Atención a los cambios de agenda mediática dictada por la propaganda oficial: los formadores de opinión tuiteros y de la prensa tradicional se preparan en estas horas para mudarse de claustro académico para nutrir su discurso persuasivo. Ya no gritarán más: “¡lo dice la Ciencia!”. Ahora ensayan la orden: “¡lo dice la Ley!”. Mientras el Coronavirus sigue multiplicándose en los grandes centros urbanos y la cuarentena va cayendo por su propio peso, Alberto Fernández ya encara con premura su relato pospandémico, para ocuparse de lo que acaso más le importa a la jefa de la coalición gobernante: el escenario judicial.
Esta semana, la Corte Suprema de la Nación comenzó a levantar la feria judicial sanitaria, al tiempo que se reanuda el juicio oral por el curioso enriquecimiento de Lázaro Báez, y el resto de las causas contra Cristina Kirchner y compañía empiezan a quedar sin excusas para su ralentamiento. Con la negociación por la deuda estancada y la economía en terapia intensiva, la presión emocional al interior del Frente de Todos dejó expuestas sus grietas de origen. Por ese motivo, ya es tiempo de activar la cláusula fundamental del pacto de gobernabilidad K: los “presos políticos” -presentes y futuros- deben quedar libres de culpa y cargo de una vez por todas. Aunque incluso en el tema tribunalicio no hay una convergencia absoluta entre el albertismo, el cristinismo, el massismo y el peronismo federal, la reforma judicial puede darle el punto de apoyo a un Gobierno que busca ansiosamente su símbolo de paz interior.
Esa reforma judicial que el Presidente promete motorizar en breve, supone la revisión del número de miembros de la Corte, el lanzamiento de una bomba neutrónica sobre Comodoro Py y la revisión de mecanismos de asignación de jueces y fiscales, entre otras maniobras que luzcan como saneamiento pero que, en realidad, funcionen como garantía de control por parte del kirchnerismo. Para darle la legitimidad mínima que se necesita para encuadrarla institucionalmente, Alberto Fernández busca el apoyo o al menos la tolerancia cómplice de aliados tácticos en la oposición, algunos de ellos cultivados durante el miedo pandémico. La nueva versión del Pacto de Olivos entre peronismo y no peronismo parece que será viral, o no será. O sea que es ahora o nunca.
Lo que no está claro todavía es si ese eventual pacto judicial entre oficialismo y oposición para una reforma “por las buenas” incluiría garantías sobre la libertad futura de Mauricio Macri y su núcleo duro, o si precisamente el plan K es proponerlo como el chivo expiatorio perfecto para justificar lo injustificable: si desde hace años los políticos y la prensa multicolor vienen asociando la debacle nacional con la corrupción, ¿cómo podría sostenerse la absolución de todo el elenco K, precisamente en medio de la peor recesión de la historia argentina? Alguien tiene que pagar.
Pero además de los costos políticos y simbólicos, la crisis actual plantea una factura colectiva que, como sucedió luego del 2001, le tocará repartir a la Justicia entre los hogares argentinos, arbitrando entre ricos y pobres pero también entre no tan ricos y no tan pobres. Las consecuencias de un salvataje caótico y asimétrico lanzado por el Estado para aplacar la furia y el pánico de la sociedad civil ante el derrumbe económico generalizado amenazan con una catarata de amparos y otros pedidos de arbitraje del Poder Judicial entre millones de actores afectados. Tal como sucedió tras el estallido de la Convertibilidad, la Argentina vuelva acaso a mirar a los jueces como los encargados de resolver aquellos dilemas que ni legisladores ni funcionarios del Ejecutivo pudieron superar. Pero ese proceso de empoderamiento algo aberrante y espasmódico de los magistrados quizá se despliegue justo cuando todo el Poder Judicial esté en tela de juicio por la reforma K para salvar a Cristina. Una paradoja que traerá de todo, menos previsibilidad a la ya patológicamente incierta economía nacional. Será por eso que el Presidente le acaba de decir al Financial Times que no cree mucho en hacer planes.
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