El 16 de diciembre de 1905 la policía rusa irrumpía en el edificio de la Sociedad de Economía Libre de San Petersburgo, donde se estaba realizando la que sería la última sesión del Soviet de Delegados Obreros de la capital rusa. Culminaba así no solo la Revolución Rusa de 1905, sino también, para decirlo en palabras de Isaac Deutscher, la epopeya del primer Soviet de la historia, un sistema de democracia directa mediante delegación popular nacido espontáneamente en octubre de ese mismo año. Esta creación del proletariado ruso, que renacería con la Revolución de 1917, había logrado sostenerse activa durante cincuenta días, desafiando nada menos que al poder zarista.
En total habían sido detenidos unos trescientos delegados del Soviet, entre mencheviques, bolcheviques, socialistas revolucionarios e independientes. Fueron acusados de preparar la insurrección. Entre los procesados descollaba la figura de León Trotsky. No solo había ocupado el puesto de máxima autoridad del Soviet después del arresto del abogado Gueorguy Jrustalyov-Nosar, su primer presidente; a sus escasos 25 años, el joven Trotsky se había erigido en el nervio motor del Soviet, el orador de los discursos electrizantes, el redactor de sus manifiestos y resoluciones, el director de su órgano, “Izvestia” (“Noticias”). En ese despliegue de energías vitales que desatan las revoluciones, se daba tiempo también para redactar “Nachalo” (“Inicio”), el periódico de los mencheviques, con el que colaboraban figuras como August Bebel, Karl Kautsky y Rosa Luxemburgo, y escribir los editoriales de la “Russkaia Gazeta” (“Diario Ruso”), que en esas semanas cruciales había alcanzado una tirada de 250.000 ejemplares.
Mientras aguardaban el proceso, los detenidos fueron enviados primero a la prisión Kresty (“Cruces”, como se la conoce en ruso, por su arquitectura) y luego a la Fortaleza de Pedro y Pablo, erigida en una isla bordeada por el río Nevá. Los delegados estaban investidos de un prestigio tan grande que sus carceleros los trataron con consideración y respeto: gozaban de libertad para reunirse, pasear por el patio, sostener debates, recibir libros, escribir. La propia Rosa Luxemburgo llegó a visitarlos apenas salió de la cárcel en Varsovia.
El juicio contra el Soviet se fue dilatando hasta septiembre, y eso les permitió a los prisioneros preparar su defensa con varios meses de antelación. El turno de Trotsky fue el 17 de octubre. Con sus dotes dramáticas y oratorias, explicó a los jueces que el Soviet no había “preparado” un levantamiento armado, como sostenía el fiscal. “Un levantamiento de masas no se hace, señores jueces, (a voluntad de algún líder). Se hace él mismo. Es el resultado de relaciones y condiciones sociales, y no de un plan formulado en el papel. Una insurrección popular no se puede montar. Solo se puede prever”. El 2 de noviembre, el jurado pronunció su veredicto: los miembros del Soviet fueron absueltos de la acusación de insurrección; pero Trotsky y otros catorce procesados fueron condenados a la pérdida de sus derechos civiles y a la deportación de por vida a Siberia, bajo vigilancia.
Con su traje gris de presidiario, el 5 de enero de 1907 Trotsky era enviado con los otros detenidos rumbo a Obdorsk, una ciudad situada sobre el Círculo Polar Ártico, a más de 1600 km. de la estación de ferrocarril más cercana. El grupo emprendió el viaje en tren desde San Petersburgo hasta Tiumén, en Siberia occidental, atravesando los Urales. Desde allí, escoltados por cincuenta y dos soldados, los catorce detenidos fueron trasladados en cuarenta trineos tirados por caballos hasta la ciudad de Tobolsk, donde fueron alojados en la cárcel local. Días después, el convoy retomó su ruta e hizo dos paradas en otras tantas ciudades siberianas: Samarovo y Beriózov. Hasta entonces, llevaban treinta y tres días de viaje.
