Thursday 18 de April, 2024

CULTURA | 01-04-2021 12:11

Cómo funciona la propaganda fascista

El discurso totalitario cuestiona los cimientos del régimen democrático. Intenta controlar a la justicia independiente y reducir los beneficios de las minorías.

Es difícil que prospere un programa político que diga abiertamente que perjudicará a un amplio grupo de personas. El papel de la propaganda política es ocultar aquellos objetivos claramente conflictivos de los políticos o de los movimientos políticos haciéndolos pasar por unos ideales que tienen gran aceptación. Se enmascara lo que en realidad es una guerra peligrosa y desestabilizadora por obtener el poder para que parezca una guerra que tiene como meta la estabilidad o la libertad. La propaganda política utiliza el lenguaje de los grandes ideales para unir a la gente en torno a unos fines que de otro modo parecerían muy dudosos.

La “guerra contra el crimen” del presidente estadounidense Richard Nixon es un ejemplo perfecto de cómo disimular objetivos problemáticos y presentarlos como bienintencionados. La historiadora de Harvard, Elizabeth Hinton, estudia esta táctica en su libro “From the War on Poverty to the War on Crime: The Making of Mass Incarceration in America” (“De la guerra contra la pobreza a la guerra contra el crimen: La creación de la encarcelación masiva en América”) . En él incluye anotaciones del diario del jefe de Gabinete de Nixon, H. R. Haldeman, quien cita a Nixon en una entrada de abril de 1969: “Tenemos que asumir que el problema real son los negros. La clave está en idear un sistema que tenga esto en cuenta sin que lo parezca”. De modo sistemático y sin rodeos, Nixon acababa de admitir que la lucha contra la delincuencia podía ser una manera eficaz de ocultar las motivaciones racistas de su política nacional. La retórica de la “ley y el orden”, resultante de esta conversación, se utilizó para encubrir un programa político racista que no era un secreto para nadie dentro de las paredes de la Casa Blanca.

Hitler en París

Los movimientos fascistas llevan liberando al pueblo de las élites corruptas desde hace generaciones. Dar publicidad a falsas acusaciones de corrupción mientras se participa en operaciones ilícitas es algo característico de la política fascista, y las campañas anticorrupción suelen ocupar un lugar central en los movimientos políticos fascistas. Es típico de los políticos fascistas condenar la corrupción del país del que se quieren apoderar, lo que resulta cuando menos curioso, ya que ellos siempre son mucho más corruptos que aquellos a quienes pretenden sustituir o derrotar. Como dice el historiador Richard Grunberger en su libro “La historia social del Tercer Reich”: “Era una situación paradójica. Después de haber repetido hasta la saciedad y grabado en la conciencia colectiva que democracia y corrupción eran conceptos sinónimos, los nazis se dedicaron a crear un sistema gubernamental que hacía que los escándalos del régimen de Weimar palidecieran en comparación. La corrupción era sin duda el principio rector del Tercer Reich, y aun así muchos no solo hacían la vista gorda, sino que de verdad creían que aquellos hombres del nuevo régimen estaban plenamente comprometidos con la integridad moral”.

Cuando el político fascista habla de corrupción, se está refiriendo en realidad a la corrupción de la pureza y no a la de la ley. Aunque parezca que, oficialmente, su denuncia tenga que ver con el ámbito político, en realidad de su discurso se desprende que es una usurpación del orden tradicional.

Precisamente fueron las falsas acusaciones de corrupción las que pusieron punto y final a la Reconstrucción (período posterior a la Guerra de Secesión). Como dice W. E. B. Du Bois en “Black Reconstruction”, “el origen de aquella acusación de corrupción fue que los pobres gobernaban y cobraban impuestos a los ricos”. Cuando habla de la razón principal para privar del derecho al voto a los ciudadanos negros, Du Bois dice lo siguiente: “El sur, casi de modo unánime, culpaba finalmente al negro de ser el principal responsable de la corrupción sureña. Repitieron hasta la saciedad aquella acusación hasta que pasó a formar parte de la historia: que la causa de la falta de honradez durante la Reconstrucción fue que, después de doscientos cincuenta años de explotación, a cuatro millones de obreros privados de derechos se les había concedido por ley el derecho a tener voz en su propio Gobierno para hablar de los productos que fabricarían, del tipo de trabajo que desempeñarían y de la distribución de la riqueza”.

