Máximo Kirchner siempre prefirió el perfil bajo. Se lo impuso la fuerza de las circunstancias, cuando con sólo 26 años su padre se transformó en Presidente de la Nación y en héroe para multitudes, y esa búsqueda de evitar la atención mediática y política la mantuvo al menos durante la primera presidencia de su madre. Pero hace rato que el hijo mayor de CFK ya no es ese joven de andar errante y traje ajustado, y el cambio no es sólo físico. El hombre que hoy visita por lo menos dos veces por semana la Quinta de Olivos en calidad de consejero presidencial, que es el jefe del bloque del Frente de Todos en Diputados, que dirige La Cámpora, la organización política más numerosa del país de la que a veces elige despegarse, y que se anima a reunirse con sectores a los que el cristinismo siempre rechazó, como el peronismo duro, los empresarios y la Iglesia, encontró algo novedoso: el poder. Y no sólo el que tiene desde hace tiempo y que le llegó por transfusión sanguínea, sino uno distinto, mucho más real y directo, como atestiguan las grandes cajas del Estado que quedaron bajo su control. Máximo Kirchner tiene por primera vez en su vida poder propio. Y le gusta, aunque jamás lo admitiría en público.
ADN. Los que lo conocen realmente a Máximo no se sorprenden por el presente del diputado. Dicen que desde hace rato se podía adivinar este perfil que hoy se empieza a mostrar sin tapujos, y alguno hasta se anima a remontarse al lejano pasado santacruceño en el que el joven Máximo jugaba y admiraba a los amigos de su padre a los que CFK siempre miró de reojo. “¿Quién pensás que estuvo atrás del apoyo de (Horacio) Pietragalla a Jaime? ¿Alberto, que siempre detestó a la banda de De Vido cuando eran gobierno? ¿Cristina, que vivía peléandose con Néstor por sus amistades del sur y que cuando se murió le copó el ministerio a De Vido?”, reflexiona un hombre de la primera línea del Gobierno, sobre el pedido del Secretario de Derechos Humanos, hombre de La Cámpora, para que se habilite una prisión domiciliaria al ex funcionario, condenado por la tragedia de Once. El análisis es claro: Máximo no siempre es igual a Cristina, y tampoco es siempre igual a la organización que comanda. Uno más uno no siempre es dos, al menos en la extraña matemática de la política argentina.
Hay otro ejemplo que dejó heridos por doquier y que sorprendió a muchos, incluso a los que vieron llegar el lunes 4 a Juan Grabois en el auto de Máximo Kirchner a la asunción en La Plata de Andrés “Cuervo” Larroque, el secretario general de La Cámpora y hoy ministro de Desarrollo de la Comunidad bonaerense. Es que, más allá de la afinidad que hay entre el dirigente social y el hijo de CFK, Grabois logró ganar una pulseada clave en el cada vez más intervenido ministerio de Justicia de Marcela Losardo. El amigo del Papa Francisco impulsó la designación de la abogada Gabriela Carpineti, mujer del Frente Patria Grande que comanda el dirigente, para que dirija la estratégica área de los Centros de Acceso a la Justicia, unas oficinas que dan servicios gratuitos de atención legal en todo el país -por lo menos 250- y que cuentan con un presupuesto propio de $ 100 millones. Que Grabois, que también tiene gente que le responde en el ministerio de Desarrollo Social, entre otros lugares del Gobierno, haya ganado la partida de ajedrez no debería ser lo sorpresivo: el dato más llamativo es que Máximo le dio el visto bueno a su amigo/aliado por sobre Carlos Burlot, el hombre de la Unión del Personal Civil de La Nación (UPCN) que La Cámpora, en los papeles su organización y por la que debería empujar, promovía. Es decir que Máximo privilegió su vínculo con el referente social -al que algunos sectores oficialistas, que ponen el grito en el cielo cuando Grabois dice cosas como “no roban y no hacen”, catalogan de “empleado paraestatal”- por sobre su propio partido. La maniobra sería un misterio sino fuera porque revela la nueva naturaleza del hijo de CFK: ya es un político de la primera línea con vuelo propio y, como tal, a veces tiene que hacer concesiones que escapan a la lógica y al corazón del militante puro. “Máximo cambió mucho. Quizás tiene que ver con el paso del tiempo y de la experiencia, pero ya no es sólo ese pibe que quería que La Cámpora creciera por todo el país y que tenía, si se quiere, una visión más romántica del asunto. Ahora piensa más como un político clásico, le interesa el reparto de cargos, las cajas desde donde se puede financiar a la política, las alianzas, las listas, las roscas. Maduró”, cuenta una mujer que lo conoce y acompaña desde el gobierno K.
