un eventual trato con el Fondo, o por el sinceramiento forzoso de las variables financieras que aceleraría una ruptura definitiva con el FMI o un diferimiento permanente de la deuda con este organismo internacional.
De eso y no de otra cosa se trata el gran acuerdo nacional que el Gobierno volvió a proponerle -o más bien a imponerle- a la oposición, justo en la previa electoral. La idea oficialista es forzar a la nueva composición parlamentaria de Juntos por el Cambio a votar una especie de vergonzoso “mea culpa” por la deuda impagable contraída por la gestión macrista, como requisito para sentarse a firmar un reperfilamiento doloroso con el Fondo. Y si no pone su firma autoinculpatoria, entonces la oposición será bombardeada por la propaganda K como culpable de un nuevo default argentino. Una vez más, el cristinismo apuesta a resolver problemas serios a puro relato, como atinó, sin suerte, ante la inoportuna manifestación vecinal por el crimen de Ramos Mejía.
¿Cómo responderá la oposición? Paradójicamente, la fragilidad del Gobierno no está alentando la unidad del posmacrismo sino todo lo contrario: la candidatura “natural” de Horacio Rodríguez Larreta para 2023 se está desnaturalizando prematuramente, al calor de la proliferación de postulantes radicales y, de modo inquietante, de los flirteos de Mauricio Macri con el espacio encabezado por Javier Milei. Final abierto con olor a Titanic nacional.
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