Friday 29 de March, 2024

CULTURA | 24-03-2022 10:29

Azor: la esperada película sobre los negocios de la dictadura

Fue realizada por el director suizo Andreas Fontana, con la colaboración de Mariano Llinás. Toma un punto de vista novedoso para abordar la relación de los militares con la banca internacional.

Una de las películas más interesantes del festival de cine Nuevos Directores y Nuevos Films (ND/NF), de Nueva York en 2021, fue “Azor”, una coproducción suizo-franco-argentina, del director suizo Andreas Fontana.

Cuando este festival se inició en 1972, el propósito fue mostrar a los amantes del cine qué directores emergentes había alrededor del mundo. Surgieron nombres como Wim Wenders, Michael Haneke, Chantal Akerman, Pedro Almodóvar. Este propósito sigue siendo el mismo después de 50 años. En 2021 participaron en el festival 27 largometrajes y 11 cortos, provenientes de lugares tan diversos y distantes como Etiopía, Georgia, China, Malta, o la República Dominicana.

Lo que cuenta “Azor” ocurre en la Argentina durante la última dictadura militar, en un tiempo que se asume es el final de la década de 1970.

La percepción de Andreas Fontana no corresponde solamente a la del europeo que ve en la Argentina un leve parecido con lo que ya conoce. Sabe que hay más misterio en esa aparente similitud, y que hasta a los argentinos su propio país les resulta a veces incomprensible.

Habitualmente cuando veo una película filmada en la Argentina por extranjeros enseguida busco los defectos de representación, es decir lo que se muestra y no es, pero en este caso solo tuve reparos con la escena inicial.

La particularidad del punto de vista de Fontana viene probablemente del hecho de que es nieto de banquero. Debe conocer bien el mundo de la banca privada, que distingue claramente de la banca comercial. El principio de su interés por ese tema fueron los reportes que escribió su abuelo acerca de sus visitas a la Argentina durante la última dictadura militar, informes escritos, supongo, con números y el vocabulario árido y factual de las finanzas.

Azor

La historia

“Azor” cuenta la historia de un banquero suizo, Yvan De Wiel (Fabrizio Rongione), que llega con su esposa Inés (Stéphanie Cléau) a Buenos Aires para reemplazar a otro banquero, René Keys, que desapareció misteriosamente. No hay explicación para esa ausencia, que queda en el terreno incierto de la especulación. Resulta algo raro que el Gobierno suizo, por medio de sus diplomáticos, no se ocupe más de averiguar cómo se esfumó uno de sus ciudadanos, en un tiempo de torturas y asesinatos, pero esa vaguedad enseguida indica que este film no va a ser sobre la búsqueda de un desaparecido.

Muy pronto se sabe a qué clase social pertenece Yvan De Wiel. Un comentario de Inés, su esposa, lo deja claro: De Wiel tiene que encontrarse con un tal Farrell (Ignacio Vila), un cliente presuntamente importante, uno de esos posibles políticos oportunistas del momento. Yvan le muestra a Inés un traje azul y le pregunta su opinión; ella a su vez pregunta qué tipo de persona es Farrell, y por la respuesta que le da su marido le aconseja más bien ponerse algo color crema, algo de mal gusto, para que Farrell no piense que lo está “esnobeando”. El consejo muestra una característica de esta mujer de banquero: cataloga rápido a la gente –y su marido necesita esas observaciones–, pero también sugiere la clase social del matrimonio: conocen los códigos implacables de la ropa y sus colores, y lo que ellos mismos, en el grupo de gente al que pertenecen, determinan como vulgar.

Los términos que utilizan de tanto en tanto podría ser otra indicación, un lenguaje cifrado solo para unos pocos en las elites banqueras de Ginebra, con frases y palabras expeditivas que resumen conceptos más complejos. La palabra “azor” es una de ellas. El significado: una advertencia de actuar y hablar con cuidado (irónicamente, en la realidad es también una medicina para bajar la presión alta); “faire comme cousin Antoine” (hacer como el primo Antoine) es otra, y alude a la actitud de la persona que ve primero a algún conocido, pero no quiere saludar y pretende no verlo.

