Argentina vive desde hace décadas un período que podríamos llamar “la gran desconexión”. La desconexión se manifiesta en todos los aspectos de nuestra vida institucional y económica: entre los ciudadanos y los políticos, entre lo fáctico y el relato, entre lo que gastamos y lo que generamos, entre la realidad y las expectativas, entre el sentido común y nuestras acciones, entre hacia dónde va el mundo y hacia dónde va nuestro país, entre lo que dicen las élites y lo que hacen.
La gran desconexión viene acompañada de una altísima dosis de anacronismo: vivimos obstinadamente fuera de época. Cuando hasta los países comunistas se preocupan por la productividad, aquí es mala palabra; cuando el mundo usa la boleta única electoral, nosotros insistimos con múltiples boletas; cuando los países miran al futuro, nosotros seguimos discutiendo la década de 1970; cuando el mundo acabó con la inflación, aquí es cada vez más alta.
Argentina es como el País de Nunca Jamás de la película “Peter Pan”, donde los niños no crecen, viven sin ninguna responsabilidad y desconectados de lo fáctico y real. Cuando Argentina vivió en el presente, en función del pensamiento de la época y conectada con su realidad y el resto del mundo, fuimos una potencia. Cuando decidimos adentrarnos en el País de Nunca Jamás, pasamos de ser uno de los países más ricos del mundo a uno de los más pobres de Latinoamérica. Todos los países tienen cierta dosis de anacronismo e inercia del pasado, pero los niveles de Argentina resultan disparatados.
¿Cuál es el origen de la desconexión? Lo vinculo al nacimiento del Estado “clientelista” durante el primer gobierno de Juan Domingo Perón. La solución a las demandas sociales se basó cada vez más en el Estado, la intervención sobre la economía y la búsqueda de atajos de corto plazo. El voluntarismo se impuso sobre la lógica económica, al mismo tiempo que se debilitó al individuo a favor de un abstracto “colectivo”. Esa visión se arraigó profundamente en gran parte de la sociedad. Simultáneamente, el Estado se volvió cada vez más disfuncional, y la sociedad más débil.
En su libro “El pasillo estrecho”, James A. Robinson y Daron Acemoglu sostienen hay un pasillo estrecho hacia la libertad. En ese pasillo, el Estado y la sociedad se equilibran mutuamente.
Un Estado fuerte es necesario para hacer cumplir las leyes, controlar la violencia y proporcionar servicios públicos cruciales para que las personas tengan una vida en la que pueden escoger y luchar por sus decisiones. Al mismo tiempo, una sociedad fuerte y movilizada es necesaria para controlar y encadenar al Estado. Robinson y Acemoglu utilizan la figura del leviatán de Hobbes para representar el poder del Estado.
El Estado chino es un ejemplo de leviatán fuerte y despótico porque no está controlado por la sociedad ni rinde cuentas a ella. Estados Unidos o Inglaterra son ejemplos de leviatán encadenado, lo que permite a esos países mantenerse en el pasillo estrecho de la libertad.
Según los autores, al igual que otros países latinoamericanos, Argentina no entra en ninguna de esas categorías, sino en lo que se denomina “leviatán de papel”. El Estado no está sujeto a rendición de cuentas para con la sociedad, al mismo tiempo que es incapaz de resolver conflictos, imponer el cumplimiento de la ley y proveer servicios públicos de calidad.
¿Cómo hacemos para recuperar el poder del Estado y de la sociedad? ¿Para ubicarnos en el estrecho pasillo de la libertad? ¿Para superar la desconexión? (…) Lo primero que necesitamos para superar la desconexión es tomar las riendas de nuestro gobierno y entender dónde estamos parados.
Poco sabemos y poco decidimos
¿Sabemos quién es el comisario de nuestro barrio? ¿O el fiscal del distrito? ¿Con qué criterio se eligió al director del colegio de nuestros hijos? Así como desconocemos estas cuestiones que afectan nuestro día a día, también ignoramos cuántos empleados tiene nuestro municipio, nuestra provincia, el nivel de ausentismo, los niveles de sueldos, así como un sinnúmero de indicadores de gobierno.
Apenas reconocemos a una mínima parte del total de diputados de las listas que votamos (25 en la ciudad de Buenos Aires, 70 en la provincia). El desconocimiento no termina allí: tampoco sabemos qué porcentaje ni cuánto pagamos de impuestos por los productos que compramos, cuánto se retiene de nuestros salarios ni dónde va a parar, ni el nivel de subsidios de nuestros consumos de agua y luz. No solo sabemos poco sobre nuestro gobierno y lo que gestiona: no tenemos la información para saber si nuestros funcionarios son idóneos y hacen bien su trabajo. No solamente “sostenemos” una crisis de representación, también de hecho “avalamos” una desconexión muy importante entre el gobierno y nosotros, sus representados. Poco de lo que los ciudadanos deseamos y esperamos, sucede. Los ciudadanos tendemos a acomodarnos a los resultados y resignarnos.
