"En 1970, pasé un período de seis meses en la marina mercante, en calidad de marinero, en un petrolero de la Esso, y fue a bordo de aquel buque donde tuve mi primer contacto con hombres que se habían criado entre armas de fuego y seguían viviendo en íntimos términos con ellas. En su mayor parte nuestro cargamento consistía en combustible para aviones que transportábamos arriba y abajo por la costa del Atlántico hasta el golfo de México. Desde Elizabeth, Nueva Jersey, y Baytown, Texas, emplazamientos de las dos mayores refinerías de la Esso, partían todas nuestras travesías, con habituales paradas en Tampa y otros puertos de paso. A bordo solo había treinta y tres hombres, y, aparte de un par de europeos y de un puñado de norteños como yo, todos los oficiales y miembros de la tripulación procedían del Sur, casi todos de Luisiana y de diversas ciudades costeras de Texas. Dos de esos marineros me vienen ahora a la cabeza, no porque fueran especialmente amigos míos, sino porque, cada uno a su diferente modo, contribuyeron a ampliar mi formación en materia de armas de fuego.
Lamar era un pelirrojo de Baton Rouge, greñudo y bajito, con una mácula de brillante carmesí que le salpicaba el blanco del ojo izquierdo y ocho letras tatuadas en los nudillos de ambas manos: L-O-V-E y H-A-T-E, las mismas marcas grabadas en los dedos de Robert Mitchum en su papel de predicador demente en “La noche del cazador”. Lamar trabajaba como ayudante de engrasador en la sala de máquinas y era más o menos de mi edad (veintitrés). Pese a sus tatuajes de chico malo, me pareció un tipo agradable, de voz suave, y como ambos acabábamos de aterrizar en nuestro primer barco, dio por sentado que éramos aliados y parecía disfrutar de mi compañía cuando no estábamos ocupados con nuestras respectivas tareas. El hecho de que yo fuera del Norte, tuviera un título universitario y hubiese publicado algunos poemas en revistas no era algo que él considerase con recelo. Me aceptó tal como era, igual que yo a él, y nos llevábamos bien; no éramos amigos exactamente, solo compañeros que tenían un trato fácil y amistoso. Entonces llegó la primera revelación, el primer sobresalto. Para entonces nos habíamos contado bastantes historias sobre nuestra vida para que yo creyera que no lo incomodaría si le preguntaba por la mancha encarnada que tenía en el ojo. Sin sentirse ofendido, Lamar me explicó con tranquilidad que le ocurrió unos años atrás cuando un gentío del que él formaba parte arrojaba botellas desde la vereda a una marcha de protesta encabezada por Martin Luther King. Una esquirla de vidrio se le metió en el ojo, le atravesó la membrana y le produjo una lesión que al curarse se había convertido en la desagradable cosa roja que lo acompañaría durante el resto de su vida. Con todo, podría haber sido mucho peor, según afirmó, y se sentía afortunado por no haber perdido el ojo.
Hasta entonces, Lamar nunca había dicho en mi presencia una palabra contra los negros, y, cuando le pregunté por qué había participado en aquella cruel estupidez, se encogió de hombros y dijo que en aquel momento le pareció divertido. Era un adolescente y no tenía mucho conocimiento, dando a entender que ahora no volvería a hacer esa clase de cosas. Tampoco habría podido, desde luego, habida cuenta de que a Martin Luther King lo habían asesinado a tiros dos años antes, pero decidí tomar sus palabras como una disculpa, aunque tenía mis dudas. Luego llegó la segunda revelación. Una tarde estábamos en la cubierta viendo cómo una bandada de gaviotas volaba en círculos sobre el barco cuando Lamar me contó otra de las cosas divertidas que le gustaba hacer los sábados por la noche en Baton Rouge cuando estaba aburrido, que consistía en agarrar su fusil, llenarse el bolsillo de munición, situarse en un paso elevado de la ruta interestatal y disparar a los coches. Sonreía al recordarlo mientras yo intentaba asimilar lo que me estaba diciendo. “Disparar a los coches —le dije al fin—, no me tomes el pelo”. “En absoluto —repuso—, eso es lo que hacía”, y al preguntarle si apuntaba a los conductores, a los pasajeros, al depósito de gasolina o a las ruedas, contestó vagamente que disparaba en la dirección general de los coches. Y si hubiera acertado y hubiera matado a alguien, le pregunté, ¿qué habría hecho entonces? Lamar se encogió de hombros otra vez y enseguida me dio una contestación lacónica, indiferente, casi inexpresiva: “¿Quién sabe?”.
Esos dos sobresaltos ocurrieron durante mis primeros diez o doce días en el buque, en los siguientes marqué una respetuosa y amable distancia con Lamar, y entonces, una tarde, se acercó a mí para despedirse cuando estábamos a punto de atracar. Al jefe de máquinas no le gustaba su trabajo, me dijo, y le habían dado la patada. Con anterioridad me había dicho que había completado un riguroso curso de formación y que había aprobado un examen para trabajar como engrasador, pero resultó que Lamar había copiado el examen y sabía tanto de las labores de engrasador como yo mismo. Tal como el jefe de máquinas me dijo después: “Ese desgraciado bajito habría sido capaz de volar el petrolero y a todo bicho viviente a bordo, así que le di una patada en el culo y eché de aquí a ese cabrón”.
