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CULTURA | 05-07-2020 14:07

La sociedad del cuidado

Junto con los movimientos feministas aparece la noción de “cuidado” en las teorías sociales. Hoy es parte de una propuesta para la política de vinculación con las necesidades de los otros.

Las revoluciones feministas del siglo pasado transformaron en profundidad las relaciones entre los hombres y las mujeres, en su vida cotidiana y a través de sus condiciones materiales. No obstante, las relaciones personales no son el único elemento que cambió. Cuando las mujeres comenzaron a ingresar en el mundo público que los hombres se habían ampliamente forjado para ellos mismos, surgieron preguntas sobre las hondas apropiaciones masculinas que estos habían construido en ese mundo y los valores e ideas que atañían a las mujeres y demás grupos marginalizados.

El cuidado forma parte de los valores humanos esenciales, y a menudo se sitúa en los márgenes de la sociedad moderna capitalista, y no cerca de su centro. Todas las mujeres, pero también las mujeres y los hombres de los grupos marginalizados llevan a cabo una desproporcionada cantidad del trabajo de cuidado (“caring”) en la sociedad, tanto en las formas del cuidado ligadas al desarrollo humano como en todo lo que compete al “trabajo sucio” del cuidado.

En (mi libro) “Moral boundaries: a political argument for an ethic of care” (Límites morales: un argumento político para una ética del cuidado), defendí la idea de que el mundo sería muy distinto si ubicáramos al cuidado más cerca del centro de nuestros valores. Con numerosas teóricas feministas, hemos comenzado a explorar lo que esa perspectiva diferente permite entrever y la explicación alternativa del mundo que ofrece. Así y todo, por más que todo ello desemboque en una teoría social que propone una alternativa real, son muy pocos los que, por fuera de la comunidad feminista y de otras comunidades universitarias en particular en los Estados Unidos, le han prestado mucha atención.

En uno de los primeros trabajos importantes sobre la teoría del cuidado, Sara Ruddick escribía: “A aquellos que aún no se han comprometido con los valores del trabajo de cuidado, podemos explicarles las razones de la superioridad moral y epistemológica del pensamiento que constituye su fuente. Esto requiere comparaciones precisas entre los contrarios, entre los conceptos particulares, los valores del trabajo de cuidado (“caring labor”) y sus equivalentes en las maneras de conocer dominantes, abstractamente masculinas… Tales comparaciones precisas revelarán de modo diferencial la superioridad de la racionalidad del cuidado sobre las maneras de conocer abstractas y masculinas que dominan nuestras vidas”. (Ruddick, 1995, p. 136)

Este ensayo tiene por objeto hacer tal comparación. El concepto de “sociedad del riesgo” y el postulado de que una nueva forma de riesgo ha creado una segunda fase de la modernidad surgieron a mediados de los ochenta, poco después de la aparición de los argumentos feministas sobre el cuidado; ganaron terreno durante los noventa, en un momento en que la ética feminista del cuidado fue elaborada con mayor minuciosidad. La “sociedad del riesgo” se presentaba como la tematización de cuestiones importantes: la modernidad, la posmodernidad, el saber y la ciencia, la naturaleza cambiante de la sociedad occidental. Con la teoría del riesgo asistimos a una exposición objetiva de las transformaciones sociales, especialmente propuesta por Beck (1992; 2001) en Alemania, por Anthony Giddens (1984) en el Reino Unido y, de manera un tanto distinta, por François Ewald (1986) en Francia. Esa exposición responde al modelo clásico de una teoría científica de nivel corriente, que discute las “consecuencias no intencionales” de la acción social a partir del espacio del “ojo de Dios” por encima de la sociedad, con sus implicancias normativas asumidas, sin ser explícitamente formuladas ni explícitamente defendidas.

Como he declarado que el cuidado ofrece un punto de vista inédito sobre la vida contemporánea, y en igual medida sobre las teorías sociales y políticas, me he preguntado cómo podría aparecer al ser considerado desde una perspectiva científica completamente distinta. Entonces leí la literatura sobre la sociedad del riesgo para buscar los motivos por los cuales la encontraba insatisfactoria desde la mirada de una ética del cuidado.

El resultado es (comparar) dos teorías sociales. En verdad, tanto una como otra exigen mucho por parte de los ciudadanos demócratas para resolver los graves problemas sociales en los que estamos inmersos. Así y todo, alegaré que la aproximación del cuidado es mejor: ofrece una mayor influencia sobre los fenómenos sociales, aporta una explicación más concreta en cuanto a la naturaleza de las acciones democráticas y los cambios necesarios. Propone un enfoque más equilibrado de las ciencias sociales, apto para librarnos de la incesante cantinela relativa a nuestra impotencia para actuar y, por tanto, para superar las discusiones sobre la sociedad del riesgo.

