El título del libro de Luisa Muraro “Maglia o uncinetto” se traduce como “tejido a dos agujas o tejido al crochet”. El subtítulo “Racconto linguistico-politico sulla inimicizia tra metafora e metonimia” un relato sobre una enemistad, la oposición metáfora-metonimia, me remitía a un famoso artículo de Roman Jakobson donde él demuestra que para hilar signos que se refieran inteligiblemente al mundo –para comunicar, para producir sentidos para usar la humana y definitoria capacidad de lenguaje–, “siempre” usamos dos principios “diferentes” entre sí, dos fuerzas imposibles de fusionar que tejen todo hecho de lenguaje: la dirección metafórica y la dirección metonímica. De estos dos principios opuestos de representación del mundo, Jakobson deriva las dos figuras retóricas tan presentes en la literatura: la metáfora y la metonimia, que se usan también en el lenguaje cotidiano (metáfora: le funciona el mate –por la cabeza–; metonimia: apagá la pava –por el fuego–). Jakobson ve en estos procedimientos la punta de un iceberg. Los ejes metafórico y metonímico son mucho más: son los dos ejes que existen para tejer cualquier discurso, cualquier “pensamiento”.
No se confunden jamás porque cada uno actúa en dirección opuesta al otro y se relaciona de modo opuesto con eso que el discurso esté representando. Podemos representar algo usando un signo que, por algún acuerdo convencional entre quienes hablan esa lengua, reemplaza lo representado y por eso responde a la dirección metafórica (signo es lo que está en lugar de la cosa, dicen las definiciones usuales; el signo mata la cosa, exagera Hegel); pero también puedo representar algo del mundo usando un signo que no reemplaza sino señala, indica hacia lo real, y por eso responde a la dirección metonímica. Reemplazar o señalar: cosas muy distintas que puede hacer un signo. Dos formas de representar algo, dos direcciones de la representación.
Los sustantivos comunes, por ejemplo, “reemplazan” el mundo, su significado remite a un concepto pleno. “Casa” reemplaza a cualquier casa concreta existente, abstrae ciertos rasgos generales de todas y construye un concepto con significado pleno. Actúa en el eje de la metáfora. Los pronombres, en cambio, “señalan”, actúan en el eje de la metonimia. “Yo”, “este”, “acá”, “así” no tienen significado pleno porque solo los entendemos si vemos hacia qué señalan y para eso debemos ponerlos en algún contexto real: “yo” apunta a la persona que está hablando en ese instante; “así”, el modo en que algo está siendo mientras se habla.
Así funcionan las figuras retóricas metáfora y metonimia que usa la literatura. Lorca escribe “Su luna de pergamino / Preciosa tocando viene”. Es una metáfora. La pandereta es reemplazada por “luna”. Aunque el pergamino pueda ser material de una pandereta, la luna es una palabra de otro paradigma, ajena al instrumento musical.
“¡Agua! […]/ pregonan los aguateros al servirnos una reverencia de minué.”
Esta metonimia de Oliverio Girondo señala al agua pero no la reemplaza, usa algo que está a su lado como el dedo que indica lo que debemos mirar: los aguateros sirven un vaso de agua haciendo una reverencia. A diferencia de la luna respecto de la pandereta, la reverencia no es ajena a lo que se está representando. Solo una mirada fácil diría que Girondo reemplazó “vaso de agua” por “reverencia de minué”, esta metonimia no quita a la pandereta para imponer la luna, la experiencia misma de servir agua sigue presente en la reverencia de minué; la relación entre luna y pandereta es una asociación abstracta, esta es una asociación concreta. En la metonimia, la experiencia, la cosa en sí, no desaparece.
El principio metafórico se despega de las cosas y las reemplaza, el metonímico no las deja ir y las señala. Se llevan mal estas dos direcciones porque son profundamente contradictorias. Pero Jakobson explica que, aunque siempre están en tensión, siempre conviven: para que un discurso represente algo, para producirlo o entenderlo, su equilibrio conflictivo es imprescindible. Si el discurso se propusiera representar lo real matándolo, si realmente un signo fuera “únicamente” lo que “está en lugar de” otra cosa, si pudiera desentenderse de lo real, si de veras de lo real “no se puede”, de ningún modo, hablar… entonces frases que rompieron el puente metonímico con lo real como “el fuego enfría” nos convencerían plenamente. Aunque parece que lo metafórico puede ser bastante efectivo si pensamos que “la mujer tiene un agujero entre las piernas” no genera cuestionamientos… ¡hasta que los genera! y el mundo ya no es nunca más el mismo.
