“Esto es un desastre”. La frase de Eduardo Bali Bucca, diputado lavagnista, rompió el pesado silencio que se había instalado en el despacho de Sergio Massa. Habían pasado unos minutos de las 19 horas del primer día de septiembre, y en el despacho del presidente de la Cámara estaban, entre otros, Máximo Kirchner y Cecilia Moreau. Mario Negri, Alfredo Cornejo y Cristian Ritondo habían vuelto a la oficina, luego de pedir 15 minutos para consultar con sus bloques acerca de la última “contraoferta”.
Acá aparecen tantas versiones como participantes: del lado oficialista juran que ellos habían aceptado posponer el debate sobre la reforma judicial, y que el acuerdo se hubiese cerrado si no hubiera sido por un misterioso llamado de Mauricio Macri desde Suiza durante ese receso, y del lado opositor lo niegan tajantemente, aseguran que Máximo, obtuso, se negó a torcer el brazo sobre el proyecto judicial, y que sobró a los opositores al decirles que “a ellos la minoría no les iba a marcar la agenda”.
Lo cierto es que en el preciso momento en que los cambiemitas contaron la negativa de los suyos de aceptar la última propuesta oficial algo se rompió. Massa se miró con Máximo, Máximo con Moreau, ella con Bucca, y este materializó el quiebre con su apocalíptica frase. El clima de deshielo que había comenzado con la llegada de la pandemia y que en las últimas semanas agonizaba exhaló su último aliento. La grieta volvió a Fase 1. Y volvió con ruido.
“Acá lo dice bien claro la Real Academia Española: consenso es la ausencia del disenso, o sea, necesita la aprobación de todos”, disparó Silvia Lospenatto, otra de las presentes, una diputada del PRO que hasta hace poco entraba con confianza al despacho de Massa en el primer piso del Congreso pero que esta vez lo corrió con la RAE en mano. “Hay otras definiciones, consenso es un acuerdo de la mayoría también”, retrucó Moreau, y la discusión escaló y entró en un berenjenal más parecido a una asamblea universitaria que al Congreso de la Nación.
El debate era sobre la manera de continuar las sesiones, si mixtas -legisladores conectados de manera virtual y algunos en el recinto, como era hasta ahora y como quiere el oficialismo- o de manera presencial, incluso llevando los debates a un lugar que no sea la Cámara, como pide la oposición para debatir temas candentes donde una falla en internet de un solo diputado puede cambiar la historia.
Para cuando los jefes del bloque opositor comunicaron la negativa ya habían pasado seis horas de intenso debate en la Comisión de Labor Parlamentaria, que precede a las sesiones con todos los diputados y que suele ser más de forma que de debate real. Pero la Argentina pandémica no para de dar sorpresas, y en ese lapso había sucedido de todo: Massa le había recriminado a los opositores que lo comparen con el venezolano Diosdado Cabello, Máximo había callado a Negri cuando este quería interrumpir a Moreau, el departamento médico de la Cámara -para los opositores, a pedido de su presidente- había apurado los tantos al enviar una circular en la que recordaba que no se permitía más de un asesor por legislador, y afuera habían sucedido incidentes con manifestantes que protestaban contra el Gobierno y que incluso rompieron unos vidrios del Congreso.
Las redes también ardían: “No al golpe de Estado de Massa” y “dictadura K” eran las consignas que se hicieron tendencia, mientras “Lilita” Carrió, siempre lista para poner paños fríos, pedía iniciarle un juicio “por traición a la Patria” al presidente de la Cámara. Y el día recién empezaba.
