El anuncio presidencial de la noche caliente del miércoles 9, que le quitó un punto de coparticipación a la ciudad de Buenos Aires para pagar el aumento reclamado a punta de pistola por la Policía Bonaerense, es materia de estudio para psicoanalistas más que para politólogos. Con la Quinta de Olivos rodeada por los uniformados, Alberto Fernández se vio en el aprieto comunicacional de no aparecer cediendo ante el chantaje armado. ¿Cómo hacerlo? Muy simple: pegándole él mismo a alguien más. Horacio Rodríguez Larreta, hasta ayer su opositor favorito, la ligó de rebote.
La jugada albertista de simular fortaleza con el garrotazo a Larreta cuando en realidad estaba rindiéndose ante los policías sublevados es una forma arriesgada de tapar el conflicto. No solo enoja al alcalde porteño, sino que termina de contrariar a una clase media que viene asediando al Gobierno con sus banderazos a repetición, y que pasó de aplaudir el discurso otrora moderado del jefe de Estado a reprocharle su falta de firmeza ante la vicepresidenta que avanza con su propia agenda, léase reforma judicial, caso Vicentin o impuesto a las grandes fortunas. Entre esos indignados de la clase media porteña que hoy hacen sonar sus cacerolas y bocinas abundan los que le dieron un voto de confianza a Fernández en la última elección, convencidos de que él no era Cristina Kirchner. Pero el humor social cambió, y Alberto acaso crea que esos votantes son irrecuperables.
No se explica, de otra forma, que haya quemado las naves como lo hizo con su anuncio. Pareció un impulso más que una decisión meditada. Un intento desesperado de mostrarse a la ofensiva aun en medio de una claudicación. ¿Pensó bien el Presidente la jugada? ¿O se dejó llevar? Como decía Juan Domingo Perón, “en política, el que se calienta pierde”.
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