Con la síntesis que muchas veces exige una conversación presurosa e informal, cuando nos proponen cómo definir en poquísimas palabras qué es el cerebro humano, solemos responder así: un órgano social. Decimos esto porque ese elemento tan complejo y fascinante no puede entenderse aislado y sin conexión con el otro.
Para que nuestra especie sobreviva, los bebés al nacer necesitan conectarse instantáneamente con las conductas protectoras de sus madres y padres. Y estos deben cuidarlos lo suficiente. Aunque otros animales pueden correr más rápido, tener mejor olfato o luchar mejor que nosotros, nuestro desarrollo evolutivo se destaca por las habilidades sociales: la capacidad para comunicarnos con los demás, para entender al otro y ser entendidos, para planificar y trabajar juntos, para afianzar tradiciones colectivas, para reunirnos y celebrar fiestas patrias, para abrazarnos en un partido del mundial de fútbol. Podemos entender con mayor claridad esta noción si hacemos una analogía (casi un lugar común, por cierto) entre el funcionamiento del cerebro y el de una computadora en la actualidad. En el caso de que la máquina se encuentre desconectada de Internet, aunque se trate de un equipo de última generación y muy potente, no tendrá una prestación plena. Más bien, su impulso será pobre, limitado, de bajo vuelo. Lo mismo sucede con nuestro cerebro.
Mecanismos neurales, hormonales y genéticos están involucrados en modular nuestra conducta social. Transformarnos en adultos no significa volvernos autónomos y solitarios, sino, por el contrario, depender de otros y que otros puedan depender de uno. Nuestra supervivencia depende, en gran medida, de un funcionamiento social efectivo. Las habilidades sociales facilitan nuestro sustento y protección. Si queremos entender a los seres humanos, la comprensión de las capacidades relacionadas con la sociabilidad cobra un rol fundamental.
De hecho, el dolor de sentirse solo y aislado de los que están alrededor funciona como un alerta del sistema biológico frente a una amenaza o potencial daño al cuerpo social, del mismo modo que cuando detecta dolor físico, hambre o sed y se disparan conductas claves para asegurar respuestas que nos permiten la supervivencia. Debemos comprender que sentirse aislado es un factor de morbilidad y mortalidad más importante que la obesidad y el alcoholismo. El aislamiento afecta la calidad del sueño y aumenta los síntomas depresivos y los niveles matinales de cortisol (la hormona del estrés). Aunque esta condición de sociabilidad se extiende a animales no humanos.
Por lo general, escuchamos a la gente comentar que tiene dolor físico, hambre o sed, pero es más difícil escuchar que en verdad se sienten solos. Porque el sentimiento de soledad representa una marca negativa en la actualidad. Cuando uno se siente solo, es importante reconocer la situación y entender el efecto perjudicial que produce en nuestro cerebro, cuerpo y conducta. Nuestros cerebros, cuando se sienten solos o aislados, responden con un mecanismo de autopreservación. Un estudio de neuroimágenes mostró que los cerebros de personas aisladas activaban más las áreas de atención ante imágenes negativas socialmente; mientras que se reducía la actividad en las áreas involucradas en el control de la atención que se necesita para ponerse uno en el lugar del otro, en tomar la perspectiva de otra persona. Por su parte, es necesario insistir que la diferencia no la hace la cantidad de personas con las que se rodea, sino la calidad del tiempo compartido con amigos y familia, una pareja confiable o sentirse parte de algo más grande que uno mismo (conectividad colectiva).(...)
Existen teorías que sostienen que el tamaño del cerebro se relaciona mayormente con el alcance del contacto social en cada especie. A partir de esto, muchos se han preguntado si la complejidad de nuestro cerebro no se debe justamente a la complejidad social de nuestra especie. Otros investigadores postulan que el desarrollo de la capacidad de manipular a los demás (o el engaño táctico) fue crucial para la evolución de nuestro cerebro.
La cognición social incluye diversos procesos cognitivos, tales como la “teoría de la mente”, la empatía, el reconocimiento de expresiones faciales, el procesamiento de emociones, el juicio moral y la toma de decisiones. Dado que la conducta social tiene demandas únicas, se tiende a pensar que posee sistemas cerebrales especializados. La conducta social requiere de una identificación muy rápida de los estímulos y signos sociales (tales como el reconocimiento de las personas y su disposición hacia nosotros), una importante y necesaria integridad de la memoria (para recordar quién es amigo y quién no lo es en base a nuestra experiencia), una rápida anticipación de la conducta de los otros, y la generación de múltiples evaluaciones comparativas. Por otro lado, los desafíos cognitivos requeridos para la interacción social parecen ser diferentes de aquellos requeridos para los objetos (no humanos). La cognición social se relaciona con el resto de las capacidades cognitivas con el objetivo último de guiar nuestra vida en sociedad, con estrategias a veces involuntarias y automáticas y muchas veces debajo de los niveles de nuestra conciencia.
