Antes de asustarnos las amenazas planteadas por la Inteligencia Artificial que, según los más pesimistas, no tardará en desplazar al género humano del lugar dominante que ocupa en la jerarquía terrestre, los medios electrónicos ya se habían encargado de modificar nuestra relación con el mundo en que vivimos. Al hacer más borrosa la diferencia entre el pasado y el presente, han tenido un impacto fuerte en política puesto que es cada vez más difícil distinguir entre las imágenes que especialistas crean para los candidatos que los contratan y las que corresponden a la verdad actualizada.
Tal y como están las cosas, incluso la minoría que sigue atentamente las actividades de los “dirigentes” puede equivocarse al atribuirles actitudes que algunos ya han modificado, mientras que durante las campañas los que raramente se interesan en política y que conforman el grueso del electorado, reciben a diario torrentes de mensajes ambiguos elaborados por expertos. Para defenderse contra quienes tratan de venderles candidatos que carecen de las cualidades que les parecen deseables, no tienen más alternativa que la de depender de sus propios instintos que, por supuesto, distan de ser tan confiables como ellos mismos suponen.
Muchos aspirantes a cargos electivos tienen motivos para temer menos a sus rivales que a sí mismos, a los personajes que eran antes de asumir su forma actual que, quisieran asegurarnos, es la definitiva. No les es dado desligarse por completo de los sosías odiosos que, electrónicamente conservados, los acompañan a todas partes, mofándose de ellos e insinuando que son más auténticos que los recién llegados.
Sergio Massa está rodeado por tales dobles. Patricia Bullrich, una conservadora amiga de la ley y el orden, convive con la guerrillera exultante Carolina Serrano. Detrás de Horacio Rodríguez Larreta está un funcionario peronista de trayectoria un tanto polémica. Y para algunos, Martín Lousteau sigue siendo el joven ministro de Economía de Cristina que procuró arruinar a los chacareros del campo.
No son los únicos, claro está. Quienes hurgan en los archivos pueden toparse con una Cristina que se congraciaba con los militares y que, con el correr de los años, sería una admiradora declarada de Carlos Menem, un hombre cuya metamorfosis del ayatolá de los llanos en una especie exótica de neoliberal dejó boquiabierto a medio mundo, y, cuando no, de Domingo Cavallo, pero que andando el tiempo optó por convertirse en una presidenta de retórica chavista, una amiga de Fidel y la pitonisa, algunos dirían jefa espiritual, de la generación diezmada.
Alberto Fernández también ha evolucionado de manera errática; de la noche a la mañana, dejó de ser un crítico furibundo de la señora - “corrupta”, “clínicamente delirante” y así por el estilo -, para adoptar el papel de abogado defensor que protesta airadamente contra el lawfare infame que ve facilitado por la Corte Suprema de la Nación. Fue en buena medida gracias a la persistencia en la memoria pública del feroz Alberto antikirchnerista que los dos Fernández lograron derrotar a Mauricio Macri y Miguel Ángel Pichetto en las elecciones de 2019.
Para los espectadores más atentos del gran melodrama político nacional, los cambios así supuestos han sido tan frecuentes que ya no ocasionan sorpresa, si bien proveen de municiones a los interesados en desprestigiar a uno u otro enfrentándolo con una versión anterior de apariencia virtualmente idéntica. ¿Ocurre lo mismo a juicio de los muchos que se han preocupado muy poco por tales detalles? Parecería que no; cuando Cristina nombró a Wado de Pedro como el candidato de su espacio, millones no tenían la menor idea de quién era, de suerte que sería natural que tales personas se sintieran un tanto confusas por los cambios de piel experimentados por los presuntamente bien conocidos.
De todos modos, entre los levemente mejor informados que quienes integran la mayoría que es habitualmente indiferente a las peripecias de los políticos profesionales, saber que casi todos aquellos que figuran en las listas de candidatos han sido nómades ideológicos no puede sino fortalecer la convicción ya difundida de que, en el fondo, son hipócritas congénitos sin principios firmes que se adaptan a las circunstancias imperantes según aconsejan los asesores de imagen bien remunerados que alquilan. He aquí una razón por la que el abstencionismo electoral está en aumento.
