La palabra compuesta “mansplaining” fue acuñada hace una década en los Estados Unidos y se ha vuelto un emblema del léxico feminista. El idioma inglés, tan versátil para crear neologismos, permitió que los terminos “man” (hombre) y “explaining” (explicación) se unieran en un nuevo vocablo que significa, literalmente, “hombre que explica”.
Aunque la periodista y activista norteamericana, Rebecca Solnit, niegue ser la creadora de la palabra es verdad que su artículo “Los hombres me explican cosas” publicado en 2008 y viralizado durante un década, fue la fuente de inspiración. ¿Qué decía Solnit en ese artículo? Contaba básicamente una anécdota: junto con una amiga había asistido a una fiesta de grandes empresarios. Cerca del final, el anfitrión -un hombre mayor- se acercó y comenzó a darles una larga disertación acerca de un tema que, casualmente, era el tópico del último libro de Rebecca. Tanto la periodista como su amiga advirtieron al señor de este “detalle” pero él hizo caso omiso de la objeción y siguió explicándole a Solnit el contenido de su propio libro.
La historia es graciosa, pero las conclusiones que la periodista saca de esta anécdota no lo son. Para ella, el “mansplaining” es esa forma paternalista y condescendiente que emplean los varones para enseñarle cosas a una mujer ignorando, en principio, si ella necesita que se las enseñen y, en segundo lugar, si es preciso transmitírselas con tal grado de superioridad.
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La idea prendió en las mujeres y el término se volvió ultra popular. De hecho gran parte del género femenino reconoce haber pasado alguna vez por esa situación. Por ejemplo, una primera cita donde el varón se extiende con precisión en la intricada trama de su trabajo cotidiano. O explica con lujo de detalles los posibles escenarios de la política nacional. O lo que es peor, se explaya con amplitud en algún tópico sobre el cual la interlocutora es experta (a esta cronista en una reunión intentaron convencerla de lo que pensaba en verdad su jefe -habitual panelista en un programa de televisión- sobre el gobierno, sin habérselo cruzado nunca jamás en la vida).
“Es la arrogancia lo que lo hace difícil -dice Solnit-. Lo que sumerge en el silencio a las mujeres indicándoles, tal como lo hace el acoso callejero, que este no es su mundo”.
La editorial Fiordo acaba de publicar “Los hombres me explican cosas” en la Argentina, un volumen de ensayos que contiene el famoso artículo de Solnit pero también recorre con agudeza otros de los llamados “micromachismos”, esas actitudes cotidianas que están lejos de los grandes crímenes del patriarcado, pero que generan un gran clima de tensión entre los géneros.
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Palabras. Justamente es el silencio o la palabra la dualidad en la que se han debatido las mujeres a lo largo de la historia. Desde Safo, la primera poeta conocida de Occidente, hasta la actualidad, no hay expresión de cualquier clase, de parte de una mujer, que no conlleve una dosis de conflicto. El acceso a la palabra siempre fue difícil para el género femenino, haciendo la obvia salvedad de los miles de editores, publishers y simples lectores que han alentado la comunicación de las mujeres.
Pese a la indudable evidencia histórica de su silencio, existe una fantasía generalizada acerca de verborragia irrefrenable del “sexo débil”. “No paran de hablar”, se quejan los varones y la ciencia (que es parte de los ordenamientos ideológicos de este mundo) parece darles la razón. Según la neurología, la mujer maneja con más facilidad áreas interrelacionadas del cerebro y ello las capacitaría para desarrollar mejores aptitudes lingüísticas.
En los '80, en tiempos del auge de “Los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus”, de John Gray, una lingüista norteamericana -Deborah Tannen- se propuso estudiar los estilos conversacionales de ambos géneros. Y cuando hizo las investigaciones de campo descubrió algo muy interesante: el mito de que las mujeres hablaban mucho y los hombres poco era una fantasía. Lo que Tannen comprobó fue que los varones hablaban notablemente más que las mujeres en situaciones públicas. En los trabajos, en el Parlamento, en cualquier debate podían, lisa y llanamente, acaparar la palabra. Ellas, en cambio, reinaban en la charla vincular, en la intimidad y la casa. La esfera pública las atemorizaba.
La idea de que los varones podían amenazar la expresión libre de una mujer fue un dato de la realidad hasta este siglo. Sor Juana Inés de la Cruz, considerada por muchos la primera feminista intelectual de Latinoamérica, confesó en el siglo XVII preferir el convento al matrimonio porque allí las posibilidades de escribir y estudiar eran mucho más accesibles. En un texto fundamental del pensamiento en español, la “Respuesta a Sor Filotea”, Sor Juana le contesta con fingida humildad al Obispo de Puebla que la ha reprendido por publicar sus ideas, que su vocación es aprender pero no brillar públicamente, una ambición altamente reprochable en una mujer de la época.
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Dos siglos, después, en el XIX, la escritora que tal vez más ha influido en las mujeres de todo el mundo, Luisa May Alcott, autora de “Mujercitas”, decide no casarse para poder dedicarse en cuerpo y alma a la escritura. Hombres y palabras, para las intelectuales de la antigüedad, fueron destinos casi irreconciliables.
Hablar hoy. Mary Beard, especialista en cultura clásica y colaboradora habitual de los medios británicos, se queja en su último libro “Mujeres y poder. Un manifiesto” (Crítica) del comportamiento de los varones hacia la palabra femenina en las redes. Beard denuncia los insultos referidos al sexo con los que muchos varones intentan frenar sus voces. En términos de Solnit, un modo de decirle a las mujeres “este mundo no es de ustedes”. “Los medios no causan la misoginia pero la exponen -explica Beard a NOTICIAS en una breve entrevista vía mail-. Mi decisión fue enfrentar a los trolls, desafiarlos. La estrategia usual de bloquearlos y no responderles es otra manera de imponer el silencio a las mujeres”.
Las redes sociales, según Beard, vuelven a poner en escena, con otros colores, las eternas condiciones de este conflicto. Las mujeres quieren hablar y algunos (muchos) varones preferirían verlas desterradas del territorio de la palabra. La voz femenina para ellos nunca dejará de ser subversiva, estentórea, incontrolable.
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