El avance sobre las grandes cajas del Estado fue la novedad de los últimos días. Fernández dispuso la renuncia en la Anses de Alejandro Vanoli, un hombre que se sumó al Gobierno literalmente a último momento y ante la falta de un candidato que reuniera más consenso. Lo reemplazó Fernanda Raverta (ver recuadro), una mujer a la que tanto el Presidente como Cristina valoran mucho. Alberto incluso eligió hacer su cierre de campaña en Mar del Plata, donde ella se candidateaba como intendenta, y terminó lagrimeando luego de su discurso. Desde La Cámpora admiten que querían a la licenciada en trabajo social en esa área, porque “es la más preparada”. “Claramente va a gestionar mucho mejor que Vanoli, eso lo supimos siempre, pero si aparecían camporistas en tantos lugares apenas arrancaba el Gobierno iba a haber broncas y quejas”, dicen desde esa organización. De cualquier manera, hoy La Cámpora y Máximo extendieron su sombra en lugares estratégicos. Entre la Anses, YPF, Aerolíneas Argentinas, Correo Argentino y el ministerio del Interior de “Wado” de Pedro, por sólo nombrar las más importantes, manejan más de dos billones de pesos. Máximo parece tener ahí la misma epifanía política que tuvo su padre para cuando Néstor tenía la edad en la que él se convirtió en hijo de un Presidente. “Necesito ser abogado para hacer plata porque quiero ser gobernador de Santa Cruz”, contó Cristina que le dijo su difunto marido. Sin plata no hay política y sin política no hay proyecto: parece que esa enseñanza también está en la sangre.
Poder. 2020 fue imprevisto para todo el mundo, no sólo para la Argentina. Entre todas las cosas que sucedieron en estos cinco meses y que nadie podía imaginar -como una pandemia global-, el martes 28 de abril se destacó una: en una videoconferencia del bloque que comanda, Máximo pidió la palabra pero esta vez no habló de política ni del Gobierno, sino que comenzó a cantarle el feliz cumpleaños a Sergio Massa, que aquel día llegó a los 48 otoños, ante más de 100 diputados que rápidamente lo imitaron. Ni el más arriesgado de los analistas podía vaticinar hace un año esta más que amistosa relación entre el hijo de Néstor y el otrora enemigo acérrimo del kirchnerismo que hoy comanda la Cámara de Diputados. Desde ambos bandos destacan que el vínculo entre ellos es más que bueno, y que ambos suelen cruzar, casi a diario, sus despachos para compartir ideas e impresiones.
Hay, obviamente, diferencias de perspectivas que logran vencer al paso del tiempo: la posición de ellos difiere, por ejemplo, sobre el “impuesto Patria” con el que se gravaría, por la pandemia, a las fortunas más acaudaladas del país. Aunque por ahora ni siquiera fue presentada la ley, Máximo parece realmente convencido de que es lo correcto para hacer, mientras que Massa no lo comparte. Facundo Moyano, que hace rato encuentra cobijo bajo el ala del tigrense, le dijo el martes 5 a los estudiantes de periodismo de la Escuela de Comunicación de Perfil que “no apoyaría la ley”, una declaración que corrió como pólvora en el Frente de Todos y que puso en evidencia que intentar aprobar este proyecto podría tensionar la interna más de lo que recomiendan los especialistas a los que suele escuchar el Presidente. Más allá de las diferencias por este proyecto, en la relación de Máximo con Massa se esconde otro foco del nuevo perfil del hombre. Los que siguen el día a día del hijo de la vicepresidenta, en un esfuerzo de reconstrucción -es difícil precisar cuándo se inician los grandes cambios de las personas-, dicen que el giro se dio durante el transcurso de los tiempos en el llano, durante el macrismo. Mientras que su madre eligió refugiarse del despoder en el sur, Máximo hizo lo que Néstor sabía hacer mejor: política sin demasiados miramientos. Empezó a buscar convertirse en un hombre “práctico”, como decía y pedía Perón. En ese trajín tejió alianzas con intendentes del conurbano a los que su madre jamás toleró ni respetó -y que hoy lo consultan y lo buscan incluso antes que al gobernador Kicillof-, empezó a perder la bronca cristinista con los empresarios -y ahora, en plena pandemia, se reúne en las sombras con algunos que fueron enemigos oficiales de los K- e incluso tejió una incipiente relación con la Iglesia, al punto de convencer a Alberto de recibir dos veces a los curas de las villas en Olivos y organizó él mismo los encuentros.
Claro está, Máximo es incondicional a su madre. La lealtad es absoluta, pero esto no quiere decir que, como cualquier buen hijo, siempre coincida o siempre haga lo que ella prefiere. “Parrilli y el Patria son los soldados de ella que no mueven un dedo sin consultarle. Máximo y varios más de La Cámpora son bastante más picaros a la hora de hacer política”, cuentan desde el Gobierno. La foto que por estos días circuló en el Frente de Todos, y que molestó a muchos, lo confirma: es la del sonriente “Wado” de Pedro, que para aquel 27 de octubre ya estaba designado como futuro ministro de Interior, en la asunción de Juan Bautista Mahiques, enemigo público de Cristina, como fiscal general de la Ciudad. El futuro es una incógnita y va a depender, como suele pasar en Argentina, del desarrollo de la economía que le podría dar la reelección fácil a Alberto o quitársela. El Presidente ya lo adelantó: cuando le preguntan sobre un posible sucesor –que no sea él- siempre habla de Massa o Máximo. Incluso el presidente de la Cámara de Diputados lo elogió en una entrevista con PERFIL, y habló de que se parece más “a Néstor que a Cristina”. Está claro: el hijo del matrimonio Kirchner se convirtió en la cuarta pata del Frente de Todos, y con poder propio.
Cerca de Máximo las aguas están divididas: unos dicen que, como cualquier político y más para uno con ese apellido, la Casa Rosada es siempre una meta -camino en el que inevitablemente se cruzaría con Kicillof, el otro mimado de la jefa-, mientras que la otra parte aseguran que sería levantar demasiado el perfil para alguien que siempre detestó la exposición. Pero Máximo cambió, y lo está demostrando.
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