De acuerdo común, el más cambiadizo de todos es Massa. ¿Lo perjudica el panquequismo militante que es su especialidad? A ojos de sus adversarios, que insisten en mantener vivo en las pantallas televisivas y los medios sociales al flagelo de La Cámpora y carcelero en potencia de Cristina, las contradicciones flagrantes a las que nos ha acostumbrado deberían hundirlo. Sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos de los resueltos a destruirlo, el ministro de Economía que no logra frenar la inflación, hombre fuerte de un gobierno flojísimo y candidato de unidad de un movimiento dividido, sigue a flote. Aunque parece poco probable que se anote un batacazo en las elecciones presidenciales que están acercándose con rapidez, no es inconcebible que nos sorprenda,
Por cierto, no extrañaría demasiado que la presencia fantasmal del Massa de algunos años atrás lo ayudara a conseguir los votos de quienes sospechan que es más genuino, más real, que el amigo íntimo de Máximo que lagrimea cuando le recuerda que Cristina le ha dedicado algunas palabras cariñosas. En tal caso, el candidato de la Unión por la Patria peronista se vería beneficiado por una variante personal de la ley de lemas, ya que el Massa reconstruido coleccionaría votos destinados a un precursor que lleva el mismo nombre y tiene la misma cara. Asimismo, es por lo menos factible que Patricia la guerrillera reciba algunos votos de los doloridos por la voluntad de Cristina de respaldar la candidatura de un “derechista” neoliberal que se codea con empresarios y operadores políticos yanquis.
El imaginario colectivo siempre ha sido misterioso. Para frustración de quienes quisieran comprenderlo, repudia la lógica lineal. Pesan más que la racionalidad los mitos que generan sensaciones populares que a menudo resultan ser contagiosas. Si, como quisieran creer ciertos académicos, dicho imaginario funcionara conforme a las pautas que supuestamente rigen la conducta del “homo economicus”, el peronismo ya no sería más que un episodio histórico que se vio superado hace décadas porque ha sido incapaz de cumplir lo que ha prometido, pero por tratarse de un movimiento que se alimenta de la adversidad, sus propios fracasos le dan lo que necesita para sobrevivir a las calamidades que provoca.
Así las cosas, no hay garantía alguna de que sirviera para matarlo bien muerto un final realmente catastrófico de la gestión de Alberto. Por el contrario, un colapso generalizado podría crear una situación poselectoral que le permitiría recuperarse del bajón que está sufriendo. La verdad es que, para el peronismo, la “normalidad” balsámica que todos dicen querer sería mucho más peligrosa que un nuevo desastre.
A los políticos actuales les ha tocado practicar su oficio en una época en que una proporción sustancial de la gente, tal vez la mayoría, se conecta con el universo a través de las pantallas de sus celulares, laptops o televisores, sin que le quede mucho tiempo en que reflexionar. Es tanta la profusión de medios que no les está resultando del todo fácil asegurar que la imagen, cuidadosamente renovada, que tratan de proyectar no sufra modificaciones antes de llegar al electorado. En cualquier momento pueden caer emboscados por su propio pasado.
Es lo que acaba de suceder a un integrante de Juntos por el Cambio, Franco Rinaldi; tuvo que bajarse de la lista de Jorge Macri de precandidatos a escaños en la legislatura porteña luego de la difusión de una sarta de comentarios escandalosos, supuestamente humorísticos, que había formulado “hace muchos años” en su “vida anterior”. En un intento inútil de defenderse, Rinaldi trató de presentarse como una nueva víctima de la “cultura de cancelación” que está ocasionando trastornos en otras latitudes, sobre todo en el mundo anglosajón, donde ha puesto fin a las carreras de políticos culpables de crímenes tan espantosos como el de haber tocado, décadas atrás, la rodilla de una colega o de una periodista atractiva. Desgraciadamente para Rinaldi y su sponsor político, muy pocos estaban dispuestos a perdonarle las palabras rabiosamente racistas, antisemitas, homofóbicas y machistas que pronunció en lo que dijo era una etapa “artística” de su trayectoria.
Aun cuando escasean los políticos que corren el riesgo de compartir la suerte del “cómico stand-up”, virtualmente todos tienen buenos motivos para sentirse preocupados por lo cada vez más difícil que les será hacer caer en el olvido episodios que protagonizaron cuando eran más jóvenes y menos cuidadosos. Después de todo, es una cosa minimizar la importancia o cuestionar la veracidad de algo que aparece en un libro de memorias o incluso en un archivo periodístico, como a veces ocurrió en tiempos prehistóricos ante de la aparición del Internet, y otra muy distinta verse frente a imágenes que de repente se hacen virales para que millones de personas puedan disfrutarlas.
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