trump-obama

Para muchos estadounidenses blancos, el presidente Obama debió de ser un corrupto, porque el hecho mismo de estar en la Casa Blanca ya corrompía en cierto modo el orden tradicional. Que las mujeres consigan posiciones de poder político normalmente reservadas para los hombres —o que los musulmanes, negros, judíos, homosexuales o “cosmopolitas” aprovechen o incluso puedan utilizar los bienes públicos de una democracia como, por ejemplo, la asistencia sanitaria— se percibe como corrupción. Los políticos fascistas saben que sus seguidores pasarán por alto sus propias corruptelas porque, en su caso, como miembros de la nación elegida, solo han tomado aquello que por derecho les pertenece. Darle a la corrupción apariencia de anticorrupción es una estrategia distintiva de la propaganda fascista. Vladislav Surkov fue básicamente el ministro de Propaganda de Vladimir Putin durante muchos años. En su libro “La nueva Rusia”, el periodista Peter Pomerantsev afirma que el “sistema político en miniatura” de Surkov tenía “una retórica democrática y una voluntad antidemocrática”.

Esa voluntad antidemocrática oculta tras la propaganda fascista es clave. El Estado fascista quiere desarticular el Estado de derecho para reemplazarlo por los mandatos de los distintos dirigentes o líderes del partido. Es habitual en el fascismo contrarrestar las duras críticas que recibe de un sistema judicial que actúa de modo independiente con acusaciones de imparcialidad (que es una clase de corrupción). Acto seguido aprovecha esos reproches para reemplazar a jueces independientes por aquellos que utilizarán la ley cínicamente para proteger los intereses del partido que está en el poder. La rápida y reciente transición de ciertos Estados en apariencia democráticos como Hungría y Polonia a gobiernos no democráticos ha hecho que destaque esta táctica en especial, que tiene como objetivo debilitar a un sistema judicial autónomo: los dos países pusieron en vigor leyes para reemplazar a jueces independientes por personas leales al partido poco después de que sus regímenes antidemocráticos llegaran al poder. Oficialmente, lo justificaron diciendo que la neutralidad judicial anterior era en realidad pura fachada y que había existido una predisposición contraria al partido gobernante. Para erradicar la corrupción y la supuesta imparcialidad, los políticos fascistas atacan y desacreditan a las instituciones que de otro modo controlarían su poder.

Del mismo modo que la política fascista ataca al Estado de derecho con el pretexto de combatir la corrupción, también alega que quiere proteger la libertad y los derechos individuales. Pero esos derechos dependen de la opresión a ciertos grupos. El 5 de julio de 1852, Frederick Douglass, orador partidario del movimiento abolicionista, dio un discurso con motivo del Cuatro de Julio, Día de la Independencia de Estados Unidos. Douglass empieza diciendo que es un día para celebrar la libertad política: “Hoy, a efectos de celebración, es Cuatro de Julio. El aniversario de su independencia nacional y de su libertad política. Esto es para ustedes lo que la Pascua fue para el pueblo liberado de Dios”. Douglass dedica la primera parte de su discurso a elogiar el compromiso de los padres fundadores con la causa de la libertad y a alabar que en ese día se le rinda homenaje. Pero entonces, refiriéndose al momento presente, Douglass, que había sido esclavo, pregunta: “Arrastrar a un hombre encadenado hacia el grandioso e iluminado templo de la libertad y llamarlo para que se una a ustedes en sus himnos de regocijo constituye una burla inhumana y una ironía sacrílega. ¿Pretenden ustedes, ciudadanos, burlarse de mí al pedirme que hable hoy?”.

Fotogaleria Donald Trump

En este famoso discurso, titulado “What to the Slave is the Fourth of July?” (“Qué es para el esclavo el 4 de julio”), Douglass denuncia la hipocresía de un país que esclaviza al hombre y, a la vez, celebra el ideal de la libertad. Los estadounidenses del siglo XIX, también los del sur, creían que su tierra era un modelo de libertad. ¿Cómo era aquello posible —se preguntaba Douglass— si la base de aquella patria era el trabajo de los africanos esclavizados y de una población indígena cuyo derecho a la tierra e incluso a la vida se despreció por completo? Aquella retórica de la libertad había resultado eficaz porque en aquel momento se creía que la población indígena y también la esclavizada llegada de África no era digna receptora de los valores de la libertad. He aquí un típico ejemplo de ideología fascista que defiende la existencia de una jerarquía en el valor humano según la raza a la que se pertenezca. La retórica de la libertad funcionó a la perfección durante los años de la Confederación porque vinculaba claramente las libertades de los blancos del sur con la práctica de la esclavitud. Cuando otros hacen tu trabajo por ti, eres libre de hacer lo que quieras, por lo menos en un plano superficial. Aquella libertad que le permitía disfrutar de una vida tranquila al terrateniente sureño iba íntimamente ligada a la doctrina de la superioridad de la raza blanca. En estas circunstancias, la noción misma de libertad que se tenía en el sur se basaba, perversamente, en la práctica de la esclavitud. Un ejemplo de esta inversión de conceptos es la retórica de los “states’ rights” o “derechos de los estados”, una expresión empleada para defender la libertad de los estados del sur frente a las intervenciones federales Pero, casualmente, las intervenciones federales que más molestaban eran las que tenían que ver con la abolición de la esclavitud y de las leyes de Jim Crow, que limitaban el derecho al voto de los ciudadanos negros. La libertad que muchos reclamaban en el sur amparándose en los derechos de los estados era la misma libertad que limitaba los derechos de sus compatriotas negros.