(…) Cuando los intelectuales producen teorías sociales y políticas, siempre lo hacen a partir de su propio lugar en el mundo. Están incapacitados para obrar de otro modo. Si bien hay pensadores que todavía pueden declarar que sus ideas van más allá de su propia posición y aspirar a su aplicación universal, sean cuales fueren el tiempo y el espacio, pocos teóricos de las ciencias sociales perseveran en esta postura. Desde Max Weber, los sociólogos han reconocido que el “lugar” a partir del cual trabaja un pensador influye por lo menos en el significado que se asigna a los hechos y en la recepción de sus modelos en el mundo (Shils, 1986). Pero resulta interesante subrayar hasta qué punto rara vez esto afecta a la forma en que los teóricos sociales del “Norte” conducen sus investigaciones o presentan sus visiones.

En un reciente libro que plantea este problema en el contexto de la globalización, Raewyn Connell arguye que el principal interés de la sociología, en el momento de su surgimiento a finales del siglo XIX, versaba sobre la “diferencia globalizada”, es decir, la “diferencia entre la civilización de la metrópolis y las otras culturas, cuyo rasgo esencial se sostenía en su primitividad” (Connell, 2007, p.7). Connell pone en tela de juicio las teorías sociales contemporáneas de la globalización. Al mismo tiempo, atrae nuestra atención señalando que todas las teorías de la globalización producidas en el Norte globalizado implican un “aumento proporcional” de las teorías originalmente creadas para describir sus propias sociedades hasta incluir a toda la Tierra, en lugar de pensar más sistemáticamente las relaciones en el mundo (p. 60). Las acusaciones de Connell son serias y nos sugieren los criterios últimos mediante los cuales deberíamos evaluar las teorías sociales: ¿pueden estas extenderse desde sus observaciones iniciales hasta otros marcos sin forzar los hechos sociales? ¿Pueden incluir las visiones de los otros en su sistema? ¿Permiten tomar en cuenta terceros factores, o sugieren que solo una visión exclusiva del mundo es operativa? Al aplicar tales criterios, las teorías sociales deberían despertar interrogantes acerca de su aplicabilidad general, por más que nos ayuden a comprender mejor nuestras vidas. Pero son contadas las veces que las teorías sociales del Norte globalizado plantean la cuestión de su propia naturaleza, de su visión del mundo como un todo, y, por tanto, de su fiabilidad política.

El presente ensayo aborda estas cuestiones convocando dos teorías sociales: la de la “sociedad del riesgo” y la de la “sociedad del cuidado. Mi punto de partida no es neutro: tengo tendencia a considerar con mucha mayor seriedad las aproximaciones enmarcadas en el cuidado. (…) Con todo, sostendré al final que, comparado con el marco de la sociedad del riesgo, el cuidado va más lejos, tanto en la descripción como en el análisis de la vida contemporánea, propongo una acción que deberían llevar adelante las personas de altos ingresos del globo, y en la teoría social, analizar qué sucede en otras partes, y plantear preguntas importantes a las cuales dan respuesta otros marcos globalizados (…).

La sociedad del cuidado. En el momento en que Ewald trabajaba sobre la “sociedad providencial” y Beck planteaba la “sociedad del riesgo”, las investigadoras feministas que estaban repensando los valores femeninos tradicionales comenzaron, por su lado, a reivindicar más ampliamente el valor político del “cuidar” (“caring”). Entre las preguntas centrales planteadas por esos textos feministas, figura la siguiente: ¿cuáles son los valores políticos asociados al lugar de las mujeres en la sociedad? Patricia Hill Collins, al observar la experiencia de las mujeres afroamericanas, notó que una “ética del cuidadoemergió cuando las mujeres negras intentaron satisfacer las necesidades de sus familias y defenderlas en un mundo hostil.

Sara Ruddick analizó la riqueza filosófica de las prácticas de “pensamiento materno”, demostrando que una “política de la paz” podría surgir del ejemplo de las madres deseosas de proteger a sus hijos. Mis primeros trabajos extendieron las prácticas del cuidado a todo lo que afecta al mundo. Como escribimos con Berenice Fisher en 1990: “A nivel más general, sugerimos que el 'cuidar' (caring) sea considerado una actividad genérica que comprende todo aquello que hacemos para mantener, perpetuar y reparar nuestro 'mundo', de forma tal que podamos vivir lo mejor posible. Ese mundo abarca nuestros cuerpos, a nosotros mismos y nuestro medioambiente, todos ellos elementos que buscamos religar en una compleja red, como sostén de la vida”. (Fisher y Tronto, 1990, p. 40).