Desde el inicio de la película el matrimonio se siente a gusto entre argentinos ricos, un medio social que no es el suyo, pero en el que evidentemente no se sienten menos. Yvan alude a la sensación que tuvo al llegar a la Argentina de ser como Cortés, el conquistador que se lleva los bienes de un país, pero es un comentario al pasar, sin culpa. Si es un conquistador ávido de oro, al menos tiene un castillo propio donde invitar a la clienta rica, la viuda Lacrostegui (el apellido suena a mezcla de los de Amalia Lacroze y Albano Harguindeguy, el ministro del Interior de Videla).

Azor

La visión de Fontana es la de un director que ve a los ricos desde una perspectiva que evalúa y no una que critica, como suele ser la visión cinematográfica de la riqueza. Una visión que a menudo complace porque es agradable despreciar a gente con mucho dinero, y como la mayoría de las veces lo merecen es un desprecio reconfortante. Es como si nos permitiera pensar: bueno, no somos ricos, pero al menos no somos tan asquerosos como ellos.

En esta película ese pensamiento se complica. El estanciero Augusto Padel Camon (Juan Trench) destruido por la desaparición de su hija en la represión militar, no tiene reparos en decir lo que piensa de sus otros dos hijos. Tal vez porque sufre no necesita esconderse más la realidad de cuán inútiles son, con sus descabellados proyectos. Ambos parecen el prototipo del inaguantable privilegiado, pero el padre es básicamente un hombre de campo con los pies sobre la tierra, aunque con demasiada plata no declarada. Sí, su campo es idílico y hasta tiene capilla propia donde escuchar maravillosa música, pero su corazón está destruido y no existe riqueza que actúe como bálsamo. No recuerdo haber visto en películas argentinas actores en el papel de estancieros que los copien con tal exactitud como Juan Trench cuando dice: “Se está poniendo linda la fiesta”.

La viuda Lacrostegui (Carmen Iriondo) resulta básicamente patética. Sus comentarios, sus silencios, la vacuidad de su conversación –que el banquero y su esposa están obligados a escuchar por ser una clienta adinerada– todo en ella despliega una vida vacía. ¿Compensan su jardín precioso y su piscina envidiable? Cuando la hija le cuenta lo que ha escuchado: detuvieron a un hombre y se llevaron todo lo que tenía, hasta sus caballos (un hecho aparentemente cierto, los 15 caballos de raza terminaron como propiedad de un allegado a la Junta), esta mujer de cierta edad sabe, con ese modo de saber que las mujeres le atribuyen a la intuición, que su hija está revelando algo cierto y alarmante, pero prefiere no prestarle atención, no reaccionar, ignorar lo que acaba de contarle.

Sorprende un poco la decoración de la casa de esta mujer: los sofás pesados, los muebles oscuros, los objetos sin gracia, a pesar de que todo aparenta ser caro. Siempre creí que el dinero permitía buenos decoradores, pero cuando ella confiesa lo que le pasa continuamente se entiende por qué su casa es tan deslucida y monótona.

Hay en el modo de filmar sin estridencias, sin subrayados que tiene Fontana un paralelismo con la situación política de entonces, una calma ficticia en una superficie engañosa que esconde situaciones terroríficas y subterráneas.

Azor

 

