Moría un presidente norteamericano que tuvo que ver con el gran salto de China, justo cuando otro presidente norteamericano enfrentaba en la arena del G20 la consecuencia de aquel gran salto.
A George Herbert Walker Bush se lo recordará por haber sellado el fin de la Guerra Fría, por la “Tormenta del Desierto” que barrió de Kuwait al ejército iraquí y por la invasión de Panamá para capturar al general Noriega. Pero en la larga carrera de este republicano que llegó al Despacho Oval después de haber sido el vicepresidente de Ronald Reagan, está su paso por la embajada en Beijing.
Durante más de un año fue embajador en China. Gerald Ford lo repatrió para que dirigiera la CIA, pero en ese breve periodo tomó contacto con reformistas que, por oponerse al dogmatismo maoísta, habían sido víctimas de la “revolución cultural”, la caza de brujas con que Mao Tse-tung castigó al “desviacionismo”.
Desde la embajada en Pekín y luego desde la CIA, “Bush padre” colaboró para que grandes reformistas como Deng Xiaoping y Zhao Ziyang pasaran de las listas negras al liderazgo del Partido Comunista, desde donde impulsaron la apertura al mundo y al capital privado, iniciando la “gran marcha” de China hasta la vanguardia de la economía mundial.
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El presidente que jugó un rol clave en la conversión china al capitalismo, moría en Houston justo cuando el actual presidente confrontaba con el impresionante resultado de la reforma y la apertura que pusieron fin al colectivismo de planificación centralizada. Ahora China disputa el liderazgo económico mundial a los Estados Unidos. Por eso Trump se valió de las numerosas y fundadas denuncias de malas prácticas económicas para declarar una “guerra comercial”.
La piratería en materia de propiedad intelectual, el espionaje cibernético, la mano de obra barata, el dumpin, la laxitud en los controles ambientales y otras prácticas de competencia desleal, han sido una constante en la economía china. Todos los gobiernos norteamericanos las denunciaron pero Trump fue quien decidió pasar de la denuncia al “campo de batalla”, planteando una fuerte suba de aranceles a productos chinos. O sea, declaró la “guerra comercial”.
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La cumbre del G20 era el escenario de un gran duelo entre los líderes de las potencias enfrentadas. Trump llegaba a Buenos Aires con el dedo en el gatillo, mientras que Xi Jinping parecía haber llegado con una bandera blanca. No era de rendición, sino de tregua.
Hasta último momento hubo dudas sobre lo que ocurriría. La delegación china emitía señales pacificadoras pero Trump, con el ceño fruncido dándole un aire de enojo, hizo retumbar tambores de guerra hasta que se sentó frente a Xi en el Palacio Duhau.
El presidente norteamericano parecía dispuesto a patear el tablero, aunque los negociadores de ambas potencias habían arribado a un acuerdo. Casi todo el G20 apoyaba ese acuerdo, por considerar que si esa guerra comercial que ya se encontraba en la fase de las escaramuzas, escalaba fuertemente, ocasionaría graves daños a la economía global.
Trump estaba presionado para aceptar el acuerdo que ya había aceptado Xi. En Buenos Aires podía profundizarse el conflicto que amenaza al orbe o podía conjurarse el riesgo, al menos momentáneamente.
Xi Jinping estaba dispuesto a pagar el precio de una tregua: incrementar significativamente las importaciones de productos norteamericanos para equilibrar la balanza comercial. Pagar ese precio es necesario para salvar, en definitiva, la continuidad del avance chino que se aceleró vertiginosamente en los últimos cinco años con los inmensos progresos en la robotización y en la digitalización de la economía.
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Faltaba ver qué importaba más a Trump ¿la tregua o frenar el avance chino? En definitiva, el jefe de la Casa Blanca entiende, igual que su par chino, que de lo que se trata es de la disputa por la supremacía hegemónica en la economía mundial.
Los acuerdos apaciguadores que Beijing paga con concesiones, sólo pueden demorar lo que por momentos parece inexorable: con la economía digitalizada y la producción robotizada, China alcanzará la cumbre del liderazgo. Eso es lo que quiere evitar Trump. Pero de momento tuvo que ceder.
Finalmente, lo que parecía ser la cumbre de la confrontación y el choque, terminó siendo la cumbre de las treguas. La pulseada entre multilateralismo y bilateralismo se resolvió con un mensaje de término medio. Sin vencedores ni vencidos. Mientras que la escalada en la guerra comercial terminó en una tregua de tres meses.
Un alivio para Xi, pero también para Trump, que pudo volver a Washington con buenas noticias para productores de alimentos y de otros bienes que podrán incrementar sus exportaciones a China.
Había llegado a Buenos Aires con el estruendo de una bomba institucional recién estallada: su ex abogado Michael Cohen confesó haber mentido al Congreso para encubrirlo, cuando afirmó que al comenzar las primarias republicanas con la precandidatura de Trump, éste ya había cesado negociaciones con funcionarios rusos para construir un rascacielos en Moscú.
Esas negociaciones siguieron después del caucus de Iowa, que marca el inicio de las primarias, confesó el abogado que durante diez años se ocupó de los asuntos más personales de Trump, incluidos los pagos a mujeres como Stormy Daniels.
La confesión de Cohen incrementó el arsenal de pruebas del fiscal Mueller para demandar un juicio político por la trama rusa. Por ese giro en el caso es que Trump debió cancelar la cumbre prevista con Vladimir Putin en Buenos Aires. El incidente naval en el estrecho de Kerch y la denuncia ucraniana contra el avance ruso sobre las aguas del Mar de Azov, le vinieron bien como excusa. Pero pocos la creyeron. Con la confesión de Cohen, una reunión a solas con el jefe del Kremlin inflamaría aun más el Rusia-gate.
Mejor retornar con buenas noticias sobre exportaciones a China, que hacerlo con una guerra comercial con ese gigante asiático que ya no tiene pies de barro, entre otras cosas, por la colaboración para que los reformistas asciendan al liderazgo que hizo, cuando fue embajador en Pekín, el viejo presidente que moría en Houston: George Herbert Walker Bush.
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