Pero si, a la inversa, el discurso se propusiera representar únicamente lo real, negándose a usar cualquier sentido que no surgiera del acá y ahora de la experiencia de quien habla, solo podríamos decir frases como: “Esto es así, ahora, acá, pero aquello es eso, mañana, allá”.
Frase curiosa: por un lado, resulta imposible de entender, salvo que compartamos exactamente la posición geográfica y temporal de la persona que lo pronunció. Pero por el otro lado, siempre hay un esto, ahora, acá, que es así; un aquello, mañana, allá, que es eso. Esta frase es exclusivamente un puente con lo real, por eso impide representar y entender lo que no sea puro presente ante nuestros ojos. Si la metáfora condena al lenguaje a no poder hablar de lo real, la metonimia lo condena a una inmediatez extrema, le quita toda posibilidad de hablar más allá de lo que esté presente en nuestra experiencia inmediata.
La metáfora nos aliena de la verdad de nuestra propia experiencia. La metonimia nos aplasta contra la propia experiencia. Por exceso metonímico, el lenguaje no se puede despegar de la continuidad del mundo para organizarlo, pero por exceso metafórico, el lenguaje puede elevarse como un globo inflado por gas hasta perder todo contacto con el mundo.
Según esta explicación, no parece que una tenga que ser más importante que la otra, sin embargo, Jakobson observa con asombro que la metáfora tiene muchísimo más prestigio y valoración en nuestras culturas que la metonimia. Sobre la metáfora se escribe un montón; la metonimia en cambio casi no se teoriza, en general se la define, con incomprensión, como “reemplazo” de la parte por el todo, de la causa por el efecto como si se la quisiera empujar a ser una metáfora menos bonita, más ramplona. Las definiciones de lenguaje subrayan que el signo reemplaza el mundo, omiten que son un puente efectivo hacia él. El pensamiento abstracto y trascendente tiene mucha más prensa que el que surge de la verdad vital de nuestra experiencia. Y, sin embargo, sin esa fuerza metonímica, el lenguaje no podría operar sobre el mundo como efectivamente lo hace, se quedaría flotando, abstracción pura, sobre cosas muertas, una muerte a la que pronto las personas hablantes se sumarían, ya que si se pierde la posibilidad de que los signos conecten con lo real, la supervivencia humana es imposible.
Jakobson da alguna explicación para mí insuficiente de este prestigio incomprensible de la metáfora. La que construye una respuesta tremenda y reveladora es Luisa Muraro. La prevalencia de la metáfora y el desprecio a la metonimia, dice, es una condición trágica que impregna la cultura. El dolor y la injusticia de nuestro mundo no parecen relacionarse con los excesos de metonimia y en cambio sí con los excesos de metáfora. La humanidad se entusiasma con abstracciones y desecha la evidencia de sus experiencias. Así, manda a millones a morir en las cámaras de gas porque en lugar de ver allí personas, ve una abstracción que llama raza y decreta abstractamente que esa raza es la abyección de la especie. O es capaz de matar por conseguir un signo abstracto que se llama dinero y reemplaza los bienes de consumo, o cree absurdamente que el signo dinero trae genuino amor.
El dinero es un ejemplo feroz de la hipermetaforicidad. Es signo del valor por el que se intercambian las cosas, ese valor es a su vez un signo del trabajo abstracto que estas contienen, que a su vez es un signo del específico trabajo concreto que se hizo para fabricar a cada una. Para poder entregar el deseo y el amor a un signo de otro signo que remite a otro signo y a otro (pensemos en una tarjeta de crédito o en el dinero virtual), para confiar en que esa hipermetáfora (...) puede traernos la afectuosa contención y solidaridad que como personas necesitadas de ligarnos, de tejer lazos verdaderos con semejantes, todas y todos precisamos, para creer que lo que nos salvará es el dinero, tenemos que haber perdido toda confianza en nuestra más elemental experiencia existencial, o al menos ser capaces de negarla con una radicalidad alarmante, cercana a la psicosis. Porque es obvio que con dinero se come y que es difícil ser feliz si no se puede satisfacer el hambre, pero basta con que se nos haya ido la desesperación física del hambre extremo, para que lo único que cuente sea tener con quién celebrar esa comida.
