Tuesday 23 de April, 2024

MUNDO | 05-01-2020 08:30

Rusia: dos décadas de Vladimir Putin

Por Hinde Pomeraniec*- El presidente cumple 20 años como virtual zar del país más grande del mundo. Pionero populista con una vasta red de influencias.

Hay dos análisis principales acerca de cómo fue la llegada de Vladimir Putin al poder máximo en Rusia, veinte años atrás. Uno sostiene que ese camino fue pavimentando con paciencia y capital político como vicealcalde y responsable comercial y de relaciones exteriores de San Petersburgo, su ciudad natal,  y luego como director de los servicios secretos. El otro análisis pretende que más bien fue el buen trabajo de relaciones públicas con la familia de Boris Yeltsin lo que condujo a Putin, primero al cargo de primer ministro, y luego a candidato a presidente para suceder a un Yeltsin desgastado, un año después del colapso económico que dejó a Rusia de rodillas.

Ambas teorías pueden ser válidas. Si la aparición de Putin sorprendió es justamente porque su aspecto era el de un hombre gris. La designación de un hombre trivial coincidió con lo que ya se percibía como una suerte de nostalgia, un sentimiento que siguió al vacío provocado por el derrumbe de la URSS. Pero en Putin se fusionaron las dosis ideales de carisma y burocracia que en poco tiempo le permitirían convertirse en un líder al estilo soviético.

Perfil. Su relación laboral previa con los servicios de inteligencia fue de gran ayuda para lograr un poder omnímodo a través de presiones salvajes a los empresarios –los llamados “oligarcas”, beneficiarios de las privatizaciones amistosas de Yeltsin–, el férreo control de toda forma de crítica y protesta, la compra y la creación de medios, y las limitaciones -a veces criminales- de investigaciones de personas y organismos vinculados con los derechos humanos.

Vladimir Putin

La sensibilidad no parece un atributo del estratega Putin, como pudo observarse tempranamente, durante el hundimiento del submarino Kursk en 2000, y durante las tomas de rehenes por parte de terroristas chechenos en el teatro Dubrovka de Moscú (2002) y la escuela de Beslán, en Osetia del Norte (2004), que costaron la vida de cientos de personas. No lo fue tampoco ante el escándalo por los abusos de sus hombres en contra de la población civil en las guerras en Chechenia, ni ante los diferentes hechos criminales que en estos años se fueron cobrando una a una las vidas de abogados, defensores de derechos humanos y políticos opositores.

Influencia. Vladimir Putin gobierna desde hace veinte años el país más grande de la tierra, en donde las diferencias entre los ciento cuarenta y cinco millones de habitantes que lo pueblan son más que los once husos horarios con los que se rigen. Se trata de un país desafiante por donde se lo mire, que une dos mundos físicos y culturales: Oriente y Occidente. En él conviven cristianismo e islamismo y todavía –pese a la riqueza de la década de los años propicios para los precios de las materias primas– la expectativa de vida en los hombres es de 66,5 años y en las mujeres alcanza los 77.

No hay otro país en el mundo en el que la brecha por género en este punto sea tan amplia, y esto se debe a que el alcohol hace estragos, las condiciones de vida en las regiones más extremas son casi perversas y la salud no parece una prioridad para el Estado. Un país difícil de domar que, sin embargo, Putin mantuvo bajo control sin fisuras a fuerza de autoridad y enorme carisma. Para ser precisos, durante los años en los que el gas y el petróleo sirvieron como fuerza de extorsión para que Occidente no pasara el límite de la retórica y las sanciones económicas sólo fueran parte de un arsenal discursivo.

Donald Trump y Vladimir Putin

Lo que no consiguió la modesta guerra de unos días con Georgia por las regiones de Abjazia y Osetia del Sur en 2008, lo consiguieron la anexión (“recuperación”, dicen los rusos) de Crimea en 2014 y la guerra en el este de Ucrania que le siguió: la imagen del líder volvió a crecer. Una curiosidad que vale la pena recordar: pocos meses antes de que se tensara la situación en Ucrania, Putin había irrumpido como inesperado adalid de la paz evitando la invasión en Siria que los Estados Unidos y sus aliados estaban dispuestos a lanzar en cualquier momento. Putin, en modo zen, ganó créditos reales y simbólicos, al siempre relajado Barack Obama –por entonces presidente de los EE.UU.– girando en falso con estampa guerrera. 

En su pico más alto de imagen internacional, Putin fue también quien se presentó como garante del polémico plan nuclear iraní; el líder clemente que optó por retirar los cargos de piratería contra los activistas de Greenpeace que intentaron tomar una plataforma petrolera rusa en el Ártico; y quien ordenó liberar a las activistas feministas del grupo punk Pussy Riot, encarceladas dos años antes acusadas de vandalismo.

Redes. Algo muy interesante de observar es el desarrollo de las relaciones de Putin con diferentes gobernantes latinoamericanos de la línea llamada “progresista”, una mezcla extraña de simpatías personales, confusión ideológica y estrategia política de riesgo. Como si para poder estar en sintonía con él, nuestros líderes regionales hubieran debido poner entre paréntesis sus leyes sociales reaccionarias, su capitalismo de amigos, su concepción autoritaria del poder y su manejo discrecional de los medios, y sólo resaltar el pasado comunista de su país y la fortaleza de su enfrentamiento con Estados Unidos y las potencias occidentales.

Vladimir Putin

Desde su llegada al poder, el presidente ruso se ocupó de restaurar el herido orgullo soviético con la intención de demostrarle al mundo entero que Rusia no era un país de segundo orden. Y, a su modo, lo consiguió: si no ganó respeto, al menos logró ser temido por los poderosos y que los menos poderosos prefieran tenerlo de su lado.

Basta con echar una mirada al mundo y a las actuales formas exitosas de liderazgo para observar que muchos de los atributos y condiciones por los que se destacaba Putin, y también por los que generaba rechazo, en la actualidad han dejado de ser extraordinarios. Autoritarismo, lengua hiriente, patrimonialismo, realidad a medida, sentido de la excepcionalidad de la propia cultura: todo eso Putin lo vio antes que nadie.

por Hinde Pomeraniec

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