Aunque sólo se trata de una elección fantasma en que casi nadie será elegido para nada, tanto el Gobierno como las diversas agrupaciones opositoras temen a las PASO. A más de dos meses de las elecciones auténticas, todas quieren conservar intactas sus propias ilusiones y no les gusta verlas amenazadas por la realidad, por pasajera que resulte ser la de la foto del domingo.
Asimismo, en las filas oficialistas por lo menos, muchos se sienten preocupados por el eventual impacto de la megaencuesta en la imagen nacional; saben que una buena performance de los Fernández y sus aliados haría pensar que el país está por entregarse nuevamente al populismo facilista, lo que a buen seguro tendría repercusiones económicas desafortunadas al convencer a los interesados en lo que suceda aquí de que la Argentina es un caso perdido.
No es cuestión de un detalle menor: para ahorrarse una crisis tan tremenda –una que sería mucho más duradera–, como la de 2001 y 2002, el país necesitará contar con ayuda financiera ajena por algunos años más. De difundirse la impresión de que el Gobierno usaría la plata que consiga para repartir subsidios según criterios políticos o personales, los únicos que le prestarían montos significantes serían especuladores en busca de ganancias rápidas.
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He aquí un buen motivo para esperar que la cara reflejada en el espejo de las PASO sea la prevista por quienes han apostado a que la Argentina logre reformarse a tiempo para sobrevivir y, si tiene suerte, prosperar en un mundo que, como nos recordó el susto ocasionado por la devaluación sorpresiva del yuan chino, propende a hacerse cada vez más exigente. Mal que nos pese, en adelante los gobiernos, sean macristas, kirchneristas o procedentes de una coalición que aún no se ha ensayado, tendrán que manejar las finanzas nacionales con rigor extremo; caso contrario, el país no tardará en sufrir su enésima crisis terminal, una que podría ser mucho más devastadora que la anterior.
De acuerdo común, las PASO servirán para medir las preferencias de la gente en un momento determinado, algo que las empresas que se dedican a mantenernos informados acerca de la evolución de la a veces contradictoria mente colectiva nacional no pueden hacer con precisión milimétrica ya que carecen de los medios que necesitarían para alcanzar a los muchos que vuelan bajo el radar. De más está decir que la mayor concentración de tales hombres y mujeres se encuentra en las barriadas más deprimidas del conurbano bonaerense. Una vez más, pues, el futuro del país está en manos de los menos instruidos, ya que sólo una minoría reducida de los habitantes de esta inmensa zona han completado el ciclo secundario.
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En Europa y Estados Unidos, los equivalentes del sector así supuesto están detrás de la ola de populismo que tiene en vilo a las elites políticas y culturales; quisieran reducir su influencia, pero no saben cómo hacerlo en un marco democrático. La experiencia argentina no estimula optimismo entre los alarmados por el fenómeno. Para ellos, Donald Trump es una versión norteamericana de Juan Domingo Perón; dicen creer que el boom económico que ha desatado se verá seguido por muchos años de decadencia.
Además de los problemas planteados por el cortoplacismo populista, aquí todo se ve distorsionado por las insólitas dimensiones demográficas de la Provincia de Buenos Aires. Atentan contra el federalismo; es absurdo que en una sola jurisdicción viva casi el cuarenta por ciento de la población de un país con 23, cada una con sus propias reglas y tradiciones. También lo es que haya una diferencia tan grande entre el conurbano, el que atenaza la relativamente próspera ciudad homónima y en buena medida depende de ella, y el interior mayormente rural de la provincia en que los intereses de la gente suelen ser muy distintos.
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Así y todo, aunque sería lógico dividirla en cinco o más partes, tales cambios no privaría de influencia política a quienes menos tienen pero que, por desgracia, están demasiado angustiados por lo que podría sucederles antes del fin de mes como para pensar en el medio plazo o el largo. Como saben muy bien quienes prometen llenar sus bolsillos de plata con tal que les den sus votos en octubre o noviembre, lo que quieren es respuestas ya.
Desde hace muchos años, el conurbano ha sido territorio peronista. ¿Sigue siéndolo? Hay indicios de que el oficialismo, mejor dicho, María Eugenia Vidal, ha logrado penetrar distritos en los que en teoría no tendría posibilidad alguna de cosechar votos. Lo ha hecho gracias a su carisma personal y a las a menudo despreciadas obras públicas como cloacas y caminos asfaltados que mejoran las condiciones de vida de los acostumbrados a verse abandonados a su suerte a menos que haya elecciones inminentes. Los resultados de las PASO nos dirán si los cambios presuntamente detectados por los estrategas gubernamentales son genuinos o meros productos de la esperanza.