El cuidado siempre ha sido, y siempre será, parte de la vida humana. Pero, en su franja más importante y a lo largo de casi toda la historia humana, ese trabajo de cuidado ha sido dejado a las mujeres y demás poblaciones marginalizadas: criadas, esclavas, clases populares y castas bajas, muchos de ellos marcados como “otros” por motivos de raza, religión o lenguaje, o también por su rol mismo de proveedores de cuidado (“care givers”). Los investigadores en ciencias sociales pocas veces concedieron tanta atención al cuidado, al igual que a los cambios en su organización. En la “Política” de Aristóteles y en la mayor parte del pensamiento occidental, tal trabajo era considerado “privado” antes que “público” y muy a menudo se lo juzgó como eterno e indigno.

Cuando las feministas y los estudiosos de la esclavitud, la domesticidad y las clases populares comenzaron a mirarlo con mayor detenimiento, entonces pudo escribirse una historia del cuidado paralela al desarrollo de lo que Anthony Giddens llama “la esfera afectiva”, separando, durante los siglos XIX y XX, las formas de cuidado que educan y pueden tornarse más profesionales, del “trabajo sucio” reservado a las mujeres y a los hombres de las clases inferiores y de grupos minoritarios o racialmente discriminados.

El cuidado no es un mero sentimiento ni una disposición, y no es simplemente una serie de acciones. Se trata de un complejo conjunto de prácticas que se extienden desde sentimientos muy íntimos, como el “pensamiento materno” (Ruddick, 1989; 1995). hasta acciones sumamente vastas, como la concepción de sistemas públicos de educación (Noddings, 2005).

En 1990, propuse con Fisher cuatro fases del cuidado, a las cuales más tarde les superpuse cuatro dimensiones morales. Los procesos del cuidado son complejos; requieren preocuparse (“caring about”), hacerse cargo (“caring for”), suministrar cuidados (“care giving”) y recibir cuidados (“care receiving”). Exigen también el refinamiento de varias cualidades morales, incluyendo la atención, una reflexión profunda sobre la responsabilidad, la competencia en el cuidado brindado (“care giving”) y la respuesta indicada que ha de ofrecerse tanto a quienes reciben (“care receivers”) como al proceso efectivo del propio cuidado.

Entendido en el sentido más amplio como práctica que se da cuando las personas se cuidan entre sí (“care with” each other) para distribuir las responsabilidades en su sociedad, el cuidado también es, y claramente, una forma de describir y pensar el poder político. Pero de una manera distinta del riesgo, y no bajo las variables del dominio y el control. Desmenucemos algunos elementos fundamentales de este modo de comprender el “cuidar”.

1. El cuidado es relacional y admite que las personas –los demás seres– y el entorno son interdependientes. La consideración mundial del cuidado no atañe a los “cuerpos en movimiento” que entran en colisión, ni a las consecuencias imprevistas de tales colisiones. En lugar de ello, el cuidado supone que los individuos se vuelven autónomos y capaces de actuar por sí mismos a través de un complejo proceso de crecimiento, desarrollo, mediante el cual unos y otros son interdependientes y se ven transformados en sus vidas. Pueden estar más o menos atentos a los efectos que producen en los otros y en el mundo, aun si los enfoques del cuidado se equivocan al aislar demasiado la atención individual.

El hecho de asignar una responsabilidad es un acto colectivo, y no una tentativa abstracta, científica o legal. En primer lugar, por más que el individuo y su libertad aún pesen con fuerza, no tiene mucho sentido pensar a los individuos como si fueran unos Robinson Crusoe que toman las decisiones solos. Planteemos mejor que todos los individuos trabajan constantemente dentro, mediante o por fuera de las relaciones con los demás. Esos otros son activos en distintos niveles para suministrar cuidado (“providing care”) y para recibirlo.

En segundo lugar, todos los humanos son vulnerables y frágiles. Si bien es cierto que algunos lo son más que otros, todos lo son, y mucho, en algún momento de sus vidas, especialmente cuando son jóvenes, viejos o cuando están enfermos. Al ser la vida humana frágil, las personas son permanentemente vulnerables a los cambios en sus condiciones materiales, los cuales pueden acarrear el tener que recurrir a los demás para obtener cuidado y apoyo.

En tercer lugar, en un momento u otro, todos los humanos no solo son receptores, sino también dadores de cuidado. Por más que las típicas imágenes del cuidado sean aquellas donde alguien solvente, o un adulto brinda cuidado a niños, personas mayores o minusválidos, también sucede que los adultos jóvenes reciben cuidado de otros y de sí mismos, cada día. Por añadidura, excepto una cantidad desdeñable de personas cercanas a la atonía, todos los humanos, tarde o temprano, se comprometen en la acción de cuidado a su alrededor. Ya a los diez meses, los bebés imitan el gesto mediante el cual les damos de comer; intentan alimentar a quienes se ocupan de ellos y abren la boca cuando la cuchara se acerca a la boca de la otra persona (Mullin, 2005). Los niños plasman en sus actividades el hecho de cuidar a sus padres.