Que la metáfora sea el amo y la metonimia, la mucama indispensable que sirve al gran señor y garantiza su eficacia y su poder, sin que nadie reconozca su importancia, enferma al mundo. Para Lacan, la metáfora es la responsable ni más ni menos que de la constitución de la subjetividad humana, es la única que produce de verdad significado y nos permite organizarnos imaginariamente como personas, sin enloquecer; en cambio, explica Lacan, la metonimia está al servicio de la metáfora, produce apenas “un poco” de sentido. Lacan descubre una atrocidad que no denuncia, el problema es que la vuelve la única forma posible que tiene nuestra especie de existir “racionalmente”, la condición para que se conforme “correctamente” la subjetividad.
Luisa Muraro retoma y lee políticamente esta jerarquía en relación con la diferencia femenina y su opresión. Algo tan práctico, presente y usual como la fuerza metonímica que usamos (cotidianamente, sin darnos cuenta) para poder conectarnos con la realidad y con las otras personas, podía ser un camino no solamente para el feminismo, un camino para otra manera de hacer política revolucionaria para todas, todos y todes los que precisen y deseen (no es lo mismo) liberarse del yugo del Orden de Géneros que habitamos. Lo que ella descubrió es que la seducción de la metáfora y el desprecio a la metonimia es el secreto por el cual las víctimas de los géneros aceptan ser oprimidas por el rol de víctimas o por el rol de victimarios. Y aunque difíciles y complejas, sus ideas no son una teoría que se agota en la academia, ni en el misterio del arte y la poesía, ni en los reducidos metros cuadrados del escritorio de una intelectual. (…)
La civilización patriarcal ningunea a la metonimia pero cuenta con ella, escribió Luisa: si sobrevalora el pensamiento abstracto, si desprecia lo que mantiene ligadas las palabras a las cosas, puede hacerlo porque sabe que siempre va a haber alguien que en la oscuridad se ocupe de coserlas, de evitar que se vayan a la estratósfera y nos quede allí la cabeza, meditando y creando sofisticados pensamientos inútiles, mientras el cuerpo permanece en la sucia materia, distraído de cualquier cuidado terrenal, y se lo comen las hormigas. Puedo partir de un ejemplo de clase y no de género: Odiseo se solaza escuchando a las sirenas, consume exquisito y arriesgado arte, pero está seguro: sus remeros se ocupan de que la barca donde navega no se hunda; el burgués puede disfrutar del incremento de su capital abstracto, total siempre alguien se está ocupando de entregar a una fábrica su sudor, sus músculos y cerebro para generar valor. Etcétera.
“Sobre la directriz metafórica el discurso puede desarrollarse hacia su meta –escribió Luisa–, que parece ser la de sustituir el mundo con palabras –y así callarlo–, evidentemente confortado por la certeza señorial de que siempre habrá alguno aplicado al oscuro trabajo de pegar las cosas a las palabras”.