La historia nos dice que los líderes fascistas suelen llegar al poder después de ganar unas elecciones democráticas. Sin embargo, ese compromiso con la libertad (como la libertad inherente al derecho al voto) normalmente llega a su fin con esa victoria. En “Mein Kampf” (“Mi lucha”), después de criticar la democracia parlamentaria, Hitler alaba “la verdadera democracia alemana”, en la que “se elige libremente al líder, junto con su obligación de asumir toda la responsabilidad de sus acciones así como las consecuencias de las mismas”. Hitler describe aquí cómo, después del voto democrático inicial, todo el poder acaba en manos del líder. En la descripción que da Hitler de “la verdadera democracia alemana” nada lleva a pensar que ese líder deba someterse a unas posteriores elecciones. (Hitler se remonta al pasado mítico, cuando el reinado de los monarcas germanos medievales era vitalicio). Sea lo que sea ese nuevo sistema, ciertamente no es una democracia.

La instrumentalización del concepto de “libertad” para defender en realidad la práctica de la esclavitud durante la época de la Confederación, la llamada a la defensa de los “derechos de los estados” que se hacía desde el sur y la presentación que Hitler hacía del mandato dictatorial como “democracia” son ejemplos de cómo el fascismo utiliza el lenguaje de los grandes ideales para destruirlos. Los argumentos engañosos que justifican cada concepto pretenden hacernos creer que ese objetivo antidemocrático es, en realidad, democrático. En el caso de la Confederación y de las leyes de Jim Crow que regían en el sur, el razonamiento era que “los derechos de los estados” (una manifestación del derecho democrático a la autodeterminación) permitían la práctica de la subordinación racial, porque eran decisión de cada estado. Hitler dice que “la verdadera democracia alemana” —es decir, la dictadura unipersonal— es una democracia auténtica porque solo en un sistema así hay una verdadera responsabilidad individual por las decisiones políticas tomadas, porque estas recaen en una única persona, y la responsabilidad individual es uno de los conceptos más importantes de la democracia.

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En el libro VIII de “La República” de Platón, Sócrates dice que las personas no sienten una inclinación natural por el autogobierno, sino que buscan a un dirigente fuerte al que seguir. Y que, como la democracia permite la libertad de expresión, también da pie a que un demagogo se aproveche de esta necesidad de contar con un líder potente. El demagogo, valiéndose de esa libertad, se alimentará de los miedos y resentimientos de la gente. Y cuando este dirigente fuerte llegue al poder, pondrá fin a la democracia y la reemplazará por la tiranía. En pocas palabras, el libro VIII de “La República” argumenta que la democracia es un sistema que se boicotea a sí mismo porque los ideales que defiende lo llevan a su propia destrucción.

Los fascistas conocen bien esta estrategia que consigue que las libertades de la democracia se vuelvan en su contra. Joseph Goebbels, ministro de Propaganda nazi, afirmó en una ocasión: “Una de las mayores bromas de la democracia siempre será que les dio a sus más acérrimos enemigos los medios necesarios para destruirla”. Y lo que pasa hoy no es distinto de lo que pasaba ayer. De nuevo vemos que los enemigos de la democracia liberal emplean la estrategia de forzar los límites de la libertad de expresión para, en última instancia, destruir el discurso del otro. Desiree Fairooz es una exblibliotecaria y activista que estuvo presente en la vista de confirmación del fiscal general de Estados Unidos, Jeff Sessions, antiguo senador de Alabama. Su nominación al tribunal federal fue rechazada por el Senado estadounidense en 1986 porque se le acusaba de ser de ultraderechas y, en particular, racista (en sus tiempos de senador fue muy conocido por fomentar el pánico a la inmigración). Cuando Richard Shelby, senador de Alabama, declaró que “quedaba sobradamente demostrado que [Sessions] había tratado a todos los americanos de igual modo ante la ley”, Fairooz soltó una risita. De inmediato la arrestaron y la acusaron de alteración del orden público. El Departamento de Justicia de Estados Unidos, encabezado por Sessions, la denunció. En el verano de 2017, un juez desestimó los cargos presentados contra ella alegando que la risa es una manifestación de la libertad de expresión. Pero, en septiembre de 2017, el Departamento de Justicia de Sessions decidió seguir adelante con la denuncia y hasta noviembre de ese año no cejó en su empeño de llevar a Fairooz a juicio por haberse reído.

