El huracán Guaidó se había detenido abruptamente en las fronteras de Venezuela, generando la sensación de que no hay vía política para sacar al régimen. Por lo tanto, parecía ensancharse la vía militar.
Desde la fulgurante irrupción en el centro del escenario político, Guaidó había avanzado a paso redoblado, arrinconando a Maduro. Pero el “Día D” terminó siendo diferente de lo que había vaticinado. El “presidente encargado” puso la vara demasiado alta al afirmar que, sí o sí, el sábado 23 de febrero los convoyes con asistencia ingresarían a Venezuela. Su seguridad se paraba sobre la certeza de que los militares desertarían en masa antes cumplir una orden del régimen contra el ingreso de comida y medicina a un país donde escasean tanto.
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Pero las cosas no ocurrieron así. Y el primer traspié de Juan Guaidó en su ofensiva contra Maduro hizo que se escucharan tambores de Guerra.
La apuesta geopolítica de Donald Trump parece apuntada a retirar los Estados Unidos del Medio Oriente, Asia Central y el Lejano Oriente, para retomar el intervencionismo norteamericano en Latinoamérica. Un régimen calamitoso como el que impera Venezuela podría ser la excusa ideal para poner nuevamente en práctica esa vieja doctrina.
Sucede que un gobierno puede no ser democrático pero ser popular, si avasalla el pluralismo pero conserva el apoyo de las mayorías, y puede no ser popular pero ser democrático, si no, no tiene apoyo mayoritario pero respeta el pluralismo y la institucionalidad del Estado de Derecho. Y el poder que preside Nicolás Maduro no es democrático ni popular. Abandonó el cauce de la Constitución bolivariana cuando se negó a realizar el referéndum revocatorio que la oposición tenía derecho a reclamar, porque había cumplido todos los pasos requeridos en la carta magna. De ahí en más, el régimen se lanzó a una deriva autoritaria que hizo naufragar lo poco que quedaba de institucionalidad. Y como Maduro perdió también el respaldo mayoritario que había amasado Hugo Chávez, su gobierno terminó siendo un autoritarismo antipopular. O sea, una dictadura.
Por eso, los sucesos del sábado 23 de febrero hicieron que la sombra de una intervención militar sobrevolara Venezuela.
Muchos pensaron que a Trump le resultaría fácil lograr el respaldo del Grupo de Lima a una acción armada. Pensaban que los gobiernos de derecha y centro-derecha latinoamericanos apoyarían con entusiasmo el uso de la fuerza, si fuera eso lo que les reclamara la Casa Blanca.
Sin embargo, el lunes 25 de febrero, en Bogotá, se cortó en seco el viento que soplaba hacia los campos de batalla. Fueron diez los países latinoamericanos que, junto con Canadá, se pronunciaron en el mismo sentido de la advertencia que por esas horas hacía la Unión Europea (UE) a Washington: sacar el dedo del gatillo. En la reunión del Grupo de Lima quedaron en claro dos cosas: el régimen de Maduro debe terminar cuanto antes, pero la guerra no debe ser el instrumento para lograrlo.
Quienes defienden esa alternativa en Washington, parecen convencidos de que una acción armada sería tan breve e indolora como la invasión a Grenada que lanzó Ronald Reagan en 1983 para derribar el gobierno pro-cubano que encabezaba Hudson Austin en el pequeño archipiélago del Caribe.
Otros, más moderados con el optimismo, parecen creer que un ataque al régimen sería similar a una operación como la que ejecutó, en 1989, George Herbert Walker Bush en Panamá para capturar al general Noriega, dejando más de tres mil muertos en el país del istmo.
Pero la visión más realista que prevaleció en el Grupo de Lima considera que una intervención externa en Venezuela podría detonar el conflicto más grave vivido en Sudamérica desde el siglo XIX.
Ni siquiera la Guerra del Chaco, librada por Bolivia y Paraguay entre 1932 y 1935 con cerca de 100.000 muertos, sería comparable a lo que podría causar una intervención de potencias extranjeras en Venezuela.
Para visualizar el verdadero alcance de los riesgos, habría que pensar en la Guerra de Triple Alianza, el conflicto decimonónico en el que Brasil, Argentina y Uruguay devastaron a Paraguay, diezmando a su población y amputando su capacidad de desarrollo por más de un siglo.
La diferencia con una guerra en Venezuela, estaría en que la mayoría de los venezolanos posiblemente no combatirían a la nueva triple alianza (Estados Unidos, Colombia y Brasil), como hicieron los paraguayos entre 1864 y 1870. En la peor guerra de la historia sudamericana, las fuerzas atacantes terminaron peleando contra niños y mujeres en las calles de la arrasada Asunción.
Pero que a Maduro sólo esté dispuesto a defenderlo una casta militar envilecida, no evitaría el peor de los riesgos que implica la vía militar: la posible “iraquización” de Venezuela. O sea, que el país caribeño termine, como Irak tras la caída de Saddam Hussein, convertido en un agujero negro donde se engendran milicias y fanatismos de la peor calaña.
Con milicias que el régimen armó hasta los dientes; con guerrilleros colombianos infectando la frontera; con agentes del Hizbolá asesorando a grupos paramilitares y con mafias rusas, chinas y del Oriente Medio operando en el arco minero para extraer ilegalmente oro y coltán, sobran factores que puedan hundir el país en un caos interminable.
Lo tuvieron en claro Canadá y los diez países del Grupo de Lima. Por eso se optó por aumentar el cerco diplomático para aislar aún más a Maduro. Los efectos serán más lentos, pero parece el camino más sensato para lidiar contra un régimen que nunca fue democrático y que también, hace mucho tiempo, dejó de ser popular.
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