Adiós a mi compañero perdido, al que fuera mi amigo. No solo un racista a botellazos, no solo un fraude peligroso, sino un psicópata vacío para quien no tenía la menor importancia apuntar con el fusil a anónimos desconocidos y dispararles solo por gusto, por el placer que le procuraba. Si se pone un arma en manos de un maniaco, puede ocurrir cualquier cosa. Eso lo sabemos todos, pero cuando el maniaco parece ser un individuo corriente, equilibrado, sin resentimientos ni evidente rencor contra el mundo, ¿qué debemos pensar y cómo tenemos que actuar? Que yo sepa, nadie ha facilitado nunca una respuesta satisfactoria a esa pregunta.
Billy era una especie de animal diferente: dócil, afable y joven, solo dieciocho o diecinueve años, con mucho el miembro más joven de la tripulación. Yo era el segundo más joven, pero, en comparación con el rubio y lampiño Billy, me sentía sumamente mayor. Un chico agradable de una pequeña ciudad rural de Luisiana que hablaba sobre todo de su pasión por los coches trucados y de la caza de ciervos con su padre, a quien se refería como “papá” y “mi papá”. Un par de veces bajamos juntos a tierra con el cuarentón Martinez, padre de familia de Texas, pero, aparte de caerme bien Billy y de prometerle que algún día iría a cazar cuando pasara por Luisiana, no llegué a conocerlo más. Nada de eso tiene ya importancia. Cincuenta años después, lo que cuenta es que en una de nuestras paradas en Tampa desembarcamos con Martinez y, mientras los tres esperábamos un taxi para que nos recogiera y nos llevara al centro, Billy hizo una llamada a casa a cobro revertido desde el teléfono público del muelle. Habló con su padre o con su madre durante lo que pareció una excesiva cantidad de tiempo y, cuando colgó, se volvió hacia nosotros con una expresión preocupada en el rostro y dijo: “Han detenido a mi hermano. Anoche le pegó un tiro a alguien en un bar y está en un calabozo de la cárcel del condado”.
No añadió nada más. Ni palabra sobre por qué había disparado su hermano contra aquella persona, ni palabra sobre si la había matado o si seguía con vida, y en ese caso si estaba o no herida de gravedad. Solo lo esencial: el hermano de Billy había disparado contra alguien y ahora estaba en la cárcel.
Sin más elementos que considerar, solo puedo hacer conjeturas. Si su hermano mayor se parecía al propio Billy, es decir, si era un ser humano bonachón, razonablemente equilibrado, que funcionaba como tal, y no un chiflado como Lamar, de gatillo fácil, se dan todas las papeletas para que el tiroteo de la noche anterior fuera provocado por alguna discusión, quizá con un antiguo amigo, tal vez con un desconocido, y que los efectos desinhibidores del alcohol también desempeñaran un papel decisivo en la historia. Una cerveza de más y una disputa verbal que estalla súbita e inesperadamente para transformarse en una pelea a piñas. Esas cosas pasan cada noche en bares, pubs y cafés a lo largo y ancho del mundo, pero las narices ensangrentadas y las mandíbulas doloridas que suelen seguir a esas peleas en Canadá, Noruega o Francia muchas veces acaban con heridas de armas de fuego en Estados Unidos. Las estadísticas son a la vez crudas e instructivas. Los norteamericanos tienen veinticinco veces más posibilidades de recibir un balazo que los ciudadanos de otros países ricos, supuestamente avanzados, y, con menos de la mitad de población de esas dos decenas de países juntos, el ochenta y dos por ciento de las muertes por arma de fuego ocurren aquí. La diferencia es tan grande, tan chocante, tan desproporcionada con lo que sucede en otras partes, que hay que preguntarse por qué. ¿Por qué es tan diferente Estados Unidos, y qué nos convierte en el país más violento del mundo occidental?
Fragmento del libro “Un país bañado en sangre”.
Las imágenes de "Un país bañado en sangre"
“Las imágenes que acompañan el texto de este libro son fotografías del silencio”, explica en una nota preliminar a “Un país bañado en sangre” Paul Auster. Con estas breves líneas presenta el interesante trabajo de su coequiper, el fotógrafo Spencer Ostrander, para ilustrar la violencia, el horror y el caos que desataron las principales matanzas ocurridas en los Estados Unidos. “A lo largo de dos años, Spencer Ostrander emprendió varios viajes largos por todo el país para fotografiar el emplazamiento de más de treinta tiroteos masivos ocurridos en las últimas décadas -prosigue Auster-. Las fotografías son notables por la ausencia de figuras humanas y por el hecho de que en ningún sitio haya a la vista ni siquiera la sugerencia de un arma. Son retratos de edificios, construcciones sombrías a veces, desagradables, emplazadas en paisajes norteamericanos anodinos, neutrales: estructuras olvidadas donde hombres con fusiles y pistolas perpetraron horrendas matanzas, consiguieron brevemente la atención del país y cayeron luego en el olvido hasta que apareció Ostrander con su cámara y las transformó en lápidas de nuestro dolor colectivo”. Ostrander nació en 1984, vive actualmente en Nueva York y ha realizado fotos para las principales revistas de su país.
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