¿No apoyarían los ciudadanos reducir el empleo público y el despilfarro del Estado si con ello pudieran aumentar sus salarios mediante una reducción de impuestos al trabajo y al consumo? ¿Y qué dirían si les propusieran transformar los planes sociales en un esquema de trabajo garantizado mediante “cuerpos civiles”? ¿No querrían los ciudadanos eliminar las jubilaciones de privilegio? ¿Penas más duras contra la inseguridad? ¿Que los jueces paguen, como todos, impuesto a las ganancias? ¿Terminar con la fiesta de asesores y choferes? ¿No aceptarían los ciudadanos las escuelas chárter? ¿Qué opinan de la boleta única? ¿Limitar las reelecciones de intendentes y gobernadores? Parecería de buen ciudadano no entrometerse en estas cuestiones.
Desde el retorno a la democracia en 1983, Argentina tiene una democracia sólida: ni los levantamientos militares durante el gobierno de Raúl Alfonsín ni el populismo en las últimas dos décadas han alterado el orden democrático propiamente dicho. De todos modos, si bien tenemos elecciones cada dos años, la democracia y la gestión de gobierno permanecen desconectadas de los ciudadanos, y no hay planes que busquen revertir esta situación. Junto con esta desconexión, las instituciones se han degradado fuertemente en las últimas décadas.
De esta separación surge la falta de acuerdos básicos. Las decisiones se toman en función del interés de la casta política y de los sectores con poder coercitivo sobre la casta. No en bien de los ciudadanos que los votan. El preámbulo de la Constitución de los Estados Unidos comienza: “Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos”, y el de la nuestra pregona: “Nos, los representantes del pueblo de la Nación Argentina”. Parece una diferencia sutil, pero no lo es. La primera empodera al ciudadano, la segunda al legislador. En su discurso a la nación de enero de 1989, Ronald Reagan dijo: “La nuestra fue la primera revolución en la historia de la humanidad que realmente cambió el curso del gobierno. Y con tres pequeñas palabras ‘Nosotros, el Pueblo’. Nosotros el Pueblo le decimos al gobierno lo que tiene que hacer, y no al revés. Nosotros, el Pueblo somos el conductor, el gobierno es el coche. Y nosotros decidimos hacia dónde debe ir, y por qué ruta y a qué velocidad. Casi todas las constituciones del mundo son documentos en los que los gobiernos le dicen al Pueblo cuáles son sus privilegios. Nuestra Constitución es un documento en el que Nosotros, el Pueblo le decimos al gobierno lo que tiene permitido hacer. Nosotros, el Pueblo, somos libres”.
En nuestro caso, “Nosotros, el pueblo” está secuestrado por su dirigencia. (…)
Los argentinos de diferentes ideologías, partidos políticos y realidades socioeconómicas tenemos mucho más en común de lo que pensamos: queremos trabajar sin que nos pongan obstáculos, pensamos que los impuestos al trabajo son muy altos, deseamos acabar con la inflación, estamos cansados de los sindicatos y los cortes de calles, repudiamos a los punteros y la politización de la asistencia social, pedimos un cambio en nuestra clase dirigente, demandamos un Estado al servicio del ciudadano, acabar con la inseguridad y que nuestros hijos puedan ir a buenas escuelas.
¿Qué votaríamos los argentinos si pudiéramos decidir sobre una reforma laboral que elevaría los salarios? ¿Quién podría votar en contra de aumentar su salario? ¿Nos opondríamos si la mayoría trabajara en la economía informal sin los beneficios de la seguridad social? ¿Y si con lo ahorrado en despilfarro público se realizara una fuerte baja de impuestos? ¿Municipalizar la policía o crear una obra social nacional que cubra a todos los ciudadanos? ¿Podría un legislador ir en contra de lo que decidan los ciudadanos en una consulta popular?
Nuestra democracia cuenta con mecanismos que parecen haber sido olvidados, pero a través de los cuales, como pueblo, podemos expresar nuestra voz y modificar cuestiones estructurales profundas que afectan nuestra economía y democracia. Comunicando de forma adecuada, generando consensos amplios y aprovechando un contexto político y económico favorable, estos intereses alineados podrían traducirse en una serie de reformas estructurales para recuperar el rumbo de la Argentina liberal. ¿Por qué no considerar al menos sus ventajas?
Federico Domínguez es escritor y asesor financiero. Autor de “La Rebelión de los Pandemials: Los Ciclos Humanos y la Década de las Turbulencias” (Editores Argentinos). Su último libro es “Argentina hiperacelerada. No somos el mejor país del mundo, pero podemos volver a serlo” (Planeta).
por Federico Domínguez
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