Los individuos son todos, y a la vez, dadores y receptores de cuidado, por más que las capacidades y las necesidades de cada uno cambien a lo largo de sus vidas. En todo momento, hallamos en la sociedad personas que están más necesitadas y personas que son más capaces de ayudarse a sí mismas y de ayudar a los demás. Ese cambio en las necesidades y capacidades de cuidado es una forma importante de considerar cómo nuestras vidas se transforman con el tiempo.

2. El cuidado es contextual, y no esencialista. Si bien es cierto que todos los humanos tienen las mismas necesidades básicas, no hay dos personas, dos grupos, dos culturas o dos naciones que practiquen o conozcan del mismo modo las necesidades de cuidado (“caring needs”). Consecuencia de ello es que la caracterización del cuidado demanda mucha atención en los detalles precisos de cada situación.

3. Una vez establecidos estos puntos de partida, el cuidado ha de ser democrático, y no exclusivo. Este factor es determinante y amerita ser señalado por su carácter impactante: existen numerosas formas de cuidado que no están organizadas en torno a la referencia a la democracia. Uma Narayan destacó que el colonialismo no intentaba justificarse a sí mismo ante sus poblaciones imperialistas, declarándose un sistema de explotación de otros bienes, de la propiedad y del trabajo. A cambio, la autoexplicación narrativa se sostenía dentro de un discurso del cuidado: los autóctonos podían ser evangelizados, civilizados, mejorados gracias a su encuentro con los ideales cristianos, británicos y occidentales (Narayan, 1995). El ejemplo de Narayan muestra que el cuidado puede ser desplegado discursivamente tanto con buenas, como con malas, lo cual significa que la adecuación normativa del cuidado no proviene de su claridad conceptual, sino de la teoría política y social más amplia en la cual se inscribe. En las sociedades que desean asumir el valor igual de toda vida humana, el cuidado necesita ser democrático e inclusivo.

La preocupación por los beneficios democráticos afianza la necesidad que tienen las sociedades del cuidado de pensar en la distribución de las responsabilidades. Una ética del cuidado pretende explicitar cómo las instituciones sociales y políticas permiten que algunos soporten las cargas (y las alegrías) del cuidado y otros las rehúyan.

A simple vista, poner el acento en el cuidado, y no en el riesgo sencillamente puede sugerir que estamos mirando el mismo desenlace desde un punto de vista distinto. En efecto, una y otra teoría parecen desembocar en lo mismo, apelando a un mayor involucramiento por parte de los ciudadanos y de los demás actores políticos demócratas. El uso del lenguaje de la responsabilidad como sustitución del lenguaje del riesgo, ¿cambia algo? En realidad, considerar las soluciones propuestas por Beck y por otros pensadores de la sociedad del riesgo desde una perspectiva del cuidado cambia profundamente el modo de pensar el propio riesgo.

(…) La ventaja final de un enfoque que versa sobre el “cuidar” nos remite a la apertura del presente texto: debemos reconocer que, cuando la teoría halla puntos de aplicación en localizaciones sociales específicas, la amplitud de perspectiva del cuidado es una ventaja. El cuidado no abarca la integralidad de la existencia humana y sus actividades, pero sí gran parte de ello, e implica a los humanos en una variedad de tareas esenciales. Pero, mientras que en el plano más general las necesidades de cuidado (“caring needs”) de los humanos son universales, las vías mediante las cuales nos topamos con estas son eminentemente específicas a las prácticas de cuidado (“caring practices”) de las sociedades particulares, los grupos y los individuos. Si conocemos realmente las necesidades de cada uno, las preguntas sobre la justicia de las formas de cuidado conforman la base de la producción de juicios sociales.

En lo inmediato, las teorías del Sur no pueden comenzar ni terminarse con el cuidado, pero pedirles esto no implica forzarlas ni ignorarlas. Esto exige, no obstante, una extrema atención a las experiencias de los individuos en todas partes del mundo. Que los humanos de toda la Tierra tengan distintas capacidades para hacerse cargo de sí mismos (“to care for”) y de su mundo también es cierto. Rectificar sus desequilibrios requerirá una gran dosis de pensamiento y acción, lo cual debería determinar nuestras agendas intelectuales por venir.

 

Joan Tronto es politóloga, especializada en Estudios de la Mujer. Autora del libro digital “¿Riesgo o cuidado?”, publicado por Fundación Medife Edita (fundacionmedife.com.ar/edita ).

 

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