En una época donde la política se ha vuelto más un espectáculo de lealtades que un debate de ideas, he llegado a un punto de inflexión personal e ideológico: ya no me identifico con el grupo al que una vez orgullosamente pertenecí, los liberales. No es una decisión tomada a la ligera, sino el resultado de una observación prolongada y desilusionada de cómo se ha deformado lo que una vez consideré un bastión de la libertad y la integridad.
Mi libro "Lo Impensable", publicado en 2018, fue el principio de mi soledad ideológica. En él, subrayé la eterna vigilancia que Jefferson mencionaba como precio de la libertad, una vigilancia que, lamentablemente, ha sido descuidada por muchos que se autodenominan liberales. Observé cómo se abandonaban los principios en favor de un oportunismo político y económico, una inclinación hacia un capitalismo desprovisto de libertad en otros ámbitos de la vida humana, como lo social, moral y sexual.
Lo que comenzó como una desviación sutil se transformó en una corriente abrumadora. Muchos de los que estaban en la trinchera liberal hasta hace poco, han cambiado de bando, seducidos por la promesa de poder y reconocimiento, adoptando posturas que van desde un conservadurismo restrictivo hasta el neofascismo. Esta mutación del liberalismo en un nacionalismo clerical, un neoconservadurismo disfrazado, es una traición a los ideales de libertad, diversidad y respeto por el individuo.
He sido testigo y, en cierto modo, víctima de este cambio. Mis críticas a estas deformaciones me han granjeado la etiqueta de disidente, de 'loco', en un ambiente que una vez valoró la libertad de pensamiento. Sin embargo, lejos de desanimarme, esta resistencia solo ha reforzado mi convicción en los verdaderos valores liberales: la libertad individual, el respeto por la diversidad cultural, moral y sexual, y la separación entre la Iglesia y el Estado.
En mi reflexión sobre estos cambios, encuentro un paralelismo preocupante con los experimentos sociales del siglo pasado, donde la manipulación de la opinión y la presión del grupo llevaban a las personas a adoptar posturas contrarias a su juicio y ética personal. Esta situación no es única de un país o una región; es un fenómeno global que se ha manifestado de diversas formas en todo el mundo.
No obstante, veo en esta crisis una oportunidad para una mayor claridad. Quizás es el momento de preguntarnos qué significa realmente ser liberal en el siglo XXI. ¿Es el liberalismo simplemente una doctrina económica, o es algo más profundo y esencialmente vinculado con la libertad humana en todas sus formas?
Por todo esto, me he alejado de lo que hoy se llama 'liberalismo' en ciertos círculos. No porque haya cambiado mis creencias, sino porque creo firmemente en la defensa de un liberalismo auténtico, uno que respeta la diversidad, promueve la libertad individual y mantiene una separación clara entre la religión y el estado.
Hoy, mi compromiso es con la libertad en su forma más pura y con aquellos que, independientemente de su etiqueta política, valoran y luchan por la dignidad y la libertad del individuo. Mi voz puede ser una entre muchas, pero es una voz que se niega a ser silenciada por la conformidad o el miedo a la disidencia.
A partir de ahí, este gobierno, surgido de estas mismas desviaciones ideológicas, no es de mi agrado. A pesar de mis críticas y mi falta de afinidad con sus orígenes, mantengo la esperanza de que puedan tomar decisiones acertadas en áreas clave que son cruciales para el bienestar de la sociedad. Sin embargo, esto no significa que debamos sacrificar principios universales e innegociables por conveniencias temporales. No es cuestión de cambiar un conjunto de valores fundamentales, que he defendido incansablemente, por un plato de sopa, ni siquiera por un banquete.
por José Benegas
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