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OPINIóN | 22-02-2021 14:29

Lo que Carlos Menem nos dejó

El riojano fue un zorro y para asombro de todos, se transformó de un populista extremo a un “neoliberal” despiadado, rematador de “las joyas de la abuela”.

Basándose en un verso enigmático del poeta griego Arquíloco, que puede traducirse como “el zorro sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una que es grande”, el ensayista Isaiah Berlin dividió a los protagonistas de la historia universal entre los que interpretaban todo cuanto sucedía a través de una ideología determinada que creían coherente y aquellas que, al negarse a comprometerse con ningún esquema abarcador, se adaptaban fácilmente a circunstancias imprevistas y modificaban sus ideas a fin de aprovecharlas.

Como muchos políticos, Carlos Menem fue un zorro. Para asombro de todos, en un lapso extraordinariamente breve se transformó del “ayatolá de las pampas” de la campaña electoral, un populista extremo resuelto a destrozar a los oligarcas y repartir plata entre los pobres, en un “neoliberal” despiadado, rematador de “las joyas de la abuela” y, para colmo, amigo predilecto de los empresarios de Bunge y Born, el almirante Isaac Rojas y Álvaro Alsogaray. Fue como si un buen día Cristina nos dejara boquiabiertos nombrando a Mauricio Macri jefe de La Cámpora y ordenara a los militantes obedecerlo sin chistar.

Así y todo, los peronistas pronto superaron la sorpresa que algunos sintieron y aprobaron la metamorfosis del nuevo presidente; sabían que Menem, gracias a su innegable carisma y, más tarde, a los éxitos económicos que anotó, podría garantizarles los votos que necesitarían para conservar sus lugares en la nomenclatura política nacional.

Menem fue tan proteico que le preocupaban aún menos que a Alberto las contradicciones flagrantes entre lo que había afirmado con su contundencia habitual antes de mudarse a la Casa Rosada y lo que hacía una vez instalado como presidente. Eran roles distintos. Y, lo que es poco común en el mundillo político, fue capaz de reírse de sí mismo, como hacía cuando le recordaban que su autor favorito, Sócrates, no había escrito nada que se haya preservado, aunque pudo haber dicho que a su entender Platón le había servido de amanuense.

Menem el zorro dejó mil anécdotas, algunas divertidas y otras no tanto, pero aún no han prosperado los intentos de acercarse a lo que llamaba “la verdad verdadera” detrás de la máscara pública. ¿Se hizo católico por motivos netamente pragmáticos o, a pesar de una apostasía aparente -un crimen capital según los juristas musulmanes de todas las corrientes significantes-, siempre fue fiel a la religión de sus antepasados, como haría pensar su entierro en el cementerio islámico de San Justo?

¿Fue tan fanático del consumismo rutilante como se suponía, o se trataba de un show montado por un hombre muy inteligente y astuto que, como Donald Trump -cuyos excesos de nuevo rico molestan sobremanera a la gente bien y por lo tanto encantan a sus admiradores-, no sólo disfrutó de sus propias extravagancias sino que también entendió muy bien que le convenía suministrar a los medios una cuota diaria de novedades pintorescas que lo ayudarían a dominar el imaginario nacional?

Con todo, si bien era evidente que Menem aspiraba a figurar ante el mundo como el gran estadista modernizador de América latina, su código ético era el de un caudillo tradicional, de ahí lo difícil que le era distinguir entre lo público y lo personal y la corrupción que floreció en su entorno. Puede que, en comparación con lo que vendría después, Menem no fuera más que un aficionado a la hora de enriquecerse por medios inconfesables y por lo tanto era parecido a centenares de políticos, funcionarios e integrantes de la familia judicial cuyos patrimonios motivan sospechas nada arbitrarias, pero según las pautas de la década final del siglo pasado su conducta fue indignante.

También lo fue la forma en que se apropió de la Justicia, llenando la Corte Suprema de amigos y adictos que conformarían la notoria “mayoría automática”. Néstor Kirchner pudo purgar el tribunal máximo, pero si bien su manera de hacerlo mereció muchos aplausos, el método que empleó fue tan cuestionable como los de Menem mismo.

La corrupción, el escaso respeto por la independencia judicial y, desde luego, la frivolidad que a juicio de muchos era la característica más llamativa de Menem y su entorno, contribuirían a desprestigiar lo que procuró hacer para terminar con la prolongada y cada vez más exasperante decadencia no sólo de la economía sino también de la sociedad argentina en su conjunto. Es que tanto ha sucedido desde 2003, cuando el riojano se borró de la gran política al darse cuenta de que Néstor lo derrotaría por un margen escandaloso en las elecciones presidenciales, que es fácil olvidar que, por un largo rato, sí actuó como un erizo decidido a solucionar problemas que generaciones de políticas habían minimizado.