El contexto, a su vez, formatea nuestras prácticas de manera preponderante, y también nuestra manera de ser. Nuestros humores, nuestros sueños, nuestras memorias, nuestros miedos y nuestras decisiones están condicionadas por el entorno. A pesar de tener el 100% de genes en común, si desde muy pequeños dos hermanos gemelos pasaran su vida en lugares distantes uno de otro, seguramente tendrían modos de ser mucho más diferentes entre sí que si se criaran juntos. ¿Por qué un jugador de fútbol de cualquier equipo que no andaba muy bien cuando pasa a otro club explota (y viceversa)? Si el individuo es el mismo, ¿qué fue lo que se modificó? ¿Por qué algunas instituciones formativas como escuelas y universidades terminan siendo semilleros de premios Nobel? ¿Por qué hay personas, empresas, instituciones que generan de manera permanente la innovación, la creatividad, la superación? Porque la pelota también es la misma, los pupitres, las computadoras y los pizarrones son los mismos; lo que cambia es la persona en relación con los demás, y eso influye en la motivación, en la autoexigencia, en el clima de equipo, en uno mismo y en los demás (…).
Empatía y teoría de la mente. En una reunión de amigos, en una ronda de negocios o en un encuentro amoroso, seguramente cada una de las personas involucradas se preguntará, en algún momento, qué estará pensando el otro. Y se interroga eso porque está convencido de que el otro está pensando algo y que es independiente de lo que piensa él. Las neurociencias denominan “teoría de la mente” a la capacidad de inferir los estados mentales de otras personas –incluyendo sus intenciones y sentimientos– y se trata de una habilidad universal que subyace a nuestra capacidad de interactuar en sociedad. La teoría de la mente es un componente central de la empatía y, dado que es una habilidad que favorece la adaptación, se supone que ha evolucionado a partir de la selección natural. Las habilidades sociales facilitan nuestro sustento y protección, y aquellos individuos que son sociablemente más adaptados tienden a ser más sanos y a sobrevivir más.
Una interacción apropiada con otro ser humano necesita de un reconocimiento inicial de que quien está enfrente es otra persona, distinta de uno mismo y con un estado psicológico interno diferente, que acciona con base en sus propias metas y que dichas metas y creencias pueden diferir de nuestras propias perspectivas acerca del mundo. A partir de allí, debemos intuir las motivaciones internas, los sentimientos y las creencias que subyacen a su conducta considerando, además, que los estados mentales de cada persona se enmarcan en características más estables de la personalidad. Una vez comprendido esto, debemos ser capaces de comparar la perspectiva propia con la ajena. Finalmente, uno debe tener en cuenta cómo es que nuestra conducta incide sobre la de la otra persona, tanto para actuar de una manera socialmente apropiada como para intentar persuadir o influenciar el estado mental del otro.
La teoría de la mente puede subdividirse en dimensiones cognitivas y afectivas. La dimensión cognitiva se refiere al conocimiento que tenemos acerca de los pensamientos de los demás, considerando la capacidad de comprender que las creencias de otros pueden diferir de las propias. La dimensión afectiva, por su parte, incluye la capacidad de comprender lo que el otro está sintiendo o de comprender cómo se sentiría frente a determinada situación. Se ha sugerido, por ejemplo, que aquellas personas con rasgos antisociales presentan intacta la dimensión cognitiva de la teoría de la mente mientras que fallan en la afectiva. Ciertos estudios sugieren que los pacientes con esquizofrenia registran mayores dificultades en el componente afectivo, mientras que las personas con Síndrome de Asperger parecen tener mayores dificultades en la dimensión cognitiva. La empatía, por su parte, podría definirse como una respuesta afectiva hacia otras personas, que puede (o no) requerir la posibilidad de compartir su estado emocional. Implica además la capacidad cognitiva de comprender el de otros y regular nuestra propia respuesta emocional. Es decir, reaccionamos ante la tristeza, el llanto y la alegría de los demás como si fueran nuestras propias emociones. Los seres humanos tenemos un sistema de empatía emocional que hace que tengamos respuestas afectivas ante las experiencias de las otras personas. Esta habilidad se basa en el contagio de las emociones, como cuando un bebé llora al escuchar el llanto de otro. En este sentido, la percepción del estado emocional ajeno activa los mismos mecanismos neurales que actúan cuando nosotros experimentamos esos estados.
