Vuelven sobre sus palabras con espanto, como si un demonio se hubiera apoderado de sus lenguas para agitar la blasfemia. Y lo hacen como un niño asustado en la dirección de la escuela: “No se volverá a repetir”, fue el insólito remate con el que Mirtha Legrand cerró su pedido de disculpas por haber dicho que el presidente Macri “se ha transformado en un fracasado”.
También por televisión, y a puro llanto, Catherine Fulop volvió a pedirle perdón al pueblo judío. “Me escucho y me horrorizo” se lamentó por haber comparado a los militares que reprimen a sus compatriotas venezolanos con los judíos colaboracionistas en los campos de concentración, data insurgente que le sugirió un libro de Viktor Frankl, pero que ni con cita de fuente le viene mereciendo atenuantes.
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A las dos se le sumó en cuestión de horas el pedido de perdón que Gonzalo Bonadeo les dirigió a Susana Giménez y Mariana Nannis, a quienes había defenestrado por bastardear –sacando a la luz violencias que no venían a cuento- la memoria de un jugador de fútbol de la talla de Caniggia.
El fenómeno de tapar la compulsión verbal con una solicitud mediática de redención no sabe de fronteras temáticas, ámbitos ni geografías. Mauricio Macri había arrancado la temporada alta de arrepentidos, al pedir perdón por su reacción en la conferencia de prensa post derrota electoral; y el actor Raúl Rizzo se disculpó por comparar a Macri con un autista. Se convenció de que los enfermos no lo merecen.
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Almodóvar acaba de recibir un León de Oro pidiendo perdón por no incluir en sus películas a actrices negras, y una periodista norteamericana le imploró perdón a su colega negro por tevé, al otro día de cerrar una nota sobre un simpático gorila diciéndole: “se parece a ti”. Apple pide perdón por escuchar conversaciones privadas. Y el Papa pide perdones varios en nombre de la Iglesia.
Exigir perdón es tendencia. Con menos deseo de reconciliación que necesidad de indulto paravalanchas. Años de psicoanálisis, de represiones exorcizadas y celebraciones a la frescura sin filtro para terminar en este lloriqueo de autoflagelados.
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El único pedido de perdón verosímil es el que brota, espontáneo, tras el pisotón en el subte. En la mayoría de los casos.
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por Alejandra Daiha*
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