Ante la perspectiva de quedar condenado a seguir el destino de la Revolución Rusa desde el lejano Círculo Polar Ártico, en Beriózov, Trotsky concibe su plan de evasión. Las vicisitudes del camino del destierro y las peripecias de la fuga fueron narradas por el propio Trotsky en “Tudá i obratno” (“Viaje de ida y vuelta”), publicado en 1907 por la editorial Shipovnik de San Petersburgo con el seudónimo de N. Trotsky, texto que editorial Siglo XXI acaba de editar en traducción directa del ruso, con el título “La fuga de Siberia en un trineo de renos”. Algunos tramos de este relato fueron incorporados por el autor a la segunda parte de la edición alemana de “1905. Resultados y perspectivas” (1909), cuya versión integral es inhallable en castellano desde hace medio siglo. Como sucede con ciertas novelas epistolares, debemos seguir el hilo de la primera parte (el camino de “ida” a Siberia) a lo largo de una serie de cartas que Trotsky envía a un corresponsal –que preserva anónimo– en cada escala de su camino a Beriózov. La segunda parte (“La vuelta”) adopta la forma de una crónica, en la cual el narrador retoma de su libreta de apuntes detalles sobre la Siberia. Temiendo a cada minuto por su captura y confiando su vida y su libertad al cochero Nikifor, que no para de beber, el fugitivo Trotsky se convierte, acaso contra su voluntad, en un viajero etnógrafo. Transita por lugares escasamente poblados durante la estación más fría del año, participa en una captura de renos, pasa las noches junto al fuego y toma notas acerca de la vida de los pueblos siberianos cuyas lenguas y costumbres va conociendo.
Veinticinco años después, Trotsky retomó brevemente el tema de su segundo destierro en “Mi vida” (1930), su célebre ensayo autobiográfico. Allí advertía en una nota al pie que en su primer relato de los hechos había omitido el nombre de sus cómplices para no comprometerlos ante la policía zarista: “En mi libro “1905” he procurado desfigurar esta parte de la fuga. En aquellos tiempos, un relato fiel habría puesto a la policía del Zar en la pista de mis cómplices. Confio en que Stalin no irá a perseguirlos ya por la ayuda que me prestaron; además, el crimen ha prescripto. Y concurre asimismo la atenuante de que en la última etapa de la evasión fui auxiliado, como se verá, por el propio Lenin”.
Desde entonces, nos enteramos de que su corresponsal durante “la ida” no fue otra que Natalia Sedova, la revolucionaria rusa que había conocido en 1902 durante el exilio en París y que de inmediato pasó a ser su compañera de vida. También llegamos a saber que el plan de evasión le fue sugerido por su amigo y compañero de militancia Dmitri Sverchkov. Que el médico que le enseñó a fingir una ciática era el doctor Viot, uno de los integrantes del convoy. Y que fue Faddei Roshkovsky, un veterano del ejército zarista que cumplía en Beriózov la pena de exilio, quien le proporcionó las conexiones con los dos campesinos que lo acompañarían y guiarían durante la fuga: Nikita Serapionovich, apodado “Pata de Cabra”, que lo sacó de la aldea escondido en un carro de paja, y Nikifor Ivánovich, un ziriano que no paraba de beber pero que conocía mejor que nadie la estepa siberiana y hablaba con familiaridad los distintos idiomas de los pobladores.
Si las dotes expresivas de Trotsky en sus otras obras autobiográficas – “Mis peripecias en España”, “Diario del exilio” o “Mi vida”– no necesitan mayor confirmación, quien lea la presente obra se encontrará con un narrador literario en estado puro, capaz de apelar a todos los recursos del “suspense” para construir un relato atrapante, en el que un reno desbocado, un cochero entredormido o un lugareño que dispara una pregunta inoportuna pueden malograr en cualquier momento el plan de fuga. Pleno de humor chejoviano, el protagonista adopta máscaras sucesivas para cumplir con su meta (finge ser un enfermo, un mercader y un ingeniero ferroviario que forma parte de una expedición) y viaja munido de los más diversos medios de cambio, que le permiten obsequiar tabaco, chocolates o una botella de ron para facilitar el desenlace de un encuentro inesperado, dejando como último recurso (si la situación llegara a dar un vuelco) el revólver escondido en la maleta. En esta obra, la política solo aparece de modo implícito, en la medida en que el fugitivo que cuenta al lector sus aventuras es, en definitiva, un revolucionario condenado al destierro que busca cruzar los Urales para reunirse con su mujer en San Petersburgo y, una vez atravesada la frontera con Finlandia, pisar finalmente territorio libre. Y, por fuera de cualquier espoileo de la trama, sabemos que allí llegó. En Oggelvy, pueblito cercano a Helsinki, Trotsky encontró la suficiente tranquilidad para transformar sus notas de viaje en “Tudá i obratno”, que se publicó en San Petersburgo ese mismo 1907. El adelanto que le dio la popular editorial Shipovnik le permitió solventar sus próximos pasos de revolucionario a tiempo completo. La revancha iba a llegar en la década siguiente: días después de su regreso a Rusia en mayo de 1917 se lo vería otra vez al frente del Soviet de Petrogrado… Pero esa es otra historia.