Algunos autores proponen que en este proceso estaría involucrado el sistema de neuronas en espejo, un conjunto de neuronas que se encuentran en la corteza frontal y parietal, y se ponen en funcionamiento tanto cuando ejecutamos una acción de manera intencional como cuando la observamos en el otro. Estas neuronas actuarían como una suerte de puente entre nosotros y los demás. Cuando vemos a alguien sentir dolor, activamos regiones cerebrales encargadas de procesar el propio sufrimiento, como la corteza cingulada anterior y la ínsula anterior. Se trata de la empatía por dolor, que es un proceso fruto de un mecanismo adaptativo para la supervivencia. Porque sentir el dolor nos ayuda a percibir y entonces evitar de manera inmediata la fuente de amenaza. Y a su vez, tiene una función prosocial al facilitar la ayuda y la cooperación.
Ahora bien, además de compartir sentimientos con los demás (“siento cómo te sentís”), también somos capaces de comprender el punto de vista ajeno, lo compartamos o no (“entiendo cómo te sentís”). Esta última es la empatía cognitiva, es decir, la capacidad de ponernos en el lugar del otro a partir de comprender su punto de vista, sin necesariamente experimentar su estado emocional.
Jean Decety, de la Universidad de Chicago, ha postulado un modelo basado en una serie de componentes que interactúan, pero que son claramente disociables. El primer componente es el mecanismo de acoplamiento “percepción-acción”, que permite compartir automáticamente los estados emocionales de los otros. Este mecanismo es innato y está listo para funcionar a partir del nacimiento. Un segundo componente involucra la regulación de la emoción y la conciencia del propio yo y del otro. Las neurociencias consideran que la empatía abarca un amplio espectro de fenómenos desde sentimientos de preocupación por los demás hasta la capacidad de expresar emociones que coincidan con las experimentadas por otra persona e, incluso, la capacidad de inferir qué es lo que está pensando o sintiendo. Es decir, involucra un amplio rango de procesos afectivos, cognitivos y conductuales. Simon Baron Cohen, de la Universidad de Cambridge, propone que la empatía ocurre cuando somos capaces de suspender nuestro foco atencional único, o sea, nuestra propia mente, para adoptar un foco atencional doble teniendo en cuenta la mente de la otra persona al mismo tiempo que la nuestra. Cuando pensamos solamente en nuestra propia mente, la empatía desaparece; cuando nos focalizamos en la mente e intereses del otro conjuntamente con la nuestra, la empatía se enciende. Para que el proceso de la empatía se complete, es necesario, además de identificar lo que otra persona siente o piensa, dar una respuesta acorde a sus pensamientos y sentimientos con una emoción apropiada. Esto sugiere que existirían dos etapas: reconocer y responder. Ambas serían necesarias, ya que reconocer sin reaccionar no es suficiente.
La complejidad de la empatía puede derivar de que la misma está procesada por una red ampliamente distribuida en nuestro cerebro, que interactúa naturalmente de manera extensa con diferentes regiones neuronales y sistemas cerebrales. Cierta evidencia convergente de estudios en comportamiento animal, estudios de imágenes en individuos sanos y estudios de lesión en pacientes neurológicos, sugiere que la empatía depende de una gran variedad de estructuras cerebrales evolutivamente más nuevas, y también incluye estructuras primitivas del cerebro que regulan los estados corporales, emociones y la reactividad afectiva. Esto demuestra el rol crucial que juega no solo en los seres humanos, sino en toda especie animal en la que los individuos interactúen entre sí. Sentir el dolor de otro es un ejemplo de comportamiento empático. Esta respuesta frente al padecimiento ajeno acarrea consecuencias positivas para las sociedades. Las personas van a acudir en ayuda de quienes estén transitando una situación dolorosa, especialmente, si se trata de un acontecimiento cercano, que viven a través de la experiencia directa o en forma indirecta mediante imágenes de televisión y de los periódicos. Un interesante experimento llevado a cabo por Decety mostró que los médicos, al ser profesionales que están en permanente contacto con el sufrimiento de los pacientes, logran regular la percepción de los umbrales del dolor y, por lo tanto, presentan menos activación en esa matriz que el grupo de control que no estaba compuesto por médicos.