De Lacan se deduce que a hacer este trabajo está destinada particularmente la mujer. Obligada por la sociedad a ese trabajo pero también deseosa ella de hacerlo. Al menos la mujer en la que el triángulo edípico tuvo “éxito”, la mujercita heterosexual supuestamente “normal” que se constituye subjetivamente como un sujeto dispuesto voluntariamente a ser objeto, un sujeto que asombra a Freud y asombra a Lacan por esa contradicción insoluble en la que nosotras nos movemos sin demasiados aspavientos. La mujer salió del Edipo, pero al mismo tiempo no sale jamás del todo, dice Freud, sale “imperfectamente”, a diferencia del varoncito. El varón, aterrorizado por la amenaza de la castración, renuncia a la madre y negándola como ser deseado y deseante, niega su poder y su sabiduría, alucina que tiene un cuerpo agujereado para poder mirarse patéticamente en ese espejo y, frente a él, imaginarse pleno y autoconvencerse de que eso que tiene entre las piernas es poder y lo salva de ser el pobre sujeto angustiado y mortal que somos todes, o de ser el objeto de uso que somos todas. En términos lacanianos: el varón atraviesa con éxito la metáfora paterna. La amenaza de que le corten su tan valiosa herramienta funcionó y el significante de la Ley del Padre ha logrado reemplazar el significante del Deseo de la Madre; el Deseo de la Madre queda sustituido (tachado, matado: des-eroticemos y mandemos a la basura a mamá, quererla será, de ahora en más, de maricones) por otro significante y se ha armado la metáfora gracias a la cual, oh milagro y bendición, surge el primer significado: el sujeto procesado por un Edipo “feliz” se dice: soy un varón, “lo tengo”. Ha nacido un machito, celebremos. Se ha logrado una vez más eso que nuestro filósofo León Rozitchner llamaba, genuinamente estremecido, hacerse varón bajo amenaza de muerte.
Ahora bien: la niña que atraviesa el triángulo conformador no podrá decir “lo tengo” porque, como determina la cultura en que nació, para la conveniencia de algunos y la desdicha de otras, tener algo es que se te vea colgar. Entonces, como explica Freud, ella no tiene nada para defender allí, nada que perder; ¿por qué abandonar su vínculo apasionado de amor con su mamá? Porque se le promete un “tener” en el futuro: tendrás un hijo, se le dice, y por un rato serás un sujeto con poder, allí nosotros leeremos tu Falo; eso, la maternidad, es el único modo en que te dejaremos tener algo. (…) todavía sos chica, identificate “normalmente” como todas, con nuestra poderosa Ley del Padre, así que dejá de engancharte apasionadamente con el amor de mami, dirigite a mí que soy el que la tiene a ella, es mejor querer al amo que a la esclava. Ya cuando crezcas alguien te tendrá como yo la tengo a ella, para darte tu bebé.
Más o menos algo así les dice el patriarcado a las mujeres pero parece que no alcanza, parece que a ellas les pasan también otras cosas que el patriarcado no logra explicar, porque aun la niña más obediente y heterosexual no hace del todo caso, no sale nunca del todo del triángulo edípico, no hace nunca del todo la metáfora paterna. Y sin embargo, para asombro de Lacan, eso que a un varón lo volvería psicótico no necesariamente la vuelve psicótica a ella. Bueno, todas estamos un poco locas, claro, pero la mayoría no deja por eso de preparar la comida de los varones, criarles los hijos y aceptar que descarguen de mil modos sobre ellas las múltiples humillaciones y frustraciones a las que el capitalismo y el patriarcado someten. La metáfora paterna actúa de algún modo defectuoso en las mujeres, pero en ese defecto, ellas se manejan. Se manejan haciéndose un sujeto que se define porque es un objeto. Ni más, ni menos. Qué enorme hazaña. Ser mujer es algo tan doloroso que solamente una mujer puede soportarlo, dicen que decía Freud. El varón puede decir “no quiero ser objeto de deseo de mi madre, sino ser como mi padre, que la tiene”, se le ofrece esperar a crecer para tener un objeto-mujer como esa mamá tan amada que no es para él, porque la posee su papá. A la niña, la cultura entera también le dice: bueno, dejá que la Ley del Padre reemplace el Deseo de la Madre, renunciá a ser el objeto de deseo de mamá, pero sabé que nunca jamás vas a ser sujeto porque no tenés con qué, así que cambiá de ruta, probá ser el objeto de deseo de papá. No “tengas, sé” una cosita linda, ¿tanto quieren ellos tener cosas?, hacé que tu cuerpo ocupe el lugar de ese Falo por el que se vuelven locos, volvé a tu cuerpo un señuelo: si ellos se tientan, te van a hacer un hijo. Y ahí vas a “tener”. Un ratito, claro, después viene el nido vacío y a vos, vieja menopáusica, te tiramos a la basura, pero falta tanto...