-Horacio Tarcus es historiador. Fundador y director de CeDInCI (Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas).
La lectura de Leonardo Padura
Hace dos años, al cumplirse el 80 aniversario de la muerte de León Trotsky, Leonardo Padura, autor de “El hombre que amaba a los perros”, la novela que mejor contó el asesinato del líder ruso; se sorprendía por la cantidad de pedidos de entrevistas y artículos que recibía desde todo el mundo. “¿Trotsky y su pensamiento aún tenían vigencia, capacidad de transmitirnos algo útil para nuestro turbulento presente?”. Esta pregunta y otras similares encabezan el prólogo que escribió para “La fuga de Siberia en un trineo de renos”. Pocas líneas más abajo él mismo se responde que, a diferencia de sus asesinos, Trotsky “ha salido como un símbolo de resistencia y coherencia”.
El texto de “La fuga...” le resulta un excelente camino para internarse en la personalidad más íntima del líder político. “Nos entrega a un Trotsky observador, profundo, humano, por momentos irónico, que otea a su alrededor y expresa un estado de ánimo o toma la fotografía de un ambiente que, sin duda alguna, se revela extremo, exótico, casi inhumano”, explica a propósito del estilo de este texto que se traduce por primera vez al castellano.
Y concluye: “(esta) publicación puede resultar un homenaje a la memoria de un pensador, escritor y luchador asesinado hace más de 80 años que, este mundo tan descreído de hoy, todavía hace pensar a algunos que la utopía es posible. O, cuando menos, necesaria”.
Viaje de ida y vuelta
Un fragmento del texto de Trotsky traducido con el título "La fuga de Siberia en un trineo de renos" (Siglo XXI).
“El sol deslumbraba. Me costaba abrir los ojos. Incluso a través de los párpados, la nieve y el sol se vertían en los ojos como metal incandescente. Soplaba un viento gélido y constante, por lo que era imposible que se derritiera la nieve. (…) El bosque sigue igual que antes: surcado de huellas de animales (...). Aquí, la liebre salpicó sus inútiles 'eses'. Las liebres dejan muchísimas huellas, porque no tienen quién las cace. Veo un círculo marcado por las patas de liebre; las huellas alineadas lo atraviesan a modo de ejes y se dispersan en todas las direcciones. Parecería que hubiera habido una concentración nocturna y las liebres, sorprendidas por la patrulla, se hubieran desparramado por el bosque. Las perdices también abundan: los rastros de sus patitas afiladas se ven por todas partes. A lo largo del sendero se extienden en una línea recta de unos 30 pasos las sigilosas huellas del zorro. Por la ladera de aquel cerro nevado descienden las huellas de una manada de lobos. Uno tras otro, se dirigieron hacia el río desparramando siempre el mismo rastro. Por todas partes se vislumbran, apenas perceptibles, las huellecitas de los topos silvestres. El leve armiño tuvo ocasión de dejar sus huellas en muchos lugares: parecen los sellos estampados por los nudos de una cuerda estirada en la nieve. Aquí, una retahíla de hoyos gigantescos surca el camino: son los pasos torpes del alce”.
Mapa del recorrido. La línea de puntos marca el derrotero de la deportación; la de guiones, la ruta de la huida.
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por Horacio Tarcus
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