Desde el punto de vista de los más pobres mismos, sería muy positivo que los políticos, en especial los intendentes, empezaran a desconfiar de su lealtad; entonces, se sentirían obligados a ofrecerles algo más que las promesas huecas, exhortaciones insensatas y movilizaciones emotivas de siempre. Por cierto, no cabe duda de que la consolidación de la miseria en los distritos que regentean los llamados barones se ha visto facilitada por la virtual seguridad de que sus habitantes continuarán votando por un movimiento determinado cuyos jefes pueden tratarlos como carne de cañón electoral sin tener que preocuparse por los engorrosos asuntos concretos que, por raro que les parezca a los ideólogos, obsesionan a los macristas.
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Estos quieren creer que está en marcha una revolución cultural protagonizada no por los intelectuales que, en su mayoría, son conservadores que se divierten reeditando los debates de hace medio siglo o más, sino por ciudadanos de pretensiones menos elevadas que, por fin, habrán llegado a la conclusión de que el corporativismo populista –el que algunos han calificado del “sentido común de los argentinos”–, es estéril y que por lo tanto al país le convendría hacer lo mismo que otros que se han liberado de la miseria ancestral.
¿Se trata sólo de una expresión de deseos? Parecería que no: el que, a pesar de las muchas dificultades económicas y sociales surgidas últimamente que los kirchneristas atribuyen a los prejuicios de un gobierno que privilegia a los ricos y otros a su resistencia a tomar medidas fuertes no bien iniciada su gestión, Mauricio Macri aún esté en carrera es evidencia suficiente de que mucho ha cambiado en los años últimos. Al fin y al cabo, si el ADN de la Argentina es tan populista como creen los escépticos, un gobierno incapaz de solucionar sus problemas económicos en un lapso muy breve no tendría posibilidad alguna de ganar una elección.
Aunque es legítimo insistir, como hacen algunos, en que a ojos de los dispuestos a apoyar al presidente su mérito principal es que las alternativas disponibles les parecen todavía peores, no es realista suponer que una clase política que, de un modo u otro, es responsable de décadas de decadencia y que, lo que es peor, ha aprendido a aprovecharla, debería estar en condiciones de generar equipos gobernantes claramente superiores al actual. Después de todo, si los integrantes de dicha clase fueran tan talentosos, la situación en que se encuentra el país sería radicalmente distinta. Por desgracia, la verdad es que no lo son y, como pronto comprendieron los que hace casi veinte años llenaron las plazas para gritar “que se vayan todos”, sería muy difícil reemplazarlos por otros más capacitados.
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Dicen que la política es el arte de lo posible. Puede que sea natural pedir lo que no lo es, pero quienes actúan en consecuencia suelen cometer errores realmente catastróficos. Sucede que no sólo en la Argentina sino también en los demás países, incluyendo a los más prestigiosos, desde el punto de vista de cada uno todas las opciones electorales son imperfectas, motivo por el que siempre hay que conformarse con la menos mala. También parecería que, luego de un muy largo y difícil aprendizaje, una proporción sustancial, aunque no necesariamente mayoritaria, del electorado valora el apego evidente de Macri y quienes lo rodean a ciertos principios democráticos como la libertad de expresión, la tolerancia del disenso, el respeto por la ley y así por el estilo que muchos simpatizantes de Cristina desprecian.
Frente a las elecciones, el discurso de los kirchneristas se ha hecho casi exclusivamente economicista. Dan a entender que la inflación, la caída de la producción, el desempleo y, por supuesto, la pobreza creciente, es obra exclusiva de Macri y que, una vez de regreso, ellos se encargarán de asegurar que los precios se estabilicen, haya trabajo bien remunerado para todos y todas, las fábricas produzcan más y el pueblo recupere la felicidad, A la luz de lo que sucedió cuando Cristina estaba en el poder, tales promesas son ridículas pero, a juzgar por los sondeos previos a las PASO, son muchos los que no sólo las toman en serio sino que también están dispuestos a pasar por alto la corrupción en escala industrial que era una de las características más notables de quienes gobernaron el país entre 2003 y 2015, y la voluntad de los kirchneristas de vengarse de quienes los han criticado.
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