La primera aproximación que tuve con Lázaro Báez fue hace quince años, cuando muy pocos pronunciaban o escribían su nombre. Habíamos montado una guardia frente a su imponente chacra de cuatro manzanas en las afueras de Río Gallegos, que estaba a nombre de él pero que el entonces presidente Néstor Kirchner usaba como propia cuando los fines de semana regresaba a descansar a su terruño. Después de cinco minutos de fotos, una 4x4 roja se estacionó a escasos centímetros del coche de esta revista. El que iba al volante cumplía con el estereotipo: lentes negros, bigote policíaco y contextura fornida. No pidió explicaciones, no tocó bocina, no hizo ningún gesto. Simplemente nos persiguió por largas cuadras, pegado a nuestro auto, hasta que una curva oportuna lo dejó atrás.
Parecía un personaje salido de una mala novela de detectives, pero era real. Había quince o veinte más como él, todos custodios de las por entonces flamantes propiedades de Báez y ex integrantes, en su mayoría, del Grupo de Operaciones Especiales de la policía santacruceña. La misión que tenían era mantener a raya a los curiosos.
Poco después, en el verano de 2007, cuando Lázaro seguía siendo un enigma para el gran público y un tema ignorado por el grueso del periodismo, en NOTICIAS lo hicimos famoso con una tapa que los lectores recuerdan hasta hoy: "¿El testaferro de Kirchner?", se tituló.
En esa investigación que me tocó encabezar contamos por primera vez cuáles eran sus vínculos comerciales y personales con los Kirchner, por qué tenía una constructora que había abierto horas antes de la asunción presidencial de su amigo Néstor y que ganaba la mayoría de las licitaciones de obra pública en el Sur y también en otras latitudes, y cómo las aún silenciosas denuncias de sobreprecios y giros millonarios al exterior comenzaban a encender alarmas.
Causa cierta gracia escuchar los mismos argumentos hoy, tanto tiempo después, de boca de colegas y medios que en aquellos años miraban para otro lado y que ahora se han convertido en expertos "lazarólogos".
Pero el motivo de esta columna no es el revisionismo sino dar cuenta de la inminente prisión domiciliaria que disfrutará el empresario que pasó más de cuatro años tras las rejas sin sentencia firme. En todo ese tiempo, Lázaro fue y vino, envió mensajes encriptados a sus antiguos protectores, coqueteó con la idea de hablar, pero finalmente no lo hizo. No cantó, como dicta el manual del buen "preso político", ese rótulo que los K le han colgado a los "cumpas" encarcelados durante el gobierno de Macri.
¿Por qué se mantuvo en silencio en medio de la catarata de arrepentidos que proliferaron en estos años? Tal vez porque, en su caso, hablar hubiera sido lo mismo que incriminarse, si es cierta aquella vieja presunción de que actuaba como prestanombres para encubrir un colosal patrimonio ajeno. Porque recordemos que la del testaferro, claro, también es una figura delictiva.
El silencioso Lázaro ahora abandona la cárcel. Levántate y disfruta la domiciliaria.
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