El avance en el conocimiento de los procesos de la teoría de la mente y de la empatía resulta fundamental para contribuir al bienestar social. Michael Gazzaniga, de la Universidad de California en Santa Bárbara, considerado el padre del campo de las neurociencias cognitivas, realizó una interesante reflexión acerca de los alcances y la importancia de los estudios en relación con el conocimiento del cerebro social en un diálogo que mantuvimos para un programa de televisión: “Lo que hacemos los humanos la mayor parte del tiempo es pensar sobre procesos sociales, es decir, sobre nuestra familia, sobre el colegio, sobre nuestros amigos, sobre cuáles son las intenciones de las otras personas hacia nosotros. No andamos por ahí pensando en problemas complicados”.
Estos conceptos ligados a las neurociencias sociales resultan claves para abordar cuestiones sociales. Después de todo, si alcanzamos a desarrollar de manera creciente nuestra experiencia empática para con nuestra comunidad, es probable que lleguemos a comprender lo que piensa el otro y convivir así más pacíficamente. La gracia de la armonía es lograrla no solo cuando tenemos ideas comunes, que resulta siempre más confortable y menos estimulante, sino también posiciones divergentes. La cualidad empática está en conseguir hacer de la diferencia una virtud.
La naturaleza del prejuicio. Décadas de estudio en diversos campos brindan datos que nos permiten reflexionar sobre la naturaleza del prejuicio. De manera cada vez más contundente observamos que no se trata necesariamente de un proceso racional que emerge de la hostilidad. En cambio, el prejuicio suele ser implícito, es decir, involuntario, no intencional, y, en cierta medida, incontrolable. En este sentido, se diferencia el prejuicio implícito de las actitudes prejuiciosas que se sostienen de manera explícita y consciente porque mientras que estas se vinculan con la actividad de áreas que procesan el juicio y el pensamiento abstracto como la corteza prefrontal, el prejuicio implícito se asocia con la activación de regiones emocionales del cerebro.
Diversos investigadores sugieren que el prejuicio y los estereotipos operan como una red de asociaciones cognitivas. Esto significa que, a lo largo de nuestra vida, hemos ido formando asociaciones entre conceptos y evaluaciones negativas o positivas. Y, por supuesto, actuamos en función de ellas. Impacta entonces en nuestra vida cotidiana, en cómo nos comportamos con los demás. Los podemos observar en los procesos de selección de personal, en la conducta del voto e, incluso, en la práctica médica. Un paradigma ampliamente utilizado en estas investigaciones se llama “Test de Asociación Implícita” que permite medir la fuerza de las asociaciones a través de cuantificar el tiempo que tardamos en hacerlas. Cuando las asociaciones son fuertes, resulta más fácil y rápido conectar los conceptos. Este test cuenta con una página web para poder relevar datos de personas de todo el mundo. Así, los investigadores continúan recolectando información sobre el modo en que opera el prejuicio en relación con diferentes cuestiones, raciales, de género, orientación sexual, nacionalidad, edad, entre otras.
Una explicación interesante sobre los prejuicios puede obtenerse a partir del estudio de los mecanismos de la empatía. De acuerdo con Emile Bruneau, investigador del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), lo que falla cuando hay hostilidad y rechazo entre grupos es justamente la adopción de ese doble foco necesario para entender y compartir sentimientos con los demás. Propone entonces el concepto de “brecha de la empatía”, clave para comprender y desactivar estas conductas. Contrariamente a lo que se suele suponer, la falta de empatía hacia otra persona no se relaciona tanto con una pobre capacidad empática sino con el grado de identidad con el propio grupo, al que suele asignársele características superiores, y con la separación que se hace respecto de los demás al exagerar las diferencias que se tiene con ellos. Bruneau observó que en esos casos el cerebro silencia la señal empática con el fin de evitar comprender y ponernos en los zapatos de nuestro enemigo. Por eso, cuanta más identificación sesgada hay con el propio grupo, menor es la empatía hacia el otro.
-Facundo Manes es neurólogo y neurocientífico, profesor de la Universidad Favaloro y presidente y fundador de INECO.
-Mateo Niro es lingüista, especializado en glotopolítica. Ambos son autores de “Ser humanos. De dónde venimos. Quiénes somos. Hacia adónde vamos” (Planeta).
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por Facundo Manes y Mateo Niro
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