La producción

En una entrevista él dijo que había trabajado con un 95% de actores no profesionales para los personajes argentinos. Nadie sobreactúa, todos son naturalmente quienes personifican y el casting de María Laura Berch enriquece la película porque todos representan a individuos que resultan familiares, aunque no los hayamos conocido. El recepcionista del hotel Plaza, con las opiniones supuestamente “sensatas” de la época, el hombre en el Círculo de Armas que conoce bien la historia de ese recinto y se esfuerza por hablar en francés como antes lo hizo el recepcionista del hotel (ese detalle de querer siempre hablar la lengua del extranjero), así como monseñor Tatoski (Pablo Torre Nilsson) en su encuentro en el Círculo de Armas con De Wiel. El monseñor es un personaje funesto, uno de esos hombres sombríos que pretenden ser otra cosa que lo que son. Expresa perfectamente el discurso de la Junta, aunque con el tono untuoso del clero colaborador: la fase de purificación, los parásitos que deben ser erradicados y simultáneamente, la viveza de aprovechar el momento para enriquecerse con operaciones financieras de alto riesgo. De todos modos, si las inversiones le van mal, si el mercado de divisas resulta aún más impredecible de lo esperado, no será él quien pagará. Hasta De Wiel, que viene de una tradición familiar de banca privada donde el lavado de dinero y el fraude impositivo son el pan de cada día, muestra cierta incomodidad con el negocio financiero que propone el monseñor. Cuando se refiere al banquero Keys –al que De Wiel está reemplazando– Tatoski utiliza el pasado: “Él decía que éramos todos asesinos”, siempre con un esbozo de sonrisa, o bien: “Seamos codiciosos cuando los otros son prudentes, Keys decía eso”. Para hablar utiliza una voz melosa de aparente tranquilidad espiritual pero que también esconde la amenaza, y que el actor Pablo Torre logra expresar perfectamente: “Cualquiera tiene derecho a asustarse”, dice refiriéndose a Keys. Para el espectador que quedó atrapado en el tema de la desaparición puede haber incluso indicios en sus palabras.

El personaje de Dekerman (Juan Pablo Geretto) es el argentino vivo por excelencia que ha llegado adonde está por mérito propio, probablemente en una lucha a codazos y con una cuota de cinismo bien porteña, que le permite el juego doble. Es el abogado de Farrell, una posición de cierta importancia ya que es la persona de confianza de un hombre que se ve a sí mismo como un posible político de éxito. En la fiesta exclusiva al aire libre que organiza el embajador suizo, en la que varios invitados son clientes de la banca privada, Dekerman mea en el jardín sin ningún problema y se está cerrando la bragueta cuando De Wiel se acerca. Mirando a Farrell que está más lejos hablando con un grupo de gente, deja entrever su total desprecio por el tipo de individuo que su jefe representa: “Un pelotudo, es paranoico encima”, pero subyace también su desprecio por el banquero. Por supuesto Inés, la esposa de De Wiel, lo definió claramente desde el primer encuentro.

Mientras se desarrolla la fiesta, el representante de la banca comercial (Credit Suisse) hace un negocio inesperado con representantes del gobierno militar, vendiéndoles una empresa de la cual los suizos quieren deshacerse. En el intercambio entre el hombre de Credit Suisse y De Wiel se va perfilando que ese Lázaro misterioso que apareció en una lista en el departamento de Keys y que Tatoski mencionó en el Círculo de Armas, es un hombre tan nefasto que la banca comercial pone ahí el límite de lo que es capaz de hacer por dinero.

De Wiel no es un personaje con matices psicológicos. Es igual desde el principio hasta el final, y quizás por la costumbre del secreto bancario no deja entrever nada de su persona. Su único problema en la Argentina parece ser no estar a la altura de Keys, el hombre que está reemplazando. Su inquietud es no ser considerado un ganador por sus pares en el medio competitivo de los banqueros.

El final llega sin estridencias, en la atmósfera selvática y con algo casi maléfico del río Paraná, donde más de un aguantadero ha subsistido. Aquí también los personajes que aparecen son de fácil ubicación en el registro social de la época. Se adivina quiénes son desde el primer momento, cuando se los ve avanzar en una lancha por el río.

En muchas películas directores y guionistas (Mariano Llinás colaboró con el director) llegan al final casi desesperados por la falta de opciones, por no saber cómo terminar con lo que estuvieron mostrando, porque el desenlace lógico es imposible o poco interesante y la historia que se contó no desemboca en ninguna parte, pero no es el caso de “Azor”. El final estaba ahí desde el principio, como una sombra agazapada, y se manifiesta simplemente con un gesto facial, pero hay en ese gesto una variedad de códigos subyacentes: los códigos del poder y del dinero que a menudo son los de la codicia y la falta de ética. Es un logro, sin duda, que apenas un gesto lo diga todo.

 

 

 

 

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por Flaminia Ocampo

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