Tuesday 10 de December, 2024

OPINIóN | 08-07-2023 09:14

Lo que le espera al próximo Presidente   

Larreta, Bullrich y con matices, Massa, parecen convencidos de que la Argentina tendrá forzosamente que abandonar el voluntarismo populista que ha dominado el pensamiento de la clase política nacional y que últimamente se ha vuelto irremediablemente tóxico.

Horacio Rodríguez Larreta, Patricia Bullrich y con matices, Sergio Massa, parecen convencidos de que la Argentina tendrá forzosamente que abandonar el voluntarismo populista que, durante casi un siglo, ha dominado el pensamiento de la clase política nacional y que últimamente se ha vuelto irremediablemente tóxico. Sin plata, el “modelo” socioeconómico propuesto por los kirchneristas y sus aliados coyunturales de la izquierda combativa no puede funcionar, pero la única fuente de dólares frescos que les queda es el Fondo Monetario Internacional. Si no fuera por los norteamericanos, que creen que un eventual colapso argentino tendría repercusiones catastróficas para el desvencijado sistema financiero mundial, el FMI se lavaría las manos del país que, a juicio no sólo de los duros de Alemania y el Japón, es el delincuente financiero más tramposo del planeta.

Ahora bien: es una cosa poner en marcha un programa de reformas in extremis porque no hay más alternativa, y otra muy distinta hacerlo por entender que, una vez superadas las dificultades iniciales, una economía reestructurada sería muy beneficiosa para la sociedad en su conjunto y para virtualmente todos aquellos que la integran. Hay una gran diferencia entre resignarse a tomar medidas ingratas y sentirse frente a una oportunidad histórica. Sin embargo, a menudo los dirigentes de la coalición presuntamente comprometida con un cambio radical brindan la impresión de querer emprenderlo no porque les motiva una visión optimista del futuro sino porque las circunstancias los obligan a intentarlo. Es por lo menos factible que los candidatos de Juntos por el Cambio se hayan visto tan perjudicados por el pesimismo así reflejado que, a pesar de la gravedad de la crisis económica y social que está sufriendo el país y el fracaso patente de la gestión de Alberto y Cristina, el eventual ganador o ganadora de la virulenta interna opositora podría perder la elección definitiva.

Salvando todas las muchas distancias, la situación en que se encuentra la Argentina tiene algo en común con la de China a finales de la tumultuosa década de los setenta, cuando la elite gobernante enfrentaba la opción de prolongar la borrachera maoísta que tantos daños había provocado o adoptar una estrategia similar a la que en otros países había tenido resultados sumamente positivos.  Por fortuna, la ideología casera kirchnerista nunca llegó a ser tan feroz como la que encandiló a los guardias rojos de Mao, pero así y todo sería un error minimizar los daños que ha ocasionado.

De todos modos, aun cuando no se les haya ocurrido a los tres aspirantes principales a suceder a Alberto en la Casa Rosada buscar antecedentes en el Lejano Oriente, convendría que tomaran en cuenta lo hecho por el líder chino Deng Xiaoping que, en 1978, archivó las fantasiosas teorías maoístas que, si bien fueran aplaudidas por cierta intelectualidad occidental, mantenían desesperadamente pobre a su país, además de brindar a hordas de militantes jóvenes pretextos para causar disturbios terriblemente destructivos  

Sin perder tiempo, una vez en el poder Deng puso en marcha un programa de reformas profundas que, en un lapso muy breve, haría de China una superpotencia tanto económica como política. ¿Podría suceder algo parecido aquí? Los hay que creen que sí, que, liberada por fin de la pegajosa telaraña populista que la está sofocando, la Argentina sería capaz de protagonizar una epopeya comparable aunque, claro está, por tratarse de un país de dimensiones demográficas modestas, sería de un orden de magnitud muy inferior a la china que cambió drásticamente el mapa geopolítico del planeta.

Pues bien: ¿Qué tendría que hacer un eventual Deng argentino? Para comenzar, le sería necesario frenar la inflación, reduciendo la alocada emisión monetaria y restaurando el equilibrio fiscal, cosas así. ¿Y entonces? Entonces comenzará una parte aún más difícil porque requeriría que las elites politizadas del país experimentaran algo parecido a una revolución cultural. Bajo la égida de gobiernos de diverso pelaje, a través de las décadas se han formado un sinnúmero de estructuras corporativas empresariales, sindicales y, para usar una palabra que se ha puesto de moda, “feudales”, es decir, un enjambre de grupos voraces que están regenteados por políticos rodeados de familiares y operadores subalternos que se eternizan en el poder y que consiguen fondos públicos aprovechando su relación con el gobierno nacional de turno. Para que el país entero se reactive, será necesario desmantelar las corporaciones interconectadas que se verán defendidas por una multitud de individuos que ocupan lugares en reparticiones estatales y entidades anexas. Es de prever que tales personajes hacen cuanto puedan para sabotear las reformas que serían necesarias para que el país contara con un Estado auténtico.