Lo hizo al respaldar con firmeza el Plan de Convertibilidad de Domingo Cavallo con el que logró frenar el tsunami hiperinflacionario que, a partir de la fase final de la gestión de Raúl Alfonsín, había continuado devastando el país, e inaugurar una etapa que se vería signada por un grado insólito de estabilidad, un alud de inversiones extranjeras y un buen ritmo de crecimiento. Sin embargo, andando el tiempo la realidad argentina se las arreglaría para desvirtuar lo que a buen seguro fue el intento más promisorio de las décadas últimas de hacer del peso una moneda tan confiable como el dólar estadounidense o cualquier otro. Puede que el resultado final hubiera sido distinto si Menem, acompañado por el resto de la clase política nacional, hubiera aprovechado la oportunidad que había creado para llevar a cabo “reformas estructurales” mucho más profundas que las ensayadas, pero sucede que ni él no los demás dirigentes estuvieron dispuestos a ir tan lejos por temor a una eventual reacción hostil del electorado.

¿Qué aprendió el país del fracaso espectacular de la convertibilidad? En las semanas que siguieron al desastre que puso fin a la gestión de Fernando de la Rúa y el protagonismo de Menem, se consolidó el consenso de que los costos sociales, y por lo tanto políticos, de tratar de convivir con una moneda pegada al dólar habían sido tan cruelmente altos que sería suicida intentarlo nuevamente. De tener razón quienes piensan así, no hay más alternativa que la de resignarnos a la inflación crónica interrumpida esporádicamente por estallidos hiperinflacionarios porque cualquier esfuerzo por dotar al país de una moneda módicamente fuerte supondría un ajuste.

¿Es concebible un proyecto de recuperación económica que no perjudique a sectores sociales importantes que de un modo u otro se han acostumbrado a convivir con el orden existente? Muchos dan por descontado que tal hazaña sí es posible y no vacilan en denostar a cualquiera que dice lo contrario, pero es legítimo dudarlo. Todos los gobiernos salvo los argentinos se sienten alarmados si hay señales de que los precios estén aumentando a un ritmo anual similar al registrado aquí en un solo mes porque saben que, a menos que hagan cuanto sea preciso para detenerlo cuanto antes, el electorado los castigará por entender que la inflación es intrínsecamente reaccionaria porque golpea con más violencia a quienes menos tienen.

Conforme a la experiencia internacional, no fueron tan exorbitantes los costos sociales del plan de Cavallo que Menem hizo suyo hasta que las reformas que se habían propuesto perdieron su ímpetu original. Después de todo, durante los catorce años en que Felipe González encabezó el gobierno español y procuró “reconvertir”, es decir, modernizar la economía de su país para que se hiciera más competitiva, la tasa de desempleo fluctuaba en torno al 24 por ciento.

El socialista pudo sobrevivir a la catástrofe humanitaria así supuesta porque su gobierno tenía como objetivo integrar España a la Unión Europea, una meta que, además de contar con el apoyo del grueso de sus compatriotas, entrañaba muchos cambios concretos que sus interlocutores en Bruselas describían en detalle exhaustivo, mientras que aquí era demasiado difuso el sueño menemista de hacer de la Argentina un país del “primer mundo”. Era por lo tanto tentador entregarse a la ilusión de que no sería necesario hacer más que anunciar que en adelante el peso valdría un dólar.

Hubo otro problema que muchos suelen pasar por alto. Cuando de “la modernización” se trata, no bastan las reformas estructurales que todos los economistas, con la excepción de los heterodoxos más imaginativos, creen fundamentales. Para que éstas puedan funcionar, tienen que ser precedidas por reformas culturales, en el sentido amplio de la palabra, para que la población pueda adaptarse a los cambios. Tanto en España como aquí, el desempleo masivo que acompañó sendos esfuerzos por cerrar la brecha con los países considerados avanzados pudo atribuirse al atraso educativo, ya que los nuevos empleos que se creaban exigían capacidades, conocimientos y formas de comportarse que en aquel entonces pocos tenían. En el caso de que el gobierno de Alberto o sus sucesores lograran crear la multitud de “empleos de calidad” de que hablan optimistas de todas las agrupaciones políticas, les costaría encontrar personas en condiciones de desempeñarlos. Es por lo tanto comprensible que en muchas partes del mundo, incluyendo a la Argentina, motiven resistencia las reformas que se emprenden para hacer más eficiente la economía.

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James Neilson

James Neilson

Former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986).

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