Arde. La cantidad de hechos entre desopilantes y preocupantes que dejó el escándalo del Congreso excede por mucho al largo de esta nota. Uno de las que quedó en la memoria del oficialismo es la avivada del siempre hábil Massa, que, cuando la sesión estaba por comenzar bajo la intensa protesta de la oposición, aprovechó la confusión del momento y le cedió la palabra a Juntos por el Cambio, que antes de darse cuenta ya tenía a legisladores hablando por su micrófono. “Los durmió, porque al sentarse y hablar de alguna manera legitimaban la sesión”, explican la travesura desde el bloque del Frente de Todos. También quedarán en la retina popular el reto de Massa a Waldo Wolff (“siéntese que la televisión lo capta igual”), la sorpresiva aparición del ex actor Alfredo Casero, el discurso de Nicolás del Caño desde el balcón (“él quiso hablar desde ahí, se quería sentir tomando La Bastilla”, dicen en los pasillos), o la filtración del teléfono personal de Massa, una repudiable acción que para él salió desde la oposición.
Sin embargo, la jornada dejó a todos preocupados, incluso al oficialismo que logró aprobar los dos proyectos que se trataban aquel día, sobre pesca y turismo, aunque todos los ojos estuvieron puestos en la forma de sesionar. “Es una sesión que no debería repetirse, con una discusión innecesaria y ociosa respecto al funcionamiento de la Cámara, esperemos encontrar un modo de solucionarlo”, dice el diputado del PRO Pablo Tonelli, intentando poner los paños fríos que faltaron el martes primero. El peligro es claro y lo grafica Tonelli: “El riesgo es que el Congreso entre en parálisis”.
El peor final. Ese es el miedo que hay hoy, aunque en el oficialismo intentan minimizarlo y aseguran que a ellos los números les dan igual, aún cuando Juntos por el Cambio representa casi el 40 por ciento de la Cámara. Un ex presidente de la Cámara, de esos pocos que se retiraron aplaudidos, coincide con el problema: “¿Qué le vas a decir al tipo que está sin trabajo hace meses y que ve este show por televisión? No es momento de tensiones innecesarias, y ahí el Gobierno, y Sergio, se equivocan, el oficialismo tiene que tener un gesto para bajar el clima”, dice el hombre.
Hay un fantasma dando vueltas. Es que la oposición promete que apenas esté la versión taquigráfica y los videos de la sesión y de la comisión -que dicen que Massa está demorando-, irá a la Justicia. Es decir que quizás la Corte Suprema -la misma por la que hace poco corrió el miedo de que CFK le quería sumar miembros para influenciarla- tenga que expedirse sobre la cuestión de las sesiones. Los que saben del tema dicen que ya los supremos están siguiendo con un ojo el devenir de la “Honorable Cámara”.
Además, el quiebre se produce en un momento realmente delicado. No solo la pandemia atraviesa sus horas más oscuras, mientras que el sistema de salud está al límite del colapso, sino que en los meses que restan del año algunas de las paradas más importantes del Gobierno estarán en el Congreso: Martín Guzmán ya le avisó a Massa que necesita que se apruebe el Presupuesto -que entraría este mes- y luego le siguen los debates por el impuesto a las grandes riquezas, y varios debates por temas relacionados a reparto de recursos, un tópico de especial interés para varios gobernadores.
Es decir que para Alberto Fernández el funcionamiento del Congreso es de vital importancia. Tal es así que en la tarde siguiente al escándalo recibió a Massa y a Máximo en Olivos. Los dos llegaron juntos y dispuestos, a pesar de que se habían acostado a las seis de la mañana luego de la larga sesión. Entre cafés y té -el Presidente se está sometiendo a una rigurosa dieta- pasaron dos horas dándole vueltas a posibles salidas para esta peligrosa situación.
No es el único preocupado: a finales del martes se conoció que Patricia Bullrich tenía Covid, y el miedo corrió como pólvora entre varios diputados opositores que habían estado con ella, como Jorge Enríquez, el diputado de 72 años que la acompañó a la marcha el 17 de agosto. “No está bien sesionar presencialmente, el virus es muy peligroso y no me gustaría dejar de compartir la Cámara con miembros de la oposición a los que les tengo afecto”, había dicho Eduardo Valdés en su discurso en la sesión. Premonitorio.
Cómo sera de delicada la situación que incluso el Papa Francisco envió, a su manera, una queja: “No es tiempo de politiquería barata”, avisó el arzobispo de La Plata, Víctor Fernández, aliado íntimo del Sumo Pontífice. Escándalo non sancto.
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