De los tres contendientes mejor ubicados, Massa sería el menos dispuesto a atacar frontalmente a las corporaciones porque depende del apoyo de algunas encabezadas por personajes que han ayudado a financiar sus actividades políticas, mientras que, felizmente para ella, Bullrich parece carecer de vínculos engorrosos de tal tipo. En cuanto a Rodríguez Larreta, su voluntad de ampliar lo más posible su eventual base de sustentación por creer que de otro modo no le sería posible llevar a cabo las reformas que presuntamente tiene en mente, lo haría más proclive a respetar lo que para los defensores del statu quo son derechos adquiridos intocables.

Por supuesto, es posible que, de instalarse en la Casa Rosada, Rodríguez Larreta o Massa asumirían posturas bastante distintas de las que, a juzgar por su retórica y por sus trayectorias respectivas, caracterizarían su hipotética gestión. Sea como fuere, pactar con la Argentina corporativa equivaldría a resignarse a un futuro signado por la mediocridad económica y la corrupción sistémica que tanto han contribuido a desalentar a los que, en una sociedad más abierta, estarían aportando mucho al bienestar general.

Aunque en vista del estado actual del país y las amenazas alarmantes -todas de origen interno- que enfrenta, se entiende que más de lo mismo no puede ser una opción, muchos quisieran regresar a épocas recientes cuando todo les parecía más previsible. Será en parte por tal motivo que está aumentando la proporción de quienes boicotean las urnas o votan en blanco. Dan por descontado que el gobierno que surja de las elecciones no estará en condiciones de hacer mucho más que intentar sobrevivir a los ataques de revoltosos resueltos a perpetuar el orden existente. Su actitud se parece a la de quienes gritaban “que se vayan todos” luego del colapso de la convertibilidad.

Otro síntoma de la enfermedad política así supuesta ha sido la aparición de Javier Milei como una alternativa genuina a los dirigentes “normales”, si bien hay señales de que el globo libertario está desinflándose al enterarse sus fans de que el hombre es aún más excéntrico de lo que habían pensado. Por cierto, sería de suponer que, al enterarse de que cuenta con el asesoramiento de perros videntes, muchos que comparten el desprecio que jura sentir por “la casta” le darán la espalda. De tratarse de un artista surrealista, la mezcla de racionalismo económico e irracionalismo ocultista que, según parece, llena la cabeza de Milei no extrañaría demasiado, pero sucede que es un político que pretende gobernar un país que corre peligro de hundirse en el caos.

Con todo, además de frecuentar a adeptos de artes que son decididamente oscuras y, lo que para algunos es igualmente excéntrico, militar a favor de una corriente ideológica que durante años ha sido satanizada por políticos profesionales e intelectuales que se ufanan de sus sentimientos progresistas, en comparación con sus rivales Milei se destaca por su optimismo. Da a entender que, siempre y cuando el país adoptara su versión particular del credo liberal, podría esperarle un futuro tan espléndido como fue el pasado mítico al que alude en que, según él, era “el más rico del mundo”, aunque la verdad es que nunca lo fue. Conforme a las pautas decimonónicas, la Argentina era relativamente próspera, pero lo era menos que los países más avanzados de la época y perdió la oportunidad para alcanzarlos al decidir colectivamente privilegiar el reparto por encima de la productividad.

Si bien es comprensible que los demás candidatos presidenciales sean reacios a formular promesas que, en las nada brillantes circunstancias actuales, podrían parecer irresponsablemente extravagantes, los mensajes negativos que envían a la población son de por sí desmoralizadores. Acaso sería mejor que, luego de insistir en que gracias a la ineptitud de gobiernos como el actual, al país le aguarda una etapa plagada de dificultades que muchos tratarán de aprovechar, se animaran a señalar que, una vez reordenada, la economía estaría en condiciones de experimentar un período prolongado de crecimiento equiparable con los que, hace apenas una generación, transformaron a China y Corea del Sur, y los que antes habían protagonizado países de cultura afín como Italia, España y Francia. Después de todo, si bien está consolidándose  el consenso de que la Argentina populista que todos conocemos es inviable, no se puede decir lo mismo del país como tal.

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James Neilson

James Neilson

Former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986).

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