Friday 10 de May, 2024

OPINIóN | 27-04-2024 08:38

Entre las finanzas y la realidad cotidiana

Mientras festeja el déficit cero, Milei no para de chocar con opositores, periodistas y estudiantes. El peligro de la intolerancia.

A diferencia de Cristina, Sergio Massa y Alberto Fernández, populistas de corazón  que sienten aversión por los números y los tratan con desprecio, Javier Milei comparte con Pitágoras la convicción de que, en el fondo, “todo es número”.  Persuadido de que es así, le pareció natural invitar a la ciudadanía a celebrar con él “la hazaña histórica” de haber conseguido un superávit financiero en el primer trimestre de su gestión, un logro que atribuyó al “esfuerzo heroico que los argentinos estamos haciendo”.  

Al día siguiente, se las arreglaron para arruinarle la fiesta defensores del modelo universitario tradicional, de ingreso irrestricto y financiación costeada por todos los contribuyentes, incluyendo a los más pobres, que organizaron manifestaciones gigantescas en muchas localidades del país. Huelga decir que la presencia de columnas nutridas de sindicalistas y piqueteros, personajes que no suelen sobresalir por su erudición o por su voluntad de aprender, sirvió para distraer la atención de lo que, es de suponer, los sinceramente preocupados querían subrayar.

Tienen razón quienes dicen que la Argentina no podrá llegar a ser un país próspero a menos que el conjunto haga un gran esfuerzo educativo equiparable con el protagonizado décadas atrás por los surcoreanos que, en un par de generaciones, lograron hacer de un país que antes había sido uno de los más pobres del planeta una potencia económica de primer orden, pero no hay motivo alguno para suponer que lo entendieran todos los participantes de las protestas que, por fortuna, resultaron ser pacíficas. 

Si bien Milei no es el primer mandatario en exaltar la austeridad, ya que a través de los años lo han hecho muchos europeos y asiáticos, mientras que aquí presidentes como Nicolás Avellaneda, el que una vez habló de economizar “sobre el hambre y sed” de millones de argentinos, y Carlos Pellegrini que adoptó una estrategia similar, difícilmente podría ser más llamativo el contraste entre su actitud y aquella de quienes lo precedieron en la Casa Rosada.  Con la excepción notable de Juan Domingo Perón con su Segundo Plan Quinquenal, los peronistas han preferido rabiar contra todos los ajustes; no se les hubiera ocurrido a los kirchneristas que se apoderaron del movimiento procurar hacer una epopeya popular de uno tan severo como el aplicado por Milei

A juzgar por lo que está sucediendo, Massa cometió un  error muy grave cuando intentó comprar la presidencia con un “plan platita” financiado por la expansión monetaria. Tal vez le hubiera convenido mucho más optar por una versión un tanto suavizada de la estrategia elegida por Milei que, para perplejidad de quienes pensaban que los argentinos eran irremediablemente populistas, aún cuenta con el apoyo de aproximadamente la mitad de la población. ¿Es que quienes lo aplauden se han convertido en monetaristas neoliberales? Aunque es posible que, merced al fracaso penoso de la gestión de los Fernández y Massa, muchos sientan que la interpretación presidencial de la realidad económica es la correcta, su protagonismo arrollador se deberá mucho más a la violencia verbal con que ataca a todos los presuntamente vinculados por las elites políticas a los que, lo mismo que totalitarios del otro extremo del espectro ideológico, compara con “ratas”.

Entre los malos de la película mileísta se encuentran no sólo los profesionales de la política que le están ocasionando problemas en el Congreso sino también periodistas, gente de la farándula, progres de distinto tipo y personas relacionadas con la universidad pública, lo que ha permitido a quienes no lo aprecian acusarlo de estar contra “la cultura”. ¿Le beneficia al Presidente insultar groseramente a todos aquellos que lo hacen estallar de ira? Aunque su belicosidad impresione gratamente a sus admiradores incondicionales, lo está privando del apoyo de muchos que, a pesar de no coincidir con todo lo que ha propuesto, temen que si el gobierno que encabeza se desplomara, lo que vendría después sería mil veces peor.

Milei quería que “la política”, es decir, “la casta”, pagara los costos del ajuste feroz que, como muchos otros, creía necesario para corregir las grotescas distorsiones económicas que amenazaban con hacer de la Argentina otro Estado fallido, pero pronto se dio cuenta de que se trataba de una ilusión. Si bien lo niega, les correspondió a los jubilados y asalariados, las víctimas predilectas de la estanflación, hacer el mayor aporte al superávit fiscal que está festejando.

Sucede que no es del todo fácil privar a la corporación política y sus anexos de los ingresos a los cuales sus integrantes se han acostumbrado. Además de los formalmente reconocidos que se ven registrados en documentos a los que es fácil acceder, están los procedentes de una multitud de arreglos y entidades -fondos fiduciarios, regímenes especiales que benefician a sectores empresarios determinados, el “curro” de los registros automotores, y así largamente por el estilo-, más los esquemas que son netamente corruptos como el supuesto por la apropiación por legisladores inescrupulosos del grueso de los salarios percibidos por los ñoquis que les responden. 

Milei es presidente porque supo aprovechar mejor que nadie la sensación generalizada de que una clase política insaciable, que privilegiaba sus propios intereses por encima de aquellos de la gente, estaba arruinando al país y que, a menos que pronto fuera remplazada por otra menos egoísta, no tardaría en rematar la faena. Aunque se trata de un planteo revolucionario, tanto Milei como la mayoría de quienes lo votaron esperan llevarlo a cabo sin violar las reglas democráticas consagradas en la Constitución, lo cual los obliga a respetar las leyes existentes que, desde luego, reflejan las preferencias de las elites políticas que las codificaron. No fue ilegal la decisión de los senadores nacionales de otorgarse un aumento salarial fenomenal, como hicieron al duplicar las dietas en una sesión que duró apenas 112 segundos y que tanto escándalo ha provocado. La forma de hacerlo, sin debate, a mano alzada o, en el caso del radical Martín Lousteau, de manera casi escondida -que lo perjudicará de por vida ya que nunca será olvidada-, dejó una impresión tan mala que la institución misma quedó desprestigiada.

¿Sirve para algo el Senado? ¿En un país sin plata, no sería razonable reducir el número de asambleas legislativas nacionales, provinciales y municipales que contribuyen muy poco a la sociedad pero que, al dar trabajo a enjambres de asesores y otros empleados que a menudo son parientes o amigos de quienes ocupan escaños, cuestan al contribuyente mucho dinero? Para poder cantar victoria en la guerra contra “la casta” que han declarado, los libertarios tendrían que emprender una serie de reformas constitucionales destinadas a impedir que, para muchos, “la política” siga siendo una salida laboral atractiva.

Al igual que las burocracias estatales, las organizaciones políticas siempre tienden a crecer, incorporando cada vez más funciones y funcionarios so pretexto de que sean necesarios para el bienestar de la sociedad, hasta que los condenados a financiarlas se rebelen. La elección de Milei nos dijo que aquí la ciudadanía, que hasta entonces había tolerado la expansión de la corporación política porque a su juicio encarnaba la democracia y por lo tanto sólo a un autoritario nato se le ocurriría protestar contra los excesos, había llegado a la conclusión de que los costos de “la política” se habían hecho absurdamente elevados.

En otras partes del mundo, la resistencia a permitir que la política se sobredimensione ha sido más fuerte, razón por la cual los costos de las cámaras representativas de distintas regiones de países relativamente ricos como España y Alemania, o los estados norteamericanos, siempre han sido inferiores a los habituales en la Argentina. Y, como muchos han señalado, a partir del “dietazo” de la semana pasada, los senadores argentinos percibirían más o menos lo mismo que sus homólogos españoles, cuyo país tiene un ingreso per cápita que es tres veces más alto.

Los legisladores suelen insistir en que enojarse porque su sueldo equivale a decenas de salarios mínimos es absurdo porque su trabajo es muy importante y que si no estén debidamente remunerados, ningún  profesional exitoso soñaría con probar suerte en la arena política. En principio, no se equivocan, pero tal y como están las cosas, muy pocos tomarían a los diputados y senadores por personas excepcionalmente dotadas. Con razón o sin ella, el consenso es que la mayoría se destaca por su mediocridad intelectual y que demasiados son corruptos. Puede que el juicio así supuesto sea sumamente injusto, pero la conducta de los senadores en aquella sesión relámpago no contribuyó a modificarlo.

Milei habló en nombre de muchos al reaccionar afirmando “así se mueve la casta”. Desde su punto de vista, confirmó todo cuanto ha dicho sobre los políticos que, a su entender, están más interesados en sus propios negocios que en el país y que, merced a su compromiso hipócrita con la justicia social, han logrado engañar a generaciones de argentinos. Como no pudo ser de otra manera, espera aprovechar la indignación provocada por su conducta para anotarse un triunfo categórico en las elecciones parlamentarias del año que viene aunque, claro está, los resultados dependerán no sólo de la marcha de la economía sino también de su capacidad para reconciliarse con la prensa moderada y la comunidad universitaria.    

A diferencia de Cristina, Sergio Massa y Alberto Fernández, populistas de corazón  que sienten aversión por los números y los tratan con desprecio, Javier Milei comparte con Pitágoras la convicción de que, en el fondo, “todo es número”.  Persuadido de que es así, le pareció natural invitar a la ciudadanía a celebrar con él “la hazaña histórica” de haber conseguido un superávit financiero en el primer trimestre de su gestión, un logro que atribuyó al “esfuerzo heroico que los argentinos estamos haciendo”.  

Al día siguiente, se las arreglaron para arruinarle la fiesta defensores del modelo universitario tradicional, de ingreso irrestricto y financiación costeada por todos los contribuyentes, incluyendo a los más pobres, que organizaron manifestaciones gigantescas en muchas localidades del país. Huelga decir que la presencia de columnas nutridas de sindicalistas y piqueteros, personajes que no suelen sobresalir por su erudición o por su voluntad de aprender, sirvió para distraer la atención de lo que, es de suponer, los sinceramente preocupados querían subrayar.

Tienen razón quienes dicen que la Argentina no podrá llegar a ser un país próspero a menos que el conjunto haga un gran esfuerzo educativo equiparable con el protagonizado décadas atrás por los surcoreanos que, en un par de generaciones, lograron hacer de un país que antes había sido uno de los más pobres del planeta una potencia económica de primer orden, pero no hay motivo alguno para suponer que lo entendieran todos los participantes de las protestas que, por fortuna, resultaron ser pacíficas.  

Si bien Milei no es el primer mandatario en exaltar la austeridad, ya que a través de los años lo han hecho muchos europeos y asiáticos, mientras que aquí presidentes como Nicolás Avellaneda, el que una vez habló de economizar “sobre el hambre y sed” de millones de argentinos, y Carlos Pellegrini que adoptó una estrategia similar, difícilmente podría ser más llamativo el contraste entre su actitud y aquella de quienes lo precedieron en la Casa Rosada.  Con la excepción notable de Juan Domingo Perón con su Segundo Plan Quinquenal, los peronistas han preferido rabiar contra todos los ajustes; no se les hubiera ocurrido a los kirchneristas que se apoderaron del movimiento procurar hacer una epopeya popular de uno tan severo como el aplicado por Milei

A juzgar por lo que está sucediendo, Massa cometió un  error muy grave cuando intentó comprar la presidencia con un “plan platita” financiado por la expansión monetaria. Tal vez le hubiera convenido mucho más optar por una versión un tanto suavizada de la estrategia elegida por Milei que, para perplejidad de quienes pensaban que los argentinos eran irremediablemente populistas, aún cuenta con el apoyo de aproximadamente la mitad de la población. ¿Es que quienes lo aplauden se han convertido en monetaristas neoliberales? Aunque es posible que, merced al fracaso penoso de la gestión de los Fernández y Massa, muchos sientan que la interpretación presidencial de la realidad económica es la correcta, su protagonismo arrollador se deberá mucho más a la violencia verbal con que ataca a todos los presuntamente vinculados por las elites políticas a los que, lo mismo que totalitarios del otro extremo del espectro ideológico, compara con “ratas”.

Entre los malos de la película mileísta se encuentran no sólo los profesionales de la política que le están ocasionando problemas en el Congreso sino también periodistas, gente de la farándula, progres de distinto tipo y personas relacionadas con la universidad pública, lo que ha permitido a quienes no lo aprecian acusarlo de estar contra “la cultura”. ¿Le beneficia al Presidente insultar groseramente a todos aquellos que lo hacen estallar de ira? Aunque su belicosidad impresione gratamente a sus admiradores incondicionales, lo está privando del apoyo de muchos que, a pesar de no coincidir con todo lo que ha propuesto, temen que si el gobierno que encabeza se desplomara, lo que vendría después sería mil veces peor.

Milei quería que “la política”, es decir, “la casta”, pagara los costos del ajuste feroz que, como muchos otros, creía necesario para corregir las grotescas distorsiones económicas que amenazaban con hacer de la Argentina otro Estado fallido, pero pronto se dio cuenta de que se trataba de una ilusión. Si bien lo niega, les correspondió a los jubilados y asalariados, las víctimas predilectas de la estanflación, hacer el mayor aporte al superávit fiscal que está festejando.

Sucede que no es del todo fácil privar a la corporación política y sus anexos de los ingresos a los cuales sus integrantes se han acostumbrado. Además de los formalmente reconocidos que se ven registrados en documentos a los que es fácil acceder, están los procedentes de una multitud de arreglos y entidades -fondos fiduciarios, regímenes especiales que benefician a sectores empresarios determinados, el “curro” de los registros automotores, y así largamente por el estilo-, más los esquemas que son netamente corruptos como el supuesto por la apropiación por legisladores inescrupulosos del grueso de los salarios percibidos por los ñoquis que les responden. 

Milei es presidente porque supo aprovechar mejor que nadie la sensación generalizada de que una clase política insaciable, que privilegiaba sus propios intereses por encima de aquellos de la gente, estaba arruinando al país y que, a menos que pronto fuera remplazada por otra menos egoísta, no tardaría en rematar la faena. Aunque se trata de un planteo revolucionario, tanto Milei como la mayoría de quienes lo votaron esperan llevarlo a cabo sin violar las reglas democráticas consagradas en la Constitución, lo cual los obliga a respetar las leyes existentes que, desde luego, reflejan las preferencias de las elites políticas que las codificaron. No fue ilegal la decisión de los senadores nacionales de otorgarse un aumento salarial fenomenal, como hicieron al duplicar las dietas en una sesión que duró apenas 112 segundos y que tanto escándalo ha provocado. La forma de hacerlo, sin debate, a mano alzada o, en el caso del radical Martín Lousteau, de manera casi escondida -que lo perjudicará de por vida ya que nunca será olvidada-, dejó una impresión tan mala que la institución misma quedó desprestigiada.

¿Sirve para algo el Senado? ¿En un país sin plata, no sería razonable reducir el número de asambleas legislativas nacionales, provinciales y municipales que contribuyen muy poco a la sociedad pero que, al dar trabajo a enjambres de asesores y otros empleados que a menudo son parientes o amigos de quienes ocupan escaños, cuestan al contribuyente mucho dinero? Para poder cantar victoria en la guerra contra “la casta” que han declarado, los libertarios tendrían que emprender una serie de reformas constitucionales destinadas a impedir que, para muchos, “la política” siga siendo una salida laboral atractiva.

Al igual que las burocracias estatales, las organizaciones políticas siempre tienden a crecer, incorporando cada vez más funciones y funcionarios so pretexto de que sean necesarios para el bienestar de la sociedad, hasta que los condenados a financiarlas se rebelen. La elección de Milei nos dijo que aquí la ciudadanía, que hasta entonces había tolerado la expansión de la corporación política porque a su juicio encarnaba la democracia y por lo tanto sólo a un autoritario nato se le ocurriría protestar contra los excesos, había llegado a la conclusión de que los costos de “la política” se habían hecho absurdamente elevados.

En otras partes del mundo, la resistencia a permitir que la política se sobredimensione ha sido más fuerte, razón por la cual los costos de las cámaras representativas de distintas regiones de países relativamente ricos como España y Alemania, o los estados norteamericanos, siempre han sido inferiores a los habituales en la Argentina. Y, como muchos han señalado, a partir del “dietazo” de la semana pasada, los senadores argentinos percibirían más o menos lo mismo que sus homólogos españoles, cuyo país tiene un ingreso per cápita que es tres veces más alto.

Los legisladores suelen insistir en que enojarse porque su sueldo equivale a decenas de salarios mínimos es absurdo porque su trabajo es muy importante y que si no estén debidamente remunerados, ningún  profesional exitoso soñaría con probar suerte en la arena política. En principio, no se equivocan, pero tal y como están las cosas, muy pocos tomarían a los diputados y senadores por personas excepcionalmente dotadas. Con razón o sin ella, el consenso es que la mayoría se destaca por su mediocridad intelectual y que demasiados son corruptos. Puede que el juicio así supuesto sea sumamente injusto, pero la conducta de los senadores en aquella sesión relámpago no contribuyó a modificarlo.

Milei habló en nombre de muchos al reaccionar afirmando “así se mueve la casta”. Desde su punto de vista, confirmó todo cuanto ha dicho sobre los políticos que, a su entender, están más interesados en sus propios negocios que en el país y que, merced a su compromiso hipócrita con la justicia social, han logrado engañar a generaciones de argentinos. Como no pudo ser de otra manera, espera aprovechar la indignación provocada por su conducta para anotarse un triunfo categórico en las elecciones parlamentarias del año que viene aunque, claro está, los resultados dependerán no sólo de la marcha de la economía sino también de su capacidad para reconciliarse con la prensa moderada y la comunidad universitaria.    

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James Neilson

James Neilson

Former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986).

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