Si esto saliera del todo bien, si semejante alienación fuera en serio aceptable, la rabieta porque mamá me hizo agujereada y yo no puedo “tener” se pasaría, reemplazada por el placer de ser la joyita, la cosita hermosa de papá que será luego cosita hermosa de un príncipe azul y finalmente… oh… ¡¡¡Será Madre!!! Y sin embargo… cuánta insatisfacción visceral produce este programa y cómo se asombra Freud cuando descubre que las mujeres no abandonan nunca de verdad el amor por sus propias madres; la metáfora opera defectuosa, insiste Lacan, algo de esa metonimia deseante materna, que atrapaba al bebé en la cadena experiencial interminable de sus cuidados y mimos, se continúa para siempre en las mujeres y ellas siguen ligadas eternamente a un apasionado vínculo materno que, en las heterosexuales, suele transformarse en odio (odio entre sometidas). Ese resentimiento que tiende a teñir las relaciones entre las madres y las hijas (...) dice Freud que no sería más que un amor ancestral imposible de arrancar, un amor dañado por el patriarcado, empecinado, enterrado debajo de toda la cultura. “Un amor que se corrompió para poder resistir”.
Sus pilares se constituyen en los primeros años de vida, lo que queda en nuestras manos de mujeres feministas es el trabajo de de-construir este odio para deconstruirnos a nosotras mismas y juntarnos con un amor que nos prohibieron. Y hacernos más libres.
Nosotras nadamos en la metonimia como pez en el agua, admite Lacan. Como muestra Muraro, la cultura patriarcal espera que aprovechemos esta habilidad para ocuparnos del puente con el mundo concreto y atender a los doctos hombres sin que ellos mueran de inanición mientras se dedican a su tarea de definir signos y suplantar con ellos el mundo: se espera que les cocinemos, los cuidemos del frío y del calor, hasta que manejemos bien el auto si ellos quieren tomar vino en una fiesta o que usemos nuestra magnífica inteligencia metafórica para ayudarlos con sus profesiones y también se espera que custodiemos los lazos de amor, contención y solidaridad de la familia, todo eso imprescindible para la felicidad pero molesto para una cultura híper metafórica. Si en este orden simbólico se ha vuelto inconcebible la proximidad entre las palabras y las cosas, la cultura espera que nosotras, con esa chata practicidad tan poco glamorosa que nos caracteriza, sí podamos concebirla y los salvemos. Las mujeres siempre son las que matan la ilusión… metafórica.
Voy explicando estas ideas mientras miro las ajadas fotocopias amarillentas de mi primera lectura. Repaso subrayados: “¿Por un retorno a la metonimia, como retorno a la materialidad de las relaciones humanas?”, me pregunto al final del libro. “Productividad simbólica de la materia”, subrayé y puse “esto es la metonimia”.
“Empecé a sospechar –escribió Luisa– que existe una complicidad no aclarada entre orden social y orden simbólico cuando trabajaba como maestra de escuela con niños y adultos de las clases subalternas. En sustancia, mi objetivo mayor era impedir que la sujeción social (la de ellos, pero también la mía) se tradujese como obstáculo al libre fluir del pensamiento. Y ahí me di cuenta de que incluso aunque yo no tenía intenciones subversivas, sino solo el honesto propósito de convertir la situación dada, esa en la cual nos encontrábamos en carne y hueso, en un principio de inteligencia del mundo y de nosotros mismos, casi cualquier paso en la dirección deseada suponía una sacudida para el sistema de relaciones en el cual estábamos presos”.
“Conocer metonímicamente puede ser humillante”. Una anécdota terrible de cuando ella era maestra: en una de esas escuelas de los años 70 debía enseñar las diferencias entre el trabajo campesino y el trabajo obrero; entonces, para generar lazos entre saberes metafóricos y experiencias, para hacer de las vivencias una fuente de saber, propuso a sus estudiantes que les preguntaran a sus padres y abuelos sobre sus propios trabajos. Una niña llegó al aula llorando: había descubierto que su madre, operaria en una fábrica de ollas de aluminio, tenía que pedir permiso para ir al baño y le contaban los minutos que tardaba. Es decir: sobre el elemental deseo humano de hacer pis se habían impuesto signos que prohibían, permitían, regulaban. El elemental deseo humano de hacer pis era forzado a retroceder, suplantado por la organización metafórica que está al exclusivo servicio de la abstracta producción de mercancías y llamamos capitalismo. La metáfora cortaba con su guadaña helada el vínculo entre su mamá persona y la proletaria explotada, y su mamá-persona no tenía otro remedio que aceptarlo. Ella lloraba. ¿Qué hacer con el dolor de quien descubre que su amor no salva de la indignidad al ser amado?