Jeff Sessions, fiscal general de Estados Unidos, difícilmente será un defensor de la libertad de expresión. Y, sin embargo, el mismo mes en que su Departamento de Justicia pretendía llevar a juicio a una ciudadana estadounidense por reírse, Sessions dio un discurso en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown en el que criticaba a los campus universitarios por incumplir su compromiso con la libertad de expresión. Según él, la universidad no fomentaba la participación de las voces de la derecha. Y por ello exigía “una renovación del compromiso nacional con la libertad de expresión y la Primera Enmienda” (esa misma semana, monopolizaba todas las pantallas el llamamiento de Trump a los propietarios de los equipos de la Liga Nacional de Fútbol Americano para que echaran de sus equipos a los jugadores que se arrodillaban durante el himno nacional como protesta contra el racismo, precisamente una clara manifestación de los derechos que defiende la Primera Enmienda).

En los últimos tiempos, los nacionalistas de ultraderecha han hecho que la retórica favorable a la libertad de expresión esté muy presente en la política estadounidense. Los mítines a favor de Trump que se celebran regularmente en Portland, Oregón, se llaman “Trump Free Speech Rallies” (“Mítines de Trump por la libertad de expresión”). En mayo de 2017, la ciudad vivió un acto de terrorismo supremacista blanco cuando Jeremy Joseph Christian, un nacionalista de ultraderecha de treinta y cinco años, presuntamente apuñaló a tres personas que intentaban mediar para que dejara de insultar a dos jóvenes musulmanas. De las tres personas apuñaladas, dos fallecieron a consecuencia de las heridas. Cuando entró en el juzgado para ser procesado, exclamó: “¡Libertad de expresión o muerte, Portland! No estáis a salvo. Esto es América. Si no os gusta la libertad de expresión, largaos de aquí. Vosotros lo llamáis terrorismo. Yo lo llamo patriotismo”.

Si en democracia existe la libertad de expresión es principalmente para que los ciudadanos y sus representantes puedan debatir sobre política. Pero ese tipo de debate en el que una parte insulta a la otra —por no hablar del uso de la violencia física— y luego protesta porque se ataca su libertad de expresión no encaja en absoluto con el debate público que queda bajo el amparo de la libertad de expresión. Jeremy Joseph Christian recurre a un tipo de discurso que aniquila la posibilidad de que exista un debate público, en lugar de favorecerlo.

A menudo se dice —y con razón— que el fascismo antepone lo irracional a lo racional; el fanatismo al intelecto. Lo que no se dice con tanta frecuencia, sin embargo, es que el fascismo lleva a cabo esta anteposición de modo indirecto; es decir, recurriendo a la propaganda. “The Rhetoric of Hitler’s 'Battle'” es un artículo escrito por el teórico literario estadounidense Kenneth Burke en 1939. El autor explica que Hitler, en su “Mein Kampf”, habla una y otra vez de lo mucho que le costó adoptar las ideas nacionalsocialistas —aceptar, por ejemplo, que la vida era una lucha de poder entre grupos en la que la razón y la objetividad no desempeñaban ningún papel—, de cómo se dio cuenta de que los seres humanos eran bestias o de su rechazo a la Ilustración por ser un movimiento impulsado por la razón. Burke escribe lo siguiente: “Aquellos que atacan el hitlerismo alegando que es un culto a lo irracional deberían corregir esta afirmación: efectivamente, se trata de una doctrina irracional, pero llevada a cabo bajo el lema de la 'Razón'”. Los fascistas rechazan las ideas de la Ilustración diciendo que la cruda realidad, la ley natural, les obliga a hacerlo. Como observa Burke, Hitler describe su proceso de conversión en un “fanático antisemita” como una “lucha de la 'razón' y de la 'realidad' contra el 'corazón'”. El fascista sostiene que la razón científica es la que le ha hecho ver que la vida es una batalla despiadada por obtener la posición dominante y que la misma fuerza que le ha permitido llegar a esta conclusión —la razón universal, una idea ilustrada— debe abandonarse.

Jason Stanley

 

-Profesor de Filosofía del Lenguaje en la Universidad de Yale. Autor de “¿Cómo funciona el fascismo?” (Blackie Books).

Cómo funciona el fascismo

por Jason Stanley

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