“Espero no haberle dicho que no había nada de lo que avergonzarse –escribió Luisa– porque había de qué avergonzarnos ella, yo y los demás. La cosa se podía en todo caso desdramatizar, considerando que antes o después el movimiento obrero habría hecho reconocer también el derecho de una persona que trabaja a satisfacer sus exigencias sin control anti natural. Quizás le dije algo así. ¿Pero de qué vale una consideración de ese tipo? Entre el campesino, cuya servidumbre, por grave que haya sido, no conoció jamás una disciplina impuesta desde afuera sobre las funciones fisiológicas, y el obrero que tiene el derecho de ir y quedarse en el baño cuanto le parece y le gusta, hay un pasaje, ese que encarna la madre de mi alumna. En él, una insoportable disciplina ha sido soportada. Luego de lo que, porque se vuelve a sentir insoportable, es necesario argumentar para transformar una práctica del cuerpo en un derecho genérico, con todo lo que alguien pueda poner allí de genérico y de particular, de natural y artificial. El póstumo reconocimiento de un derecho restaura pero no reintegra el cuerpo con sus impulsos, sus placeres, sus particularidades, sus contingencias. […] En este pasaje, el cuerpo ha dejado de hablar por sí mismo. Es decir que se pierde, en el intervalo entre una experiencia vivida y su representación”.
Esto que se pierde, este resto, es metonimia, es ligazón que el orden simbólico hipermetafórico reprime, obliga a callar. Es esa mudez que que exige en vano ser escuchada y se las aguanta hasta que de pronto se expresa, lo hace entonces sin voz, con la violencia del cuerpo que la razón no sabe explicar. La producción simbólica de quienes estudiaban en esa escuela era netamente conformista: allí se escribía lo que se esperaba que cada uno o cada una escribiera en las redacciones escolares, se pintaba el árbol de verde, el cielo de azul, se obedecían las definiciones metafóricas impuestas por el orden social. Pero al mismo tiempo, con la misma monotonía, se destruía el edificio escolar, se mellaban los útiles, se apuñalaban y pateaban los bancos y los baños y las paredes que el Estado otorgaba. ¿Primitivismo?
“En hechos de este tipo –escribió Luisa–, más que una regresión, a mí me parece ver actuar el cuerpo salvaje que el régimen de civilización se va construyendo al lado”.
Al lado de la civilización, no detrás, no antes, sino al lado, actúa lo que la voz no pone en voz. El cuerpo es salvaje porque no logra mediarse, no logra signos que lo representen. Y no lo logra porque la metáfora avasalla, amordaza y somete la experiencia social. Cada tanto ese resto acumulado dolorosamente estalla y ocurre la locura: un hombre entra armado a un cine (...) y masacra porque sí, a mansalva. No es casual que hasta ahora quienes protagonizan estos episodios sean varones: la metáfora es particularmente exitosa con ellos, los convence de que son completos con tanta eficacia que el sentimiento de impotencia les resulta profundamente intolerable. Para nosotras la impotencia es constante, tenemos más habilidad para lidiar con el silencio y probablemente más inventiva para generar otro tipo de palabra.
Elsa Drucaroff es escritora y docente universitaria, es doctora en Ciencia Sociales por la UBA. Diploma al mérito en el Premio Konex en la categoría Ensayo Literario. Es autora de las novelas “La patria de las mujeres”, Conspiración contra Güemes” y “El infierno prometido” y el ensayo “Los prisioneros de la torre. Política, jóvenes y literatura” entre otros títulos. Su último libro es “El pasadizo secreto. Escenas de una autobiografía feminista” (Marea), del cual este texto es un fragmento.